(artículo originlment publicdo en ARTE10.com)
“Los burgueses cultivados suelen exigir a la obra de arte que les ‘dé’ algo. Ya no se indignan con lo radical, sino que se repliegan en la afirmación impúdicamente modesta de que no entienden”.
Adorno, Minima moralia
Allá por 1981, Mary Kelly tuvo la suficiente intuición como para ver la crítica moderna como la “retícula de temas que construye objetos definidos y un sistema de elecciones estratégicas que también permite su modificación”. Es decir, y como dice más adelante en el célebre ensayo publicado en la revista Screen, “el arte nunca se da bajo la forma de una obra individual, sino que queda construido como una categoría en relación a una compleja configuración de textos”.
Si subrayamos esta cita es porque lo que desde entonces hasta ahora ha quedado claro es que el arte es un discurso intra-sistémico que opera desde la autoreflexividad de la razón objetiva ahora trasmutada en deconstruida y pluridiscursiva razón postmoderna. Así, una exposición es una práctica discursiva que implica una selección, organización y evaluación de textos artísticos según un orden determinado llevado a cabo por las mismas fuerzas materiales del arte.
Incluso hoy más que nunca, cuando la forma mínima de arte es la exposición temporal, la comprensión del arte como entramado textual que se construye a raíz de diferentes grupos enunciativos de declaraciones viene a ser fundamental.
Sin embargo, algo salta dentro del sistema para forzar de inmediato su paradoja: “la autoría artística que produce la obra de arte, tras pasar por instituciones y discursos que determinan sus condiciones de posibilidad específicas, adopta la forma fundamental del sujeto burgués: creador, autónomo y propietario”.
Esa es la paradoja fundamental al arte contemporáneo y que, año tras año, viene a hacerse patente y obvia en la feria que nos taca vivir: ARCO. Porque, pese a autocomprenderse como una pluralidad de discursos que solo pueden ser entendidos desde el ámbito intrasistémico, estas ferias de arte vienen a sacar a la luz la, para muchos, única verdad del entramado discursivo del arte contemporáneo: una indiferencia atroz hacia aquello que es incomprensible y un desprecio mayúsculo hacia un arte que solo cabe cifrarlo en estrategias de mercadotecnia con el fin de hacer del artista una imagen de marca al tiempo que inflar de manera desorbitada los precios.
Entre los discursos que conforman la práctica artística, uno de ellos, solo uno de ellos, puede catalogarse como la ‘institución arte’, y otro como el ‘mercado del arte’; pero ni de lejos llenan por sí solos o conjuntamente todo el espectro de discursos que posibilitan que el arte siga funcionando. Lo que sucede es que ambos discursos son los que más de cerca tocan al gran público, o incluso a la masa generalizada. Colas infinitas en el Museo del Prado para ver a Bacon y sensacionalismo barato tras las estrategia de Hirst son dos hitos que, como las dos caras opuestas dela misma moneda, vienen a dar cuenta de todo lo que es arte para la amplia mayoría de la población.
Pero, una cosa está clara: ni el arte ha de comprenderse desde lo hiperinstitucionalizado que eleva a tótem determinados nombres dedicándoles macroexposiciones ni mucho menos, y siguiendo el ejemplo de Hirst, el famoso tiburón en formaldehido es en absoluto un referente para el arte contemporáneo.
Si subrayamos esta cita es porque lo que desde entonces hasta ahora ha quedado claro es que el arte es un discurso intra-sistémico que opera desde la autoreflexividad de la razón objetiva ahora trasmutada en deconstruida y pluridiscursiva razón postmoderna. Así, una exposición es una práctica discursiva que implica una selección, organización y evaluación de textos artísticos según un orden determinado llevado a cabo por las mismas fuerzas materiales del arte.
Incluso hoy más que nunca, cuando la forma mínima de arte es la exposición temporal, la comprensión del arte como entramado textual que se construye a raíz de diferentes grupos enunciativos de declaraciones viene a ser fundamental.
Sin embargo, algo salta dentro del sistema para forzar de inmediato su paradoja: “la autoría artística que produce la obra de arte, tras pasar por instituciones y discursos que determinan sus condiciones de posibilidad específicas, adopta la forma fundamental del sujeto burgués: creador, autónomo y propietario”.
Esa es la paradoja fundamental al arte contemporáneo y que, año tras año, viene a hacerse patente y obvia en la feria que nos taca vivir: ARCO. Porque, pese a autocomprenderse como una pluralidad de discursos que solo pueden ser entendidos desde el ámbito intrasistémico, estas ferias de arte vienen a sacar a la luz la, para muchos, única verdad del entramado discursivo del arte contemporáneo: una indiferencia atroz hacia aquello que es incomprensible y un desprecio mayúsculo hacia un arte que solo cabe cifrarlo en estrategias de mercadotecnia con el fin de hacer del artista una imagen de marca al tiempo que inflar de manera desorbitada los precios.
Entre los discursos que conforman la práctica artística, uno de ellos, solo uno de ellos, puede catalogarse como la ‘institución arte’, y otro como el ‘mercado del arte’; pero ni de lejos llenan por sí solos o conjuntamente todo el espectro de discursos que posibilitan que el arte siga funcionando. Lo que sucede es que ambos discursos son los que más de cerca tocan al gran público, o incluso a la masa generalizada. Colas infinitas en el Museo del Prado para ver a Bacon y sensacionalismo barato tras las estrategia de Hirst son dos hitos que, como las dos caras opuestas dela misma moneda, vienen a dar cuenta de todo lo que es arte para la amplia mayoría de la población.
Pero, una cosa está clara: ni el arte ha de comprenderse desde lo hiperinstitucionalizado que eleva a tótem determinados nombres dedicándoles macroexposiciones ni mucho menos, y siguiendo el ejemplo de Hirst, el famoso tiburón en formaldehido es en absoluto un referente para el arte contemporáneo.
¿Qué es lo que sucede entonces para que el arte opte por, una vez al año, saltarse sus propios límites discursivos e intente desandar lo andado en su historia como negatividad autoimpuesta? Sucede que, como sostiene Adorno en la cita del principio y Mary Kelly más abajo, el arte continúa con su ramalazo burgués y le cuesta horrores separarse de él. O, mejor aún, adiestrado como está el arte en la estrategia vanguardista de ‘épatant les bourgeois’, y pese a ser esta un momento de su propia historiografía abandonada a dios gracias, todavía necesita de acontecimientos que reintroyecten significado a sus momentos negativos. Es decir, sobredimensionarse sobre sus propias estructuras y poner todo el énfasis en el momento productivo capitalista y burgués puede y debe ser entendido como un aliciente incluso para un arte que sabe demasiado bien que su única salida es seguir replegado en sus propias coordenadas.
Así, una vez al año, en el micromundo que conforma las prácticas artísticas en España, el arte cede al impulso burgués de intentar domesticarlo. Desde todos los ámbitos entonces una infinidad atropellada de comentarios vienen a coincidir en la puerilidad machacona: incomprensible, vacuo, decadente, plegado a los interese del mercado, modo taimado de especulación bursátil para grandes fortunas, etc, son los calificativos que el arte logra reunir para sí en apenas unos días.
Yendo más al núcleo duro de esta contradicción interna del arte contemporáneo, nos encontramos con que, y pese a los ríos de tinta que han corrido, todavía subverticiamente se siguen los dictados de Greenberg: atención a la materialidad de la obra y, a modo de generalidad, todo lo sustentado por Victor Burgin en relación a comprender la idea de modernidad que Greenberg sostenía: “la tendencia de una práctica artística a la autoreferencia mediante el subrayado de: la tradición de la práctica, la diferencia de la práctica respecto de otras práctica; las ‘normas fundamentales’ de la práctica; el sustrato material o ‘medio’ de la práctica”. Es decir, una sobrepujanza de lo visual-interpretativo en detraimiento de cualquier otra tipo de experiencias estéticas que, a la postre, han venido a situarse en el eje discursivo del arte contemporáneo: lo efímero, lo invisible, la puesta entre paréntesis de cualquier referencia a nociones como la de gusto, belleza y, más a las claras, originalidad, creación y genio.
Porque, tirando de la cuerda de Greenberg, no muy alejado de él en las conclusiones pudiera situarse a Danto, para quien el arte viene a resumirse en la capacidad de encontrar la teoría correcta que dé con la interpretación correcta y administrársela a la obra en cuestión. Así, el público-masa viene, acude como posesa a multitud de ferias de arte con la promesa perpetua de encontrar la piedra filosofal, de moverse con agilidad entre bambalinas para dar con el quid de la cuestión. El arte entonces se descompone en una inmensa maraña de objetividades, en una infinitud de obras comprendidas en su especificidad y que permanecen impertérritas y como a la espera de que la gran masa les encuentre, no solo significado, sino el significado correcto. ‘Fui, vi y comprendí’, pudiera ser el leitmotiv perfecto para estas ferias.
De esta manera el arte, pese a no serlo, se comprende como mera literalidad, como búsqueda de autoridad y validez discursa y, sobre todo, como ansía de literalidad. Comprender el arte como un modo de literalidad encubierta es el error al que el propio arte se someta en estas narcosalas construidas para el simulacro más perseguido del arte (y de cualquier práctica abstracta): dar a entender que es plausible una conectividad real entre la realidad media de ahí fuera y el entramado reticular del arte.
