viernes, 16 de marzo de 2012

SUPERVIVENCIAS (IMPOSIBLES) DE LA PINTURA



CARLOS CORREIA: SUPERVIVENCIA
GALERÍA FÚCARES: 08-03-12/21/04/12

Entrar, una vez más, a dejar claro las relaciones que median entre arte y pintura puede ser algo tan trillado y aburrido que apenas a uno le quedan ganas de ponerse a ello. Sin embargo, es esa confusión originaria en la que descansa el arte contemporáneo –la de basar su quehacer en una mala comprensión de la idea de autonomía como experimentación que cada práctica hace de su medio específico- la que le otorga a la pintura esa posición de excepción dentro del panorama general de la Estética y por la cual no nos cansamos, una y otra vez, de tratar de aclarar.

Ejemplificación precisa de las antinomias que la comprensión del concepto de arte como proceso dialéctico entre autonomía y caída en los mundos de la vida –de la fetichización y mercantilización-, la pintura encalla una y otra vez en ese ‘ser cosa del pasado’ con el que Hegel dio carta de ciudadanía a su tesis –tan celebrada como confusa- de la ‘muerte del arte’.

Silenciando el hecho de que todo arte lo es, en primer lugar, por la relación que hace mediar con aquello que no es arte, las narratologías del ‘fin del arte’ hacen gala de un historización del arte totalmente rígida, donde la frontera arte/no-arte, en lugar de quedar reconfigurada y desplazada a cada instante, da cuenta de una temporalización siempre a paso cambiado que no acierta a comprender que eso de dictaminar algo como acabado por no convenir con un concepto –este del arte- que se desplaza más rápido que lo hace la teorización no es un modo alguno una buena práctica.

En este sentido, las narrativas del ‘fin del arte’ son solo interpretaciones que, privilegiando un momento histórico, dan cuenta de una reconfiguración de aquello que cae dentro del campo de acción del arte para concluir que, habida cuenta de que dicho campo cambia notablemente, debido a que sus coordenadas suelen quedar desplazadas gradualmente, concluyen, un tanto dogmáticamente, que el arte ya no es lo que era, que su función ha cambiado y que, por ende, aquello llamado arte es más bien ahora otra cosa y que más vale dar por cierto su final y acabamiento.

En consecuencia, la pintura es y será la diana perfecta donde atizar a unas relaciones, la del arte con su propio tiempo, que, por el propio carácter del concepto de ate, se articulan siempre a posteriori.

Además, si la frontera que separa el arte y el no-arte queda reconfigurada a cada paso, si lo que vendría a ser una práctica artística crítica y capaz todavía de rearticular el sentido del arte en relación con su propio tiempom pasa por la reconfiguración de dicha frontera, la pintura tiene pocas oportunidades de ganarse el título de ‘capaz’ dado que la reconfiguración a la que pudiera remitir pareciera haber ya sido hace tiempo superadas por prácticas más capaces de vérselas con las políticas –por la disposición de espacios y tiempos, de competencias e incompetencias- auspiciadas por el ‘estado de la cuestión’ actual –hay donde la hiperfluídica de flujos convergen con los juegos de las hipertransacciones mercantilistas en tiempo real.

Así la pintura está destinada a un pozo sin fondo, a un callejón sin salida, donde su propia práctica remite a lo más capcioso del discurso estético: ahí donde autoreferencialidad y muerte del arte cierran toda discursividad a teorías más capaces de generar reflexiones más capaces de pensar el hecho artístico. ¿Cómo abrirse a crear nuevos disposiciones de lo sensible y lo político si sus efectos parecen a años luz de prácticas como la fotografía y el video?


 
Si Gerhard Richter tachó el lienzo, si Antonio López claudica en pintar un ‘simple membrillo’, es obvio que, si la relación imagen/representación está siempre mediada por el tiempo interno en la imagen, la pintura poco puede decir para un tiempo, el representacional, que ha implosionado en el corazón mismo de la imagen. Y si, de igual modo, esa estrategia de comprender la práctica artística como la experimentación de los propios límites, materiales y técnicos, de la propia práctica artística no puede calificarse de otra cosa que no sea una mala estrategia –heredera de los malentendidos de una autonomía mala comprendida-, la pintura, como decimos, está condenada a repetirse en sus preceptos, a dar vueltas sobre sí misma para, cada cierto tiempo, renacer o volver a morir.

Pero del mismo modo que pareciera condenada a su propio destino, la pintura, un ejercicio reflexivo de la misma, puede bien claramente resarcirse de ese pasado que se le autoimpone, renegar de su ostracismo displicente, olvidarse de esa destinación simplona que lo encierra como reliquia del pasado, olvidarse de juguetear más con estéticas pop y de lo kitsch. En cómo hacerlo radica, obviamente, el quid del hecho artístico: provocar una ruptura en el régimen de lo visible, lograr ver ese no-visto sobre el que queda amparado todo reparto político y sensible que define una comunidad de sentido, desconectar la mirada de los proceso de construcción de la subjetividad privilegiados por un mirar ideológicamente dirigido.

Carlos Correia ha titulado su exposición, la segunda en la Galería Fúcares, Supervivencia, en alusión directa a todas estas rémoras metadiscursivas que han ido construyendo un mejunje artístico que tan pronto aplaude sus posibilidades siempre nuevas como susurra el silencio de sus imposibilidad. No sabemos muy bien hacia donde se dirige su pintura porque, presumiblemente, no hay ningún sitio adonde ir –al menos en sus propuestas pictóricas. Si por una parte sabe –pues así lo comenta- la incapacidad de la pintura para representar el día a día, por otra parte lo sigue intentando en cada una de sus piezas, para concluir entonces en un quiero y no puedo, en una comprensión de la pintura como eso que hemos dicho que no debe de ser: un ejercicio de exploración de sus propias condiciones de posibilidad, un ejercicio narcisista de autodefinición y autoreferencialidad.

Y es que además, si la pintura ya no es capaz de representar el mundo global de hoy, es porque la práctica artística hace ya tiempo se desancló de quedar referido a su capacidad de representación. Nadie quiere, y para nada vale, un arte como representación de lo que hay ahí fuera: el arte ha de intervenir, provocar rupturas, modificar las fronteras entre lo visible y lo invisible.

Parece que Correia dicta que es en la rapidez con que las imágenes ahora se multiplican donde radica la condena que más radicalmente pesa sobre la pintura. Así, lo mismo que hizo Manet con el ‘Fusilamiento de Maximiliano’ realizándolo en caliente, Correia se fija en los eventos del las protestas globales (15-M y demás) para mostrar las (im)posibilidades del medio a través del propio mismo. Llama a una reinterpretación de la historia de la propia pintura, pero mucho nos tememos que dicho ejercicio, aunque no dudamso de sus buenas propuestas, no redundaría sino en una copia parodiada de una historia llena de confusiones, historias tergiversadas y narraciones enmascaradas. En pocas palabras, no hay ‘supervivencia’ posible para una práctica que sigue enredada en sus complejos históricos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario