martes, 13 de marzo de 2012

EIJA-LIISA AHTILA: UNA PEQUEÑA LECTURA FENOMENOLÓGICA


EIJA-LIISA AHTILA: THE HOUR OF PRAYING
GALERÍA LA FÁBRICA: 25/01/12-31/03/12

Quizá solo sea un dato frívolo como pocos, pero los ‘hordas’ que llenamos las galerías madrileñas hemos tenido la ocasión única de ver en apenas doscientos metros (los que separan La Fábrica de Helga de Alvear) a dos de los más reconocidos -¡y mejores!- videoartistas del momento. Si ya en su día hicimos eco de la exposición de Doug Aitken en Helga, ahora le toca el turno a la artista finlandesa, de nombre tan sonoro como imposible, Eija-Liisa Ahtila haciendo su presentación española -¡y ya era hora!- en una galería española.

Y es que, vale, no será primicia mundial ni de lejos, pero no está nada mal que caigan por aquí exposiciones y artistas como estos dos para sabernos un poquito más cerca del ombligo del mundo, ese que tan lejos nos queda.

En la exposición se puede ver la videoinstalación de 2005 The hour of praying así como nueve fotografías de la serie Scenographer's Mind en las que, como en el resto de su obra, son las investigaciones de hechos reales o ficticios, eso que ella misma llama “dramas humanos” lo que está en el núcleo de su trabajo.

El límite entre el yo y el otro, la influencia de la percepción en la construcción de la realidad o el poder de las emociones para subrayar relaciones humanas, así como una maestría a la hora de poner las cualidades del video y las técnicas del rodaje del cine al servicio de sus propósitos, vertebran las estrategias de un trabajo que se pregunta por el modo en que las imágenes son construidas, la manera en que la narración se pliega sobre sí misma y el espacio físico en el cual queda cifrado la propia narración.

La labor de Athila consiste en desmembrar la ilación espacio-temporal de todo proceso para remarcar las estructuras biográficas, existenciales que existen en toda toma de posición, en todo acontecimiento. La fragmentación, el discurso interrumpido, la yuxtaposición de elementos discordantes, son procedimientos usados por la finlandesa para acentuar una percepción, la nuestra, que en absoluto parece seguir la secuencia lógica acordada por el tiempo y el espacio.

En este caso The Hour of Prayer, en palabras de la propia artista, es una historia acerca de los lazos y la muerte, una narración que, utilizando como nexo común la muerte de un perro, quiere acercarse a la historia del proceso de duelo pero, claro está, poniendo al descubierto los matices biográficos y perceptivos más que al secuencia lineal y lógica.

Y es que, también en palabras de Athila, la pieza está basada en cosas que le sucedieron durante el año 2004, no tanto en relación a la muerte del perro como a la sensación de extrañeza y asombro que todo humano tiene a la hora de echar la vista atrás: ¿cómo hemos llegado aquí?, ¿somos actores de nuestras decisiones, o más bien es lo inexorable de una lógica desconocida e inmanente lo que ha ido poniéndonos en la senda día tras día?


 
Una cronología exacta donde la gravedad cesa, donde las cosas pierden su significado usual para fijar nuevas coordenadas. A poco que uno se autoconfiese, siempre parece haber una mano mágica, un determinismo nada determinado pero que acaba hilando acontecimiento tras acontecimiento para redundar en una identidad, la nuestra propia, que es más de cualquier otro que propiamente nuestra.

Mostrada en cuatro proyecciones simultáneas, la intención de la artista es explorar las posibilidades de la disrupción lógica de causalidades en referencia a un hecho tan original y autobiográfcio como pueda ser el del duelo. Si la primera parte del video sigue una secuencia lógica, donde imagen y texto remiten la una a la otra, poco a poco se va revelando que el presunto narrador está situado en un plató, en una extraña extensión de arena, para terminar la proyección con el propio narrador saltando de ‘escenario’ en ‘escenario’.

El narrador/espectador queda atrapado, en un impasse de tiempo que media entre un ya-sido irredimible y un será profético. Pero Athila es lista y bien sabe que todo discurso acerca de lo indescifrable de nuestra historia, de la pluralidad infinita de historias que van tejiendo lo indiscernible de la humanidad, no descansa en otra cosa –en otro abismo, podríamos decir- que no sea el del duelo. Desde Heidegger, la historia de toda subjetividad remite al tema de la autenticidad, al vínculo entre el cuidado de sí, el ser-para-la-muerte, la libertad y la responsabilidad.

Pero el error de Heidegger es contar únicamente con la muerte de cada uno, de cada Dasein como individualidad plena, como posibilidad última y vocada, cuando es más bien siempre la muerte del otro lo que nos interpela desde ese páramo que es hacia donde apuntaría el trabajo de Athila. No hay responsabilidad que no sea la de la culpabilidad, no hay culpabilidad que no tome la forma del duelo. No hay existencia que no esté lanzada en pos de un duelo interminable, aquel que nos remite a saber que no moriré nunca en el lugar del otro. Es sobre todo porque el otro es mortal, por lo que mi responsabilidad es singular e intransferible: “el esse humano no es conatus sino desinterés y adiós” dirá Levinas.


 
Solo el vestigio del otro en nosotros, la huella que es siempre huella del otro, la finitud de la memoria: como dice Derrida, “si hay una finitud de la memoria, es porque hay algo del otro, y de la memoria como memoria del otro, que viene desde el otro y retorna al otro”.

Cómo y qué narrar, preocupaciones éstas que están en el trabajo de Athila pero que tiene detrás toda una historia de la más grande filosofía, remite a la única posibilidad para no implosionar en nuestra mismidad: la posibilidad del duelo, de ser nosotros en la ilación perpetua de un nosotros siempre por-venir. Si la memoria es sólo nuestra no hay posibilidad de metáfora, no hay posibilidad de narración. Solo la memoria del otro, el duelo por la muerte del otro hace plausible el decir y el narrar aunque, claro está, también sepamos que nadie nunca responderá: en el decir de Derrida, “en el momento de la muerte el nombre propio permanece; a través de él podemos nombrar, llamar, invocar, designar, pero sabemos, podemos pensar que Paul de Man mismo, el portador de ese nombre y único polo de estos actos, estas referencias, nunca volverá a responder de él, nunca responderá él mismo, nunca más, excepto a través de lo que misteriosamente llamamos nuestra memoria”.

“La hora de la oración” entonces bien podría ser la oración por una promesa del no-olvido, de la imposibilidad de olvidar lo que nunca ocurrirá: una respuesta, una interrupción a nuestra espera, un ‘sí’ tan rotundo que haga legible la alegoría propia de la inteligibilidad.

Escribir para narrar nuestra propia muerte, filmar –como hace Athila- para exortizarnos contra nuestro propio olvido, para recordarnos que, en definitiva, la promesa es imposible pero inevitable.

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