MAX
BRAND: NEW WORKS
GALERÍA
MARTA CERVERA: desde 01/12/15
Sin título, ni para la exposición ni
para ninguna de sus obras; sin hoja de prensa y sin nada a lo que agarrarse más
que unos lienzos de gran tamaño donde la mirada busca en vano un lugar donde
posarse. Así es la primera exposición en España del artista alemán afincado en
Berlín Max Brand. Pero tantas
privaciones no restan sino que suman a la hora de encontrar el ritmo de sus obras:
su pintura, heredera directa de una vanguardia que ahora es reconvertida en
pura negatividad, nos ejercitan en lo infructuoso de hallar una salida a la
pueril superficialidad donde todo se juega. Su enseñanza: que por mucho que nos
empeñemos en simular que todavía estamos jugando, la fiesta hace ya rato que
acabó.
Sin
duda alguna que estamos asistiendo a una revitalización de la pintura en toda
regla. Quizá no sea más que una sensación respecto de una práctica con la que
apenas se cuenta y que parece ya condenada al silencio, pero son innumerables
los ejemplos de pintores que despliegan un discurso pegado a una realidad muy
poco dada a dejarse plasmar en un lienzo.
La
pintura no se hace fuerte en su capacidad de remisión a la realidad sino que
ejemplifica mejor que ninguna otra práctica cómo la realidad remite ya
únicamente a ejercicios de repetición pulsional, de desplazamientos
sintomáticos, de fugas libidinales de –en suma– juegos de diferencias donde la
diferencia en sí misma no es sino un vacío estructural, una mismidad que vuelve
tomándonos el pelo haciéndonos creer que todavía cabe la posibilidad.
Y es
que, aunque sabemos que no hay nada, que nada nos cabe esperar, que bajo las
apariencias no hay ninguna realidad real, lo nuestro es seguir jugando el
juego. Porque, y aunque sea una perogrullada no deja de ser cierto: solo perderemos
la partida cuando el juego haya terminado. La pintura, como cadáver
intempestivo del arte que es, muestra como ninguna otra práctica la pulsión
vital que anima a nuestra contemporaneidad. Quizá sea por esa negación esencial
con la que carga –renuncia a la mimesis justo para una disciplina nacida para
la representación más perfecta– lo que la haga más sensible a los cambios que
cualquier otra disciplina.
En
este sentido, lo cierto es que –y contra
todo pronóstico– la pintura sigue siendo capaz de captar los más mínimos
movimientos sismográficos de nuestra épocalidad. Pero, ¿cómo hace para ello?, ¿cómo
consigue sacar la cabeza cuando, quien más quien menos, la daba por acabada
hace ya medio siglo?
Para hallar una
posible respuesta podemos irnos a época tan poco reciente como 1987: ese año José Luis Brea publicó un texto en El País (titulado “La nueva práctica
artística”) donde decía lo siguiente: “tampoco me parece tan evidente que la
esencia de la vanguardia que (según Adorno)
residía en el hecho de que cada obra cuestionaba, además de a sí misma, también
la esencia del arte en general, haya perdido todo valor. (…) Me parece, en
definitiva, equivocado situar el signo de la transformación radical que afecta
a la experiencia estética en la desaparición de la vanguardia”
Si sacamos a colación
este texto es para encontrar autoridad a una idea fija que hemos ido diseminando
en textos varios: la idea de que la vanguardia, de un modo u otro, sigue
profetizando el tiempo apocalíptico de nuestro arte. Una vanguardia que si bien
ha claudicado de todo sesgo utópico ha sabido reconvertir su potencial en
eficiente negatividad: no ya por tanto ver bajo las apariencias la posibilidad
de un mundo real sino hacer patente que nada cabe ya esperar, que lo que nos
queda es una cacofonía de voces y gestos en superficie, una latente melancolía
por llevarnos a la boca algún acontecimiento que supere la chorrada viral de
turno.
