martes, 12 de enero de 2010

TRAUMAS COTIDIANOS:


GREGORY CREWDSON: ‘EL MISTERIO EN LA VIDA COTIDIANA’
GALERÍA LA FÁBRICA: 15/12/09-30/01/10


Cuando el contenido normativo de la modernidad se ha diluido en la monocorde mismidad alentada por el marketing de la política soft y la república independiente de Ikea, cuando la vida se escapa por el trampantojo decorativo en que todo acontecimiento se ha convertido, la imagen, más que representar o incluso intuir, queda congelada en instantes de los que le es imposible desasirse. El pliegue, ya por fin, se ha cerrado.
La modernidad, construida ha golpe de concepto auspiciado por la razón autoreferencial y autosuficiente delineada por Hegel, hace tiempo que encontró aquello que andaba buscando: la coincidencia absoluta en el reino de lo mismo. La Historia ya no avanza, como mucho se desangra convirtiéndonos a todos en víctimas. La tragedia toca a su fin: no hay nada que narrar porque toda historia es ya la misma, la del desconsuelo antiutópico de no hallar más futuro que aquellos ‘mordiscos de realidad’ propiciados por cada una de las pantallas a las que necesitamos estar conectados.
No hay ya ni dentro ni afuera, el archivo memorístico y cultural forma un todo con la economía de la sospecha que el poder absolutizador del signo propone y dispone. Nada sucede que no sea hipervisible, pero, al tiempo que sucede, queda prefigurado como entelequia virtual: el instante queda referido a su carácter de digital, computacional e hiperreal. El futuro es eso: la incapacidad de una razón deglutida en sus propias ansias de libertad y autonomía. Adorno tenía razón: “la libertad se concreta en función de las figuras cambiantes de la represión: en la resistencia contra ésta. Nunca ha habido más libertad que la voluntad de tuvieron los hombres de liberarse”. Y ahora nos toca lo impensable: acampar en la pantalla global en la cual los signos se deslizan a velocidad límite impidiéndonos ni siquiera la más leve esperanza de narrar algo parecido a la libertad.
Siguiendo por tanto esta causalidad postmoderna, Gregory Crewdson narra lo único que queda por narrar: la misma historia una y otra vez, una historia en la que inicio, desarrollo y desenlace coincide en una asombrosa mismidad. Pero una historia que, sin embargo, hay que saber comprender.
En sus fotos, el tamiz lacaniano que hace de velo entre la mirada y lo observado y que Hal Foster interpretó como la clave en el arte traumático de los ochenta ahora es eliminado de un plumazo. Lo representado no es ya que aluda al trauma, sino que lo único que cabe representar es el trauma mismo: es el tamiz lacaniano lo que se representa y sin fisura alguna.



Nuestra mirada es ya abyecta, nuestra vida se comprende como promiscuos voyeurs en busca de un quantum de acción con la que poder sortear una noche más, nuestro infantilismo hace de lo escatológico broma manida hasta el vómito. ¿Hacen faltan más pruebas a la hora de concluir que el más promiscuo de los presentes coincide con el más innegable carácter de inmadurez de este tiempo presente?
Lo que nos propone Crewdson es entonces regodearnos en nuestra propia mierda: llueve, un coche está aparcado delante de uno de esos apartamentos tan estadounidenses. No sabemos nada pero, lo curioso, es que es nuestra voluntad la que queda desnuda. Voluntad de saber, voluntad de indagar, de inmiscuirnos en esa escena. Un chute más de realidad, una dosis extra de narración para seguir el ritmo. Pero sabemos que nada hay que saber: el principio coincide con el final, da igual que del coche salga una chica o que entre alguien, es indiferente que el coche avance o se quede ahí parado. Es más, intuimos la catástrofe y eso nos hace sentirnos vivos. Nuestros sentidos se acercan a la ceguera: vemos justo lo que no está representado, lo visible es para nosotros una nadería. El trauma postmoderno queda desnudo ante nuestros ojos: como dijimos, el pliegue se ha cerrado y nosotros, como trauma, hemos quedado dentro para siempre.
Es eso, el horror, el insensato horror lo que nos mantiene alerta. El signo en su capacidad de maquínico lo sabe bien: no es otra cosa que hiperviolencia lo que es transferido por la pantalla telemática. Cuanto más horror y violencia, más anestesiados estaremos delante de la pantalla.
Es el límite de lo siniestro de Freud: que aquello que nos es familiar nos resulte extraño, “aquella suerte de sensación de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás” según el vienés. No vemos las cosas, sino que vemos ‘detrás’ de las cosas, su palpable e invisible viscosidad, su saberse siempre por delante de nosotros. Nada nos es familiar porque ante todo hemos de rendir pleitesía: existir es ir abriendo traumas para que cualquier objeto venga a rellenarlo. La causalidad, como predijo Deleuze, no es la del efecto-causa, sino la de la superficie. El propio artista se queda corto cuando dice que “siempre me ha fascinado lo extraño y la tensión que se provoca cuando a lo familiar se le dota con un sentido de fantasía”: no es precisamente fantasía ese plus de narración que el artista pretende hacernos creer ser el objeto de su arte.
La razón ha descarrilado por completo: de la voluntad de saber, pasando por la voluntad de poder, hasta llegar a esta voluntad de violencia extrema, de detritus existencial en que nos movemos. Conectados a cada pantalla, lo podemos ver todo en tiempo real, pero lo que aterra, lo siniestro llevado al límite, es que no vemos nada salvo aquello que preferíamos no ver: justo aquello que nos velaba el velo lacaniano. A saber, que no es sino el más insidioso de los horrores lo que se esconde en cada objeto y que, a fuerza de hacerse éstos inexpugnables, nuestras historias no pueden ser más que una, aquella que dé cuenta del ahogo del instante eterno en que nuestras vidas son reducidas.


Crewdson lleva todo esto al límite de lo imaginable haciendo que nuestro extrañamiento sea uno con la cerrazón hermenéutica de la historia que pretende no-narrar. Todo en sus fotografías es irreal, todo se ve como hipostasiado, pero es que es tal nuestra dependencia voyerística que solo en el simulacro decorativo podemos aún atisbar nuestro propio trauma.
En este sentido, la interpretación que Foster hace de ciertas fotografías de Warhol donde una lágrima descolorida desentona con la imagen completa haciendo posible la irrupción del trauma a nivel de superficie, tiene su parangón en el uso de frecuentes implosiones de luz por parte de Crewdson. La luz tornasolada de los efectos meteorológicos tan bien conseguidos, los chispazos cegadores de luz, nos hace ponernos sobre la pista de aquello que, sin embargo, no podía ser de otro modo: que se trata de un decorado, de una escenografía perfecta y que es allí, en su carácter de ilusoria, hacia donde somos y seremos remitidos sin posibilidad ya de reciclaje.

1 comentario:

  1. "...no hay nada que narrar porque toda historia es la la misma..."

    Si eso es lo que opina el doblemente licenciado Panizo, a que carajo se interesa por el arte. Una misma historia contanda de distinta manera es otra historia, o si quiere, hotra istoria. Cosa muy disntinta es el interés que pueda generar dicha creación, cuestión individual muy digna de ser opinada.

    Tan cierto como es que no hay dos historias iguales como que práctimente todas las historias son igual de aburridas.

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