miércoles, 14 de agosto de 2013

PEOPLE HAVE THE POWER: DE LA MANIFESTACIÓN COMO MOMENTO IDEOLÓGICO

PEOPLE HAVE THE POWER (INÉDITOS 2013): COMISARIA LUISA ESPINO
 LA CASA ENCENDIDA: 24/05/13-08/09/13
  A colación también de lo sucedido ayer en El Cairo


Si hay algún efecto ideológico por encima de todos ese es el que sostiene que la gente, así en general –la gente-, tiene el poder. Asentado sobre esta falacia oscurantista, el poder puede, ahora sí, campar a sus anchas. Y es que el trabajo sucio, como quien dice, está ya hecho. Sobre este axioma, falso de cabo a rabo, Luisa Espino elabora una exposición que tiene en ella misma su mejor coartada: aplaudirnos por lo bien que lo hacemos y por lo mucho que nos indignamos, por lo bien que hacemos en exigir un cambio y en poner todos nuestros relojes en hora para la llegada de la revolución. Imagínate que viene la revolución -¿o es mejor decir solamente el cambio?- y nos pilla con la hora cambiada… Contra esa tan utópica posibilidad se erige esta exposición.

La práctica política radical ha devenido una paradoja circense de sí misma, como un proceso infinito que puede desestabilizar la estructura del poder pero, eso sí, sin llegar a socavarla de un modo efectivo. Y es que, en esto como en todo, lo difícil está en asestar el golpe definitivo: el hacha o la guillotina. Eso que separa: la Ley; eso que debe ser transgredido pero que, en su propia inscripción, ha sabido plegarse sobre sí mismo para hacerlo inviable. Que Badiou haya tenido que echar mano a un concepto tan poco asible como el de Eternidad para dar cuenta del paso al acto del Acontecimiento da una precisa medida del problema al que nos enfrentamos.

Así las cosas la política remite a su propio cierre ontológico, a una dialéctica inclusión/exclusión que, a las claras, meandrea sin llegar a ningún puerto más que aquel hacia donde el poder quiere dirigirnos. Frente a posiciones como la de Adorno o Foucault que creen en la existencia de un cierre total del mundo administrado en el que todos somos reducidos a la condición de objetos de la biopolítica, está esa otra vertiente–por ejemplo la de Rancière, aunque con muchos matices- que comprenden el campo social como una extensión gradual y parcial del espacio democrático, un campo capaz de acoger al otro. Pero, a efectos prácticos –y por ende teóricos- lo mismo da lo uno que lo otro.

Ambas posiciones responden al envés fantasmático de la ideología que simula ser nosotros quienes elegimos una determinada posición sin hacernos cargo de que la propia subjetividad es la imagen de nuestra propia respuesta al reino de la Ley, el efecto de decir “sí” al poder que nos interroga y nos fundamenta. Así por tanto, saber la lógica de la ideología o no saberla no cambia nada: ha quedado demostrado desde Debord que el propio proceso de emancipación remite a las instancias disciplinarias donde se nos exige una respuesta bien concisa: decir “sí” a la fantasía ideológica.


Zizek ha dado cuenta de esta situación nuestra apoyándose en Matrix: creemos que definimos un ‘yo’ autónomo pero lo único que hacemos es procurar energía a Matrix, al Otro. Somos instrumentos de la jouissance del Otro y despertar, despertar de la ideología, es descubrirnos como mecanismo fetal conectado a la máquina Matrix. Este es el hecho fundacional: que por mucho que sean nuestras súplicas, por mucho que clamemos en el desierto de lo real por una dosis de Verdad, no deseamos atravesar la fantasía, no deseamos ser desconectados.

Es decir, y aquí queríamos llegar, la propia ideología nos brinda la ilusión de que somos nosotros quienes tomamos las decisiones, quienes en última instancia tenemos el poder –que hemos de estar preparados para la revolución-, cuando lo cierto es que esa es precisamente la fantasía regulativa sobre la que se eleva todo el imperio ideológico del capital: hacernos pensar que podemos despertar, que podemos disponer de nuestro ‘yo’, de nuestra cuota de poder.

Cuando aquel mayo del 68, Lacan fue de los pocos en ver lo que “realmente” querían los jóvenes: “a lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán...” Es decir: un acelerón en la mecánica libidinal de la ideología, una incrementación en la pertinencia del deseo. Es decir: deseaban alimentar con más goce al Otro, a la máquina Matrix. Quizá no se entienda sin comprender la ideología como ese límite de lo Real donde se precisa siempre una distancia modulativa del deseo: una distancia lo suficientemente cerca de lo Real como para poder dar respuesta –ser incluido e inscrito en la lógica libidinal-, pero también lo suficientemente lejos como para que tales deseos no sean nunca satisfechos del todo (en tal caso nos descubriríamos como injertos de Matrix, y eso es “precisamente” lo que nadie desea).

Es decir, una distancia donde el deseo no sea ni satisfecho del todo ni negado del todo: sólo así podrá uno seguir viviendo cómodamente en sus bien asentados privilegios. Una de las más celebres pintadas en aquel París del 68, la que reza “seamos realistas: pidamos lo imposible” no deja lugar a dudas: pedir a la máquina ideológica justo aquello que sabemos no puede darnos para poder seguir conectados a ella “sin saberlo”, o –mejor aún- “sin querer saberlo”. ¿No es esa la situación de esta proliferación espasmódica de manifestaciones llamadas a decir a la Ley cómo ha de gastarse el dinero, cómo ha de ser repartido lo Real de la ideología capitalista? Repartirlo de modo, siempre, que uno –el manifestante, erigido en autoridad por el simple intento de querer moralizar al capital- obtenga su parte: lo mismo da la de ser escuchado por la Ley (porque ello le hará creer más en ella) o no serlo (porque ello le hará creer más si cabe en ella).