Y si estamos asistiendo a una revitalización de la
pintura es, precisamente, por esta posibilidad suya de negarse, por ser adalid
de un vanguardismo que, si bien es heredero de aquellos primeros “ismos”, es
también reverso de aquellos proponiéndose actualmente como ejercicio estético
capaz de máxima negatividad.
Dicho
todo esto, la pintura de Max Brand
(Leipzig, 1982) ejemplifica como pocas este carácter negativo de una vanguardia
contemporánea. En sus lienzos está todo y, al mismo tiempo, no hay nada.
Mientras ese todo empuja desde debajo del lienzo por salir a la superficie, en
ésta no hay sino un batiburrillo de trazos inconexos: no hay ya una lógica de
los trazos-significantes con capacidad para significar sino gestos
autoreferenciales que en su mismo trazo delimitan un espacio pictórico donde no
termina por acontecer nada.
Aunque
heredero más que obvio del expresionismo alemán, en sus lienzos no hay
encuadres imposibles, ni gestos furibundos, ni la plasmación atópica de una
catástrofe; no hay tampoco una explosión en masa de colores ni muchos menos tonteos
con esa gran falsedad que, en términos generales, fue el neoexpresionismo.
Quien pensamos está más presente en sus obras es Chagall. Y es que, quizá como el maestro bielorruso, Brand plasma un mundo en decadencia
donde a la catástrofe inminente solo podemos proponer cierta capacidad de
ensoñación y melancolía.
De
esta manera, los lienzos de Brand parten
de un campo de color para desde ahí ir llenando la escena en la inmanencia de
unos gestos y unos trazos que no buscan más que crear el fantasma de una
extraña sensación: la escena, sin duda, está desplazada, borrada. Rostros
luchan por aparecer en toda su potencia pero apenas terminan siendo más que un
apunte.
Si Chagall ponía en relación símbolos que
aún condesaban cierta carga trascendental para tejer una narración que desde el
desconcierto del período de entreguerras apostaba por un optimismo por el
futuro, Brand nos muestra el reverso
de aquel vanguardismo: por muchos gestos, por muchas huellas que se desplieguen
en la superficie del lienzo, no hay camino alguno que nos haga volver al hogar.
Estamos desorientados y bastante tenemos ya con mantenernos a flote.
Visto
lo visto, solo le cabe esforzarse por buscar más abajo, en las sedimentaciones
de nuestra temporalidad: Brand corta
trozos de tela para buscar qué hay más abajo y hallar así algo a lo que
agarrarse. Pero nada: su arqueología termina más que en el hallazgo de cierto
sentido derivado en un restañar una herida que sabemos se gangrenará. Y es que
cuando las cosas solo pueden ir a peor, no se nos deja ni siquiera soñar. Si Chagall buscaba en su pintura vanguardista
un trampolín desde donde entender su tiempo presente, Max Brand –en esa negatividad con que actualmente se presenta la vanguardia–
plasma en sus obras una única realidad: que no hay ya sortilegio alguno para
escapar a una pantalla global donde nada sucede.
Esta
misma lógica difusa es la que se desprende de las instalaciones con que
acompaña sus cuadros y de la que en esta exposición hay un magnífico ejemplo:
huellas de un rito a la nada, trazos de una liturgia vacía, la instalación
consta de los restos dejados tras la fiesta chamánica a nuestro dios el
plástico: plastificados en vida andamos como zombis puestos hasta arriba de
todo.
La
fiesta terminó y lo que único que queda son los detritus y una resaca de aúpa.
Normal que así no sepamos dar pie con bola y que no podamos salir de una
sintomatología bien precisa: una maquínica pulsión de repetición que nos llama
a fantasear con la idea de que queda poco para que la fiesta vuelva a empezar.
Y es que, como decimos, cualquier cosa vale para no darnos cuenta de nada y
hacernos el despistado.
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