En una entrada a este mismo blog, con ocasión de una de esas “disputas de las imágenes” que nos gastamos con el mundo musulmán y con la que sazonamos nuestra parálisis cotidiana, decíamos lo siguiente: “entonces, cuando se les vende la democracia, cuando les vendemos las verdades occidentales, ¿qué les estamos vendiendo? Porque la democracia no es –como piensan muchos inocuos inocentes- el poder representar a Mahoma, ni siquiera el hacer caricaturas de él. La democracia es hacer posible que una lata Campbell valga tanto (o sea, lo mismo) como Mahoma”.
Para ello, Occidente ha optado por la forma menos dañina y por la que menos escozor produce: el Arte (o mejor, del arte después del Arte, el post-arte). El Arte entra a saco en la producción simbólica para, en una relación perversamente paradójica con la mano que le da de comer (el capital), acelerar el ritmo del PER (producción, exhibición, reproducción) de la imagen y hacer posible una mejor implementación de la cosa democrática, produciendo así un más rápido menoscabo de la otrora realidad y su progresiva sustitución por un simulacro global que fantasea con la idea mefistofélica del “verlo todo”. Claro está que tal suculento festín, de darse el caso, si me pilla en el sofá con un botellín en una mano y en la otra el manubrio con el que satisfacer nuestros impulsos libidinales (el mando a distancia) mejor que mejor.
Lo ocurrido esta misma mañana (17/10/14), fiesta de san Ignacio de Antioquía, en el centro del París más glamuroso (Place Vêndome) no es sino el penúltimo affaire de una práctica artística que, desauratizada, flagelada por el póstumo discurrir de su propia historia y de su propio concepto, no hace (y hace bien) sino reconvertirse en nueva ideología capaz de, por lo menos y como el Cid, ganar batallas después de muerto. Y no solo batallas sino la guerra entera, aunque sea, eso sí, en el bando contrario.
¿Qué qué ha ocurrido? Pues nada que no hayamos visto ya (de hecho todo lo hemos visto ya) y que los agentes del IDBIF (Inocentes Detectives Buscadores de Indicios Fachosos) no hayan saludado con la algarada que se merece: que el Arte, sin moverse (él sí que puede) del sofá, ha provocado una vuelta de tuerca más en eso de catalizar toda la pantalla-mundo dentro de un nihilismo reactivo como ideología mediática.
Como cada año, y con ocasión de la Feria de Arte Contemporáneo (FIAC) que se celebra en la capital gala del 23 al 26 de octubre, los organizadores invitan a un artista para que intervenga en la ciudad con total libertad. En esta ocasión el elegido ha sido el polémico (aunque esta palabra creo que ya no significa nada) artista norteamericano Paul McCarthy. La obra consiste en situar en la Place Vendôme un objeto gigante capaz de jugar a la indecisión entre si es un árbol gigante o un plug anal. Y, cómo si fuese algo muy raro, hay quien ha protestado e, incluso, pegado al artista.
La cosa está en que la obra en sí genera los dos síntomas traumáticos más repetidos. El primero consiste en mosquearse (incluso mucho) y no ver arte en eso que los otros, los del otro bando, sí ven como arte. El segundo es regocijarse porque la obra desvela lo que, de hecho, todos sabíamos: que esos del primer bando son una retahíla de facinerosos fachas que no ven arte en eso que es arte precisamente porque ellos no lo ven. Total y resumiendo: un lío de muy señor mío dónde o todo forma parte de una inocente simulación o, también pudiera ser, alguien sale ganando en el juego. Y, creo, no es muy descabellado pensar que los que salen ganando sean los del primer bando: élites selectas cuyas ideas hegemónicas trascriben a la sociedad pero ya no directamente como ideas hegemónicas sino, más bien, como todo lo contrario.
¿Qué porqué? Segunda pregunta impertinente a la que, como no, también tenemos respuesta. Porque el Arte, en el proceso racional de su desauratización y desacralización, para poder seguir merodeando como instancia potencialmente emancipatoria, como preguntar que aletea en un silencio que algún día será revelado, se ha confabulado con la producción capitalista para llevar a cabo la inversión propuesta por Nietzsche logrando una platonización el universo de las artes. Una platonización un tanto extraña donde, para que la inversión sea modularmente útil a la ideología, no ofrece el revés fantasmático de lo “otro” sino, mejor todavía, ambas a la vez: es decir, lo “uno” (el ser un árbol de Navidad) y lo “otro” (ser un plug anal).
El proceso de este post-arte es más sencillo que el mecanismo de un juguete. El Artista, como el filósofo de la Caverna, desciende para ofrecernos la inversión absoluta de la verdad del eidos: que, al final, lo que es puede que no sea, y lo que no es, quizá sí sea. Un plug anal o un árbol de Navidad, lo mismo da que da lo mismo. Esta es la verdad mística que yo vengo a revelaros, dice el Artista. Inversión platónica pero, eso sí, más que nihilismo activo se trata de un soporífero nihilismo reactivo cuyo efecto es seguir adoctrinando a los incautos que piensan que por situarse en el ínterin que media entre el plug y el árbol, entre el arte y la farsa, entre el facha y el progre, entre el connaiseur y el indolente que dicta de farsa todo el cotarro artístico, es ya de por sí un sujeto emancipado de esta retahíla de emplazamientos ideológicos llamada realidad y que, por tanto, el Arte (aún hoy) sigue atesorando esa vis emancipadora que tanto gusta.
