sábado, 12 de diciembre de 2015

MAX BRAND: FIN DE FIESTA (O LA VANGUARDIA COMO EJERCICIO NEGATIVO)


MAX BRAND: NEW WORKS
GALERÍA MARTA CERVERA: desde 01/12/15

            Sin título, ni para la exposición ni para ninguna de sus obras; sin hoja de prensa y sin nada a lo que agarrarse más que unos lienzos de gran tamaño donde la mirada busca en vano un lugar donde posarse. Así es la primera exposición en España del artista alemán afincado en Berlín Max Brand. Pero tantas privaciones no restan sino que suman a la hora de encontrar el ritmo de sus obras: su pintura, heredera directa de una vanguardia que ahora es reconvertida en pura negatividad, nos ejercitan en lo infructuoso de hallar una salida a la pueril superficialidad donde todo se juega. Su enseñanza: que por mucho que nos empeñemos en simular que todavía estamos jugando, la fiesta hace ya rato que acabó.

Sin duda alguna que estamos asistiendo a una revitalización de la pintura en toda regla. Quizá no sea más que una sensación respecto de una práctica con la que apenas se cuenta y que parece ya condenada al silencio, pero son innumerables los ejemplos de pintores que despliegan un discurso pegado a una realidad muy poco dada a dejarse plasmar en un lienzo.  
La pintura no se hace fuerte en su capacidad de remisión a la realidad sino que ejemplifica mejor que ninguna otra práctica cómo la realidad remite ya únicamente a ejercicios de repetición pulsional, de desplazamientos sintomáticos, de fugas libidinales de –en suma– juegos de diferencias donde la diferencia en sí misma no es sino un vacío estructural, una mismidad que vuelve tomándonos el pelo haciéndonos creer que todavía cabe la posibilidad.
Y es que, aunque sabemos que no hay nada, que nada nos cabe esperar, que bajo las apariencias no hay ninguna realidad real, lo nuestro es seguir jugando el juego. Porque, y aunque sea una perogrullada no deja de ser cierto: solo perderemos la partida cuando el juego haya terminado. La pintura, como cadáver intempestivo del arte que es, muestra como ninguna otra práctica la pulsión vital que anima a nuestra contemporaneidad. Quizá sea por esa negación esencial con la que carga –renuncia a la mimesis justo para una disciplina nacida para la representación más perfecta– lo que la haga más sensible a los cambios que cualquier otra disciplina.


En este sentido,  lo cierto es que –y contra todo pronóstico– la pintura sigue siendo capaz de captar los más mínimos movimientos sismográficos de nuestra épocalidad. Pero, ¿cómo hace para ello?, ¿cómo consigue sacar la cabeza cuando, quien más quien menos, la daba por acabada hace ya medio siglo?
Para hallar una posible respuesta podemos irnos a época tan poco reciente como 1987: ese año José Luis Brea publicó un texto en El País (titulado “La nueva práctica artística”) donde decía lo siguiente: “tampoco me parece tan evidente que la esencia de la vanguardia que (según Adorno) residía en el hecho de que cada obra cuestionaba, además de a sí misma, también la esencia del arte en general, haya perdido todo valor. (…) Me parece, en definitiva, equivocado situar el signo de la transformación radical que afecta a la experiencia estética en la desaparición de la vanguardia”
Si sacamos a colación este texto es para encontrar autoridad a una idea fija que hemos ido diseminando en textos varios: la idea de que la vanguardia, de un modo u otro, sigue profetizando el tiempo apocalíptico de nuestro arte. Una vanguardia que si bien ha claudicado de todo sesgo utópico ha sabido reconvertir su potencial en eficiente negatividad: no ya por tanto ver bajo las apariencias la posibilidad de un mundo real sino hacer patente que nada cabe ya esperar, que lo que nos queda es una cacofonía de voces y gestos en superficie, una latente melancolía por llevarnos a la boca algún acontecimiento que supere la chorrada viral de turno.


Y si estamos asistiendo a una revitalización de la pintura es, precisamente, por esta posibilidad suya de negarse, por ser adalid de un vanguardismo que, si bien es heredero de aquellos primeros “ismos”, es también reverso de aquellos proponiéndose actualmente como ejercicio estético capaz de máxima negatividad.
Dicho todo esto, la pintura de Max Brand (Leipzig, 1982) ejemplifica como pocas este carácter negativo de una vanguardia contemporánea. En sus lienzos está todo y, al mismo tiempo, no hay nada. Mientras ese todo empuja desde debajo del lienzo por salir a la superficie, en ésta no hay sino un batiburrillo de trazos inconexos: no hay ya una lógica de los trazos-significantes con capacidad para significar sino gestos autoreferenciales que en su mismo trazo delimitan un espacio pictórico donde no termina por acontecer nada.
Aunque heredero más que obvio del expresionismo alemán, en sus lienzos no hay encuadres imposibles, ni gestos furibundos, ni la plasmación atópica de una catástrofe; no hay tampoco una explosión en masa de colores ni muchos menos tonteos con esa gran falsedad que, en términos generales, fue el neoexpresionismo. Quien pensamos está más presente en sus obras es Chagall. Y es que, quizá como el maestro bielorruso, Brand plasma un mundo en decadencia donde a la catástrofe inminente solo podemos proponer cierta capacidad de ensoñación y melancolía.
De esta manera, los lienzos de Brand parten de un campo de color para desde ahí ir llenando la escena en la inmanencia de unos gestos y unos trazos que no buscan más que crear el fantasma de una extraña sensación: la escena, sin duda, está desplazada, borrada. Rostros luchan por aparecer en toda su potencia pero apenas terminan siendo más que un apunte.
Si Chagall ponía en relación símbolos que aún condesaban cierta carga trascendental para tejer una narración que desde el desconcierto del período de entreguerras apostaba por un optimismo por el futuro, Brand nos muestra el reverso de aquel vanguardismo: por muchos gestos, por muchas huellas que se desplieguen en la superficie del lienzo, no hay camino alguno que nos haga volver al hogar. Estamos desorientados y bastante tenemos ya con mantenernos a flote.


Visto lo visto, solo le cabe esforzarse por buscar más abajo, en las sedimentaciones de nuestra temporalidad: Brand corta trozos de tela para buscar qué hay más abajo y hallar así algo a lo que agarrarse. Pero nada: su arqueología termina más que en el hallazgo de cierto sentido derivado en un restañar una herida que sabemos se gangrenará. Y es que cuando las cosas solo pueden ir a peor, no se nos deja ni siquiera soñar. Si Chagall buscaba en su pintura vanguardista un trampolín desde donde entender su tiempo presente, Max Brand –en esa negatividad con que actualmente se presenta la vanguardia– plasma en sus obras una única realidad: que no hay ya sortilegio alguno para escapar a una pantalla global donde nada sucede.
Esta misma lógica difusa es la que se desprende de las instalaciones con que acompaña sus cuadros y de la que en esta exposición hay un magnífico ejemplo: huellas de un rito a la nada, trazos de una liturgia vacía, la instalación consta de los restos dejados tras la fiesta chamánica a nuestro dios el plástico: plastificados en vida andamos como zombis puestos hasta arriba de todo.

La fiesta terminó y lo que único que queda son los detritus y una resaca de aúpa. Normal que así no sepamos dar pie con bola y que no podamos salir de una sintomatología bien precisa: una maquínica pulsión de repetición que nos llama a fantasear con la idea de que queda poco para que la fiesta vuelva a empezar. Y es que, como decimos, cualquier cosa vale para no darnos cuenta de nada y hacernos el despistado. 

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