jueves, 12 de enero de 2012

DON’T BE WATER: BE GIN!!



Artículo publicado en el nº 8 de 'El Bombín Cuadrado':

No sé si se han dado cuenta, o si es cosa de los lugares que frecuento, pero lo cierto es que la moda del gin-tonic se está instalando por todas partes. Antes, lo que simplemente era un combinado estrafalario y sin gracia ninguna, condenado a una suerte de aparición anual, ahí cuando en el fiestón de fin de año o se les acababan el whisky y el ron o tú mismo, en un halo de consciencia previa, te convencías de que lo mejor era ir a ginebras por aquello de ser bebida blanca y que, a la larga –allá por el decimo copazo- todos tus amargores se convertirían en sabiduría de experto, se ha tornado de la noche a la mañana en un combinado indispensable, en aquello que, de golpe y porrazo, separa lo que está in de aquello otro que (sic) no es más que zafiedad y grosería.

Uno no deja de torcer un poco el gesto cuando gente, amigotes que hasta hace dos días te gritaba al oído en la discoteca un escueto ‘pídeme un copazo’, ahora te sugiere que, por favor, preguntes si tiene Hendrick’s y que, solo en caso de tenerla, la combinen con una tónica fever-tree, y que, también por favor, me asegure le pongan un poquito de pepino. En fin, una calamidad… hasta que descubres que todo es más fácil de lo previsto: que de la marca en cuestión reposan en el estante esperando su turno dos o tres botellas, que se da por descontado que la tónica ‘tiene que ser esa’, y que en un cubilete que saca el camarero velozmente de debajo de la barra adivinas que debe de haber del orden de 5 o 6 pepinos bien troceados listos para servir.

Y la cosa no es simplemente la moda pasajera de si ahora la cerveza es sana y si ahora el vino. El asunto, me parece a mí, ha llegado para quedarse … al menos lo que nos dure esta crisis. Sí, eso es justo lo que pienso. Y es que uno, fajado en los mundos de la noche como lo ha estado, sabe demasiado bien que semejante microcosmos es perfecto para llevar a cabo trabajos entomólogos y sociológicos con el prurito de tener en ellos la avanzadilla más abstracta de los caminos por los que se dirigirá la sociedad poco más tarde.

Desde este punto de vista, claro está, nada es de extrañar: país mediterráneo como somos, lo de la cerveza siempre nos ha parecido una cosa de vikingos borrachos, y si, además, nuestra capacidad de diversificación en cuanto a modos y modelos es mínima, normal entonces que el vino haya ganado adeptos poco a poco.

Porque el vino ya es otra cosa: requiere pericia, saber, un conocimiento que distingue al lego del ya iniciado. Cuerpo, acidez, aroma, lágrima, …, las catas de vino se convirtieron desde no hace muchos años en eventos donde, al tiempo que se ganaba en conocimiento, se subía un poquitín –siquiera simuladamente- en eso de la escala social. Y es que todo redunda en esa ergonomía que, lejos de sustentarse en esa ordinariez del discurso de clase, basa ahora sus preceptos en la circulación de un conocimiento según el cual es más preciado cuanto más inútil sea, cuanto más fluídico éste sea, cuando más rápido pueda mutar en moda y, así de golpe, desaparecer del panorama social.

¿Y no es la noche, ese dispositivo ultrarápido de circulación de efectos y afectos el sustrato medial preferido para hacer de esta economía de la inutilidad epistémica el lugar preferido para su escenografía? En la compulsión libidinal, en la mezcla de efluvios etílicos, en la topología ebria de lo hiperfluídico, la adquisición de un tipo de hábitos determinados es lo que actualmente cataliza a una sociedad entera. Así las cosas, una vez el vino se quedó corto -¿quién no distingue hoy en día, en una cena entre amigos, un Vega Sicilia de un Château Margaux?- el gin-tonic ha entrado en escena con esa fuerza iracunda propia de unos tiempos no ya líquidos sino casi gaseosos.

Sin embargo, en la locura gintónica de esta época, bien he oído decir que la causante de este rito etílico alrededor del gin-tonic no es otra que la falta de capital del ciudadano medio que, en vez de ingerir copazo tras copazo para a la mañana siguiente darse cuenta que el nivel de resaca es proporcional al pastizal que se dejo la noche de antes, ha optado por retirarse del mundanal ruido y tomarse las cosas con calma: degustar, experimentar el goce de la bebida en una amigable charla parece ser ahora lo molón. Nada de estridencias, nada de dejarse llevar por “quelque liqueur d’or, fade et qui fait suer” que diría Rimbaud, reposar los agobios de la semana en la explosión de sabor de las burbujitas tónicas con el amargor de la ginebra, ... Vamos, resumiendo: que eso no hay quien se lo crea.

Y es que, pensamos, las cualidades del gin-tonic son, en este punto, las de la mercancía-fetiche en su estado más salvaje. Cuando el capitalismo parece tener que reconvertirse en su ferocidad, lo que ya no cuela es el ‘be water my friend’ disfrazado de tonadilla publicitaria, sino casi ya el ‘be gin’: ya no es el triunfo de las tesis de Lipovetsky del deseo de consumir como el apriori desde donde compulsivamente deshacernos de lo ya conseguido y seguir escalando en deseo y consumismo. Ahora, en la encrucijada financiera, los posicionamientos se tornan más salvajes y de lo que se trata es de ser único, exhibirse en su paranoia y seguirle el ritmo al capital en su tour de force. Frente al yang que vendría a ser la casiústica de lo ya explorado, el yin-tonic es la fuerza de lo irreverente compulsivo, la individualidad devenida mercancía. Justo lo que necesitan estos tiempos.

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