Y es que lo aterrador del caso es el hecho de que, creamos lo que creamos, pensemos que es un plug anal o un árbol de Navidad, o ni lo uno ni lo oro, la ideología ya está ahí, con los brazos abiertos, para recibirnos. Porque esta, la ideología, en ese impulso estético que le ha propiciado el difuminar de fronteras entre el arte, la publicidad, el diseño, el marketing, etc, se ha duplicado en una inversión espectacular y especular donde el seguir refiriéndose a falsas conciencias o cosas similares no son sino ejercicios trasnochados de empeñarse en que uno, sea del bando que sea, tiene la verdad y sabe de qué está hablando.
Es así por tanto que, para seguir alimentando la fantasía de cada cual, para que cada uno imaginariamente ocupe la posición ideológica que cree firmemente como verdadera, al arte lo que mejor le va es acentuar la sensación de estar perpetrando un fraude, la banalización estrictamente espectacularizada y el sesgo intrascendente de todas sus propuestas (sesgo ya descubierto por Ortega). Así, el arte comparte en sus estrategias las dos vertientes: es terriblemente democrático pero, por otra parte, recae en un ciego elitismo de dotar a algunos herederos de la mística del Carmelo con la clarividad de ver lo que hay que ver.
En este ejercicio paradójico y nihilista del arte el Artista, obviamente, no se salva ni uno. El artista, con una geta descomunal, desvela todo lo desvelable sobre su modus operandi: “al principio encontré que el plug anal tenía una forma similar a las esculturas de Brancusi. Después, me di cuenta que se parecía a un árbol de Navidad. Pero es una obra abstracta. La personas pueden sentirse ofendidas si quieren referirse a un plug, pero para mí está más próxima a una abstracción”. Es decir: el menda señala que, en última instancia, le da lo mismo todo, que, concretando, todo remite a un virtuoso ejercicio de abstracción sobre la base de un símil que para sí quisiera cualquier poeta: escultura de Brancusi-plug anal-árbol de Navidad. Si no fuese porque la cosa nos la tomamos en serio sería partirse de la risa.
Obviamente, y aunque claro está a las manos no hay que llegar (casi) nunca, un transeúnte, viendo la esperpéntica felonía realizada en un estupendo ménage a trois entre el artista, el Ayuntamiento de la ciudad y los organizadores de la cosa artístico-cultural, no ha podido contener la indignación y ha dado tres mamporros al Artista. Este, entre la pose de grandeur y de desfasado cinismo (ambas son las poses más recurrentes en el artista de la época del post-arte, sujeto que se sabe alfa y omega del más suculento refrito epocal) tenía la respuesta más que ensañada: “¿sucede a menudo este tipo de cosas en Francia…?”
Claro que, aun con el despropósito teórico en el que funda su monumento fálico, el Artista no es más que alguien a quien el sistema hace detentar la otrora jerarquía sagrada pasada por el filtro del magnetismo post-romántico. Y como no, simplemente representa su papel lo mejor que sabe (y, a decir verdad, lo hace que ni pintaó). Aquí quien confunde churras con merinas, quien hace de su capa un sallo pero que sabe perfectamente que su misión es la sustitución “reflexiva” de todo el tinglado sacro-aurático por una ideología estética bien aseadita dando los réditos pertinentes es, leídas las declaraciones, la directora artística de la FIAC, Jennifer Flay. Esta sí que sabe lo que se trae entre manos.
Para empezar, un manual de retro-avant-garde y de enfermiza adoración al Artista: “Es lamentable que alguien se permita agredir a un artista”. A continuación una eclosión populista apelando a la Cultura –y si me apuran a un profiláctico mejunje ideológico-patriotero– como lazo de hermandad entre los iguales (sí, esos a los que democracia eleva al mismo rango): “yo que soy neozelandesa y francesa, que ha elegido este país, estoy avergonzada por Francia, aunque sepa que no encarna las ideas de esta persona”.
Oh, dolor de los dolores, la patria del arte, la France, la cuna de todas las vanguardias, el hogar de todos los enfants terrible del mundo mundial, no soporta ya la tomadura de pelo y la encargada de lidiar con el pleonasmo de seguir llamando Arte a una tomadura de pelo mayúsculo ha de dar la cara y seguir, como si aquí no pasase nada, con el Gran Circo Mundial.
Pero falta la guinda al pastel de los despropósitos: “¿para qué sirve el arte si no es para problematizar, interrogar, revelar defectos en la sociedad?”. Respuesta aprendida en algún Gran Master y que hasta un parvulario podría dar gratuitamente. Y es que, como coda final, solo cabe un leitmotiv epocal: podemos, y de hecho debemos protestar por todo menos porque nos pongan un “algo” en nuestro vecindario que responda al mistizoide nombre de Arte. Si no protestamos malo, si protestamos peor. Así las cosas, el arte nos tiene donde quería: cogidito de los huevos y dando por culo.
En definitiva, el post-arte hace del democratismo estético la vértebra sobre la que operar una felonía de tomo y lomo: dar a la gente aquello que desean ver sin menoscabo alguno. ¿Y qué quieren ver? Que son ellos los que en cada caso llevan la razón, que todo consiste en situarse a un lado del espectro ideológico: en ver la astracanada de McCarthy como un árbol de Navidad o, por el contrario, verlo como un gran plug anal. Sea como fuere lo cierto es que la decisión que tomemos no es en modo alguno estética (si circunscribimos la estética al asunto propiamente artístico): la decisión es radical y eminentemente política.
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