La búsqueda compulsiva y literal del significado como modus operandi generalizado por la masa a la hora de ‘disfrutar del arte’ ha hecho dar por válida una versión del arte contemporáneo que desde finales del siglo XIX se comprende como el desarrollo de autobiografías tan efectivas como efectistas. Se llega a comprender el arte en la medida en que se entabla una conexión entre vida y obra lo suficientemente densa como para poder elevarse al púlpito de lo hipervisible. Las estrategias de Tracy Emin no vendría a ser sino el dar por sentado que se trata de eso: de hacerse notar. Lo malo (o lo peor) vino después: las afirmaciones de desesperación existencial, a modo de pie de página en la pertinente biografía, degeneraron en un manierismo vacío, autocompasivo y sensacionalista donde las copulaciones de Jeff Koons con Ciciolina pueden ser vistas como la puesta al día de la atrofia emocional destilada por Andy Warhol en toda su obra. Una vez que es la provocación y el escándalo los significados que la masa está en condiciones de más rápido valorar, el arte no hace sino seguirle la pista con tal de llenar sus dos minutos de rigor en el telediario de las nueve.
Parejo a esta hipervisibilidad que durante una semana tiene el arte contemporáneo en la sociedad corre, no ya el desprecio del lego y la desesperación del voluntarioso ciudadano medio, sino la renuencia e incomprensión mostrada por púlpitos encaramados a eso que viene en llamarse ‘generadores de opinión’ y que, antaño, respondía al palabro de intelectual.
Y es que, cuando el intelectual queda referido por la general al mundillo literal, esa forma de experiencia estética que antes hemos referido como ‘interpretosis’ o compulsión ante el significado se trueca en aversión hacia todo lo que emane algún tufillo a arte contemporáneo. Si hace apenas un mes hemos tenido la prueba más fehaciente de esto en la retahíla de tópicos que desde el desconocimiento Vicente Verdú vertió en ‘El País’ (a enmarcar esa inferencia según la cual las galerías no cobran por entrar porque de hacerlo no iría nadie), esta semana Javier Montes nos ha recordado en el ‘ABCD’ el 'supino' artículo que Muñoz Molina dedicó a la ‘incomprendida’ figura de Beuys: “bajo una gran bóveda hay una mesa de madera sobre la que cuelga una bombilla, y también varias hileras de ropa tendida”. Ya decir que en una obra de Beuys ‘hay’ algo no denota sino una machacona insistencia por el sentido menos importante para el arte contemporáneo: la vista.
Pero, y volviendo casi al principio del texto, como bien supo ver Mary Kelly, lo esencial es que la dimensión social del arte queda indisolublemente planteada como la cuestión del contexto: “guarda relación con el sistema de galerías (dentro vs. fuera) y la mercantilización del arte (objeto vs. proceso, acción, idea, etc.). Así, la publicidad que se da al arte en torno a estas ferias viene a desestabilizar el límite entrópico que se da entre el ‘dentro del discurso del arte’ y el fuera, y en disolver el replegamiento del arte contemporáneo en referencia a comprenderse como mera objetualidad mercantilizada (lista para ser ‘interpretada’, ‘comprendida’, e, incluso, ‘comprada’).
Que el arte actual adolece de una mayúscula falta de autoridad crítica y que el mercado es el baremo que más a mano tiene un arte cada vez más decantado hacia las obras de ingeniería bursátil e interesado en hacer del artista auténticas imágenes de marca, es algo tan obvio como patente. Pero reducir a tal simpleza el arte contemporáneo es no comprender que el arte, más que ninguna otra producción pues esta juega con la eterna promesa de autonomía y utopía, ha de situarse en el cruce de caminos en que todos los discursos provenientes de los agentes artísticos vienen a confluir. No se trata de hacer unos más hipervisibles para la masa que otros con el fin de operar una negatividad artística comprendida como desafección extra-sistémica, sino que, como Foucault apuntaba en su “Arqueología del saber” se trataría de “situar estas unidades significativas en un espacio en el que se reproduzcan y multipliquen”. A partir de entonces, el arte vendría él solo a coincidir con su esencia no solo a pesar sino gracias a ferias como ARCO y multitud de eventos más.
Así pues, la institucionalización programada del arte, a pesar de deber ser comprendida como singularidad efectiva en el entramado reticular y discursivo del arte, conlleva una estrategia de infiltración y sabotaje realizada por el arte mismo que, de comprenderse como discurso propio del arte, no significaría sino un momento más de la propia negatividad efectiva del arte.
Para concluir por tanto, en el momento en el que la hipervisibilidad del arte se lleva a efecto, el arte no muestra sino aquello que le es más propio: su impertérrito camino a permanecer en la sombra pese a todos los circunloquios, bagatelas, impropiedades, amputaciones y tergiversaciones que solo el espectáculo de una feria propicia.
Así las cosas, solo nos cabe decir: ¡saludemos como se merece a una nueva edición de ARCO!
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