lunes, 4 de febrero de 2013

SIERRA/GALINDO: LOS ENCARGADOS


 
SANTIAGO SIERRA/JORGE GALINDO: LOS ENCARGADOS
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 02/03/13

 (texto original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=424)

 
Una procesión muy especial: siete coches de alta gama subiendo desde Plaza España por la Gran Vía madrileña hasta la Cibeles. Siete coches que cargaban con otros tantos retratos, situados bocabajo, del Rey y los seis Primer Ministro que ha tenido la democracia española: las caras visibles del régimen, "las de los encargados –como dice Sierra- de representar los intereses de la banca, del Pentágono, de Roma, de los terratenientes, del Ejército".

Como todo el trabajo de Sierra, la procesión en sí misma remite a un hecho social que, al devenir imagen-espectáculo, corre el riesgo de perder su potencial. Sin embargo, este trabajo no entra, pensamos, en complejas dinámicas en relación a las correctas relaciones entre arte y política: simplemente dar visibilidad al descontento ciudadano y a la indignación, representar el descalabro socio-político en una procesión con tintes de funeral.

 Efecto centrífugo de esta crisis que estamos viviendo es la interrogación que a cada uno se nos hace acerca de si estamos, o no, a la altura. A la altura de los tiempos, a la altura de las necesidades. Estar a la altura. ¿Estamos a la altura?, ¿está la sociedad a la altura?, ¿está el arte a la altura? Porque si ellos no, si ellos –políticos y adláteres- no lo están, eso no quiere decir más que una cosa: que la necesidad de respuesta nos rebota multiplicado su efecto devastador por cien.  

Pero quedémonos con la pregunta que nos importa aquí, la del arte. ¿Está el arte a la altura? Es decir, de una vez por todas, ¿está sirviendo el arte para algo? Porque nos cansamos de decirlo, se nos llena la boca: arte-político, como si fuera una coletilla, una obviedad que adjetiva lo común de unas prácticas llamadas a provocar un desacuerdo en el entramado sensible de la comunidad. Pero, ¿político, ahora que parece tener la oportunidad, es el arte político?
 
 

A estos efectos, por ejemplo, todo lo sucedido a raíz del 15M ha ayudado a dirimir posiciones en cuanto a la necesidad y utilidad del arte contemporáneo a la hora de servir cómo ámbito de resistencia y antagonismo a los poderes ya vertebrados del capital. Porque si bien es cierto que todo lo que sucedió a raíz del 15M no es arte, puede decirse sin embargo que sí tiene que ver bastante con ello. Es más: el 15M pareció encarnar a la perfección lo que desde teorías cercanas a la estética se estaba teorizando en los últimos veinte años: Miguel Ángel Hernández da una lista casi ad infinitum: “el evento de Badiou, la comunidad que viene de Agamben, la razón populista de Laclau, la visibilización del desacuerdo de Rancière, la fuerza de las multitudes de Hardt y Negri, el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari, el antagonismo nsocial de Mouffe y Laclau… y mucho más: lo común, lo anónimo, lo participativo, la política de lo amorfo, lo sensible… cuestiones todas que han sido puestas sobre la mesa una y otra vez en el ámbito del arte”.  

Pero este “tener que ver”, este extraño aire de familia no es más que el principio de la cuestión. Porque el problema, apenas se plantea, se duplica en ambas direcciones: del arte hacia la política, y viceversa. El problema es que si lo político es asimilado por el arte, además de desactivar al propio movimiento, también –como corolario- se infiere que el arte es incapaz de actuar en la realidad. Y a la inversa, intentar desvincular totalmente el movimiento de lo artístico para no desactivarlo, se termina por incurrir en la misma desavenencia: que el arte carece de cualquier capacidad política para transformar las cosas.

Es la misma problemática a la que atendió Hannah Arendt cuando en La crisis de la cultura, en 1968, argumentó que el arte verdadero no tiene utilidad y por eso no debe de llamar a la acción política. Según Arendt, el arte y la política son dos esferas separadas: si la acción política implica medios o fines, por el contrario el arte es autónomo y no necesita justificación. De modo concluyente afirma que, cuando el arte tiene como finalidad la política, se convierte en propaganda. Que tales afirmaciones descansen en una mala comprensión de la noción de autonomía, que el ámbito público haya cambiado radicalmente desde el 68 hasta ahora, son obviedades que si bien desaprueban determinados criterios, han de hacer el esfuerzo de encontrar vías de comunicación más pertinentes entre el mundo del arte y el de la Realpolitik.

Mucho se podría entonces hablar acerca de las relaciones entre arte y política, relaciones que, sin anular el potencial de ninguna de ellas, deberían concitar la posibilidad del disenso, la articulación rupturista de un régimen de sensibilidades comprendido como nuevo reparto (en la terminología de Rancière) de sensibilidades. Pero lo que al menos sí puede decirse es que movimientos sociales actuales han encontrado en el arte una manera de lograr visibilidad. Es decir, una estética precisa a sus intereses, una ocupación del espacio público llamada a redirigir las visibilidades.
 
 

Porque de eso era de lo que se trataba: hacer que la voz de los “sin voz” sea visible, adquiera visibilidad, que lo invisible se torne visible. Lo importante del movimiento indignado es el de haber dado visibilidad a una nueva subjetividad, a una nueva víctima que, al contrario de lo que suele suceder, es capaz de tener voz, de hacerse visible. Y, en este régimen, ser visible es entrar en la política.