Así las cosas el poder no es algo que se posea (Marx) ni tan siquiera que se ejerza (Foucault): el poder es una instancia nodular de máxima intensidad que la ideología ve pertinente para su mantenimiento, es un asidero para que la fantasía ideológica no sea atravesada. El poder es la postulación de una distancia respecto al Otro cuyo efecto es una determinada relación exclusión/inclusión, un intento de mediar entre su supervivencia o su eliminación. La democracia, como no, funciona a este respecto como principal fetiche político, como desactivador fundamental de antagonismo sociales.

La democracia funciona como la pantalla ideológica más perfecta de modo que, como dice Agamben, el espacio democrático funciona como máscara con la que ocultar el hecho de que, en último término, todos somos Homo Sacer, excluidos. Uniendo vías de desarrollo teórico, bien puede sostenerse que el poder es la inscripción imaginaria que la instancia ideológica marca en nosotros para, de alguna manera, concedérsenos derechos políticos y ciudadanos, para imaginarnos que “somos alguien”.

Por tanto, al hilo de todo lo dicho, creemos que el ejercicio de política radical que en los últimos años colapsa el entramado democrático no atiende sino a la lógica de la pasión por lo Real postmoderna: un intento de ir más allá del velo de las apariencias pero que, paradójicamente, termina en un acto teatral, en la escenificación de su propio sabotaje. Un “limpiar la democracia” pero dentro de la democracia. Nada desea más la ideología que lleguemos a desear una “democracia real”: eso solo puede significar que sí, que nos hemos creído el embolado y estamos dispuesto a “todo” con tal de perfeccionar el sistema de mediación fantasmática con la Cosa Real.

El problema que se revela de todo este galimatías es que solo podemos ir en busca de lo Real eliminándolo previamente, haciéndonos remitir a coartadas simulacionistas para que el encontronazo nunca sea traumático. Es en este sentido que la Cosa Real es un espectro fantasmagórico cuya presencia garantiza la consistencia de nuestro edificio simbólico-ideológico, permitiéndonos así evitar la confrontación con su inconsistencia constitutiva (antagonismo). La ideología pues establece las distancias inclusión/exclusión más favorecedoras para ella misma y que son captadas por nosotros únicamente en su vertiente imaginaria.

La pregunta que se debe lanzar, la pregunta que el arte debe de intentar ensayar una y otra, es aquella que tratase de concebir una manera de atravesar la fantasía, de traspasar el umbral de lo Real. Eso no supone en ningún caso agarrarnos más fuertemente si cabe a la realidad, a ese retorno con el que fantaseamos plegados a la pantalla. La fantasía exonera siempre un resto de ser inscrito, un exceso que se resiste a la inmersión en la realidad cotidiana; dicho resto, si de atravesar la fantasía se trata, no puede venir dado en forma de realidad. De hecho no viene; pero sí somos nosotros quienes lo cogemos como realidad última –de asidero último- cuando ciertamente no puede volver más que en forma de apariencia: no es real, es un exceso, imposible de integrarse y que, precisamente por ello, nos acerca y nos separa del núcleo ideológico de lo Real. Es más: si de atravesar la fantasía se trata, solo puede retornar en forma de apariencia límite, como imagen situada en el umbral de lo soportable.

La fantasía, precisamente, es seguir sosteniendo que de nosotros depende que la realidad sea fundamentada, negada, involucionada o revolucionada. De ahí a pensar cada retorno de lo real como la posibilidad última que nos brinda la historia de hacer algo grande va solo un paso: precisamente el que se demuestra en estos tiempos de revuelta social no nos cansamos de dar una y otra vez. Es en este sentido que la verdadera revolución, el hito histórico que siempre estamos recelosos de llevar a cabo, es precisamente no el de ver y desenmascarar la parte de realidad que es una ficción (el famoso “ver bajo las apariencias”) sino, al revés, reconocer la parte de ficción, de nuestra ficción ideológica, en la realidad real.

Dicho a las claras: ficción es la fantasmagoría con la que creemos establecer una distancia correcta (subjetiva y democrática) con lo otro de nuestro deseo; ficción democrática es la ideología actual, aquella que se comprende como regulación normativa con la inclusión/exclusión del otro; traspasar la fantasía que sostiene como real dicha ficción es integrarla –experimentarla- bajo la forma de una imagen-apariencia catastrófica, una imagen capaz de arrasar todas las pantallas donde nuestra ficción es retrasmitida. Esta imagen solo puede ser la del Otro irrumpiendo en nuestra realidad como desmedida brutal –es decir, haciendo patente que no es tanto una realidad como una ficción ideológica-: como aniquilación radical –el campo de concentración donde el otro-judío fue aniquilado- y como irrupción brutal –los atentados del 11/S.


Dicho todo esto, ¿qué imagen debemos esperar, con qué imagen debemos soñar, qué imagen imposible hemos de investir cómo probable? No lo sabemos, pero el no saberlo no es indicador de nada. La Alemania nazi no sabía que deseaba la aniquilación judía ni los Estados Unidos sabían que soñaban con la visión catastrófica de una pesadilla. Alguna imagen habrá, algo habrá que no seamos capaces de soportar…

Quizá -y sólo quizá pues inicio aquí un intento de reflexión que igual nos sale por peteneras- lo ocurrido ayer mismo en El Cairo sea ese Gran Otro nuestro que no somos capaces de insertar en nuestra lógica simbólica. Y es que la propia ideología democrática limpia el campo social para que nunca ocurra lo increíble: que alguien pueda morir por la Causa, ser asesinado inocentemente por la Causa. Eso