Es en este punto preciso donde se levanta la obra de Sierra y Galindo: dar visibilidad, otorgar una representación a la indignación que el sistema democrático provoca actualmente en el ciudadano medio. La indignación surgida como respuesta a la obvia desigualdad estructural que evidencia un sistema democrático con tics adquiridos, señala bien a las claras a su propio mito fundacional: el mito de la Transición. La democracia, deficitaria en primer momento por razones obvias, no fue nunca objeto de acicalado por los caciques de la cosa comunitaria, sino que, más bien, sirvió de repetición paranoide con la que poner trapos mojados a un sistema que se caía –y se cae- a trozos.

            Lo que escenifican estos artistas es el hecho de que la indignación no remite únicamente a un momento concreto y actual de la historia política española, sino que llega hasta la misma génesis del régimen democrático: en el origen de la gran crisis económica, institucional y política del país subyacen las carencias democráticas del pacto de la transición, la ausencia de la separación de los poderes del Estado, la falta de controles democráticos y de una ley electoral representativa, lo que ha favorecido la llegada al poder de gobernantes de escasa calidad (de Zapatero a Rajoy, y sus respectivos gobiernos) con responsabilidades directas en la grave crisis social del país y en la “corrupción ambiental” del Estado.

Porque la falta de democracia real que se aduce no se refiere sino a la confusión que ha reinado en la España democrática desde su reciente advenimiento en 1977: democracia no es reparto de voces, dar a cada uno la voz que le corresponde –dar a cada uno lo suyo-, sino, como diría Rancière, compartir una cierta batalla por el dominio del lenguaje capaz de rediseñar constantemente la distribución de las competencias. Partir de una igualdad de facto desde donde las competencias y los tiempos, las voces y las capacitaciones, basculen y se precipiten en desequilibrios disensuales capaces de articular un Nosotros como “elaboración del mundo sensible de lo anónimo, de los mundos del eso y del yo, de donde emergen los mundos propios de los nosotros políticos”. Porque no hay democracia sin asimilación de la razón del otro, el que no tiene voz, el que no es nadie. La indignación, pues, como movimiento necesario para la dinámica democrática capaz de aceptar la disidencia, la ruptura, la razón, en definitiva, del otro.

Es decir, en esta época post-ideológica, el advenimiento de resistencia social solo puede venir dado a raíz de una extraña moralización del capitalismo, moralización paradójica que logra dos suculentas victorias: autoevidenciar al sujeto indignado se como víctima, y señalar a los responsables del daño. Así, Gonzalo Velasco Arias comenta –en el indispensable libro El arte de la indignación- que “por primera vez en mucho tiempo, la insistencia en la necesidad de repartir la responsabilidad del riesgo fue evidenciada como un mecanismo de poder”.
 
 

Pero, por otra parte, asentada la indignación en una visión un tanto maniquea de la realidad, la necesidad de moralizar el capitalismo se convierte en una etiqueta que, apenas año y medio después, ve como la tibieza moralizante de la indignación se queda pequeña ante los últimos acontecimientos que jalonan nuestra realidad política. De juvenil vía de escape, de celebración panfletaria ante la que se nos venía encima, la indignación parecía buscar una resaca colosal para la depresión ante la que nos vemos lanzados.

Y aquí, de nuevo, se levanta la obra Los encargados: cuando la indignación moralizadora, cuando la remisión a la disidencia como premisa implícita de la titularidad como ciudadano del propio estado parece haberse quedado corta, Sierra y Galindo amplían la indignación para comprenderla como capaz de sublimar el malestar individual en un antagonismo de clase que genera importantes rendimientos políticos, tantos como para renegar de un régimen al completo, como para señalar con el dedo a cuantos culpables haga falta.

Así, las estrategias de materialización benjaminianas de la historia son ahora validadas como modos de enjuiciar la historia, de someterla al paredón de los ajusticiados. No remover las estructuras de lo que se ha hecho visible para hacer posible otro sentido escondido, sino, simplemente, negar la mayor: la historia, aquí y ahora, dicta sentencia contra lo ya-sido, contra el pasado, contra quienes fueron los encargados de delinear su líneas maestras. Se trata de traer la memoria del pasado pero no con visos de lograr redención alguna sino, más bien al contrario, para dirimir un enjuiciamiento general, un NO rotundo. No se trata de comprender que la esperanza está en el pasado, sino que la esperanza está en el presente debido a la gran negación con que se cifra el pasado.

Solo se puede juzgar la historia estando en el margen, y eso, actualmente, es lo que es capaz de inferir el movimiento indignado: no ser participe, ser víctima, estar en el afuera. Y es que, en un efecto inverso, eso es lo que provoca el sistema capitalista: la conquista paulatina de cada vez más ámbitos de vida a expensa de que sus habitantes se sientan cada vez más amenazados, sino incluso expulsados de ese sistema que dice beneficiarle. Como profetizó en su día Baudrillard “al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”. Ahí es donde estamos: una crisis, una reordenación de los efectos de ganancia, una redistribución de los costes para que el sistema se retroalimente de nuevo, pero que, al mismo tiempo, legitima a los “sin voz” para alzarla. 

Lo que logra Sierra y Galindo no es una precisa relación entre estética y política –de hecho no creo que les interese demasiado nociones como la de autonomía o indecibilidad estética. Lo que logran es dar cabida, crear el espacio, para que otros imaginarios representativos puedan tener lugar. De eso, cómo decíamos al principio, va el arte: de practicar y ensayar con las visibilidades para organizarlas de otra manera. Si como decía la teoría mesiánica de la historia de Benjamin “no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria”, Sierra y Galindo articulan una procesión donde la historia no redime a las víctimas sino que, sin compasión alguna, condena a los culpables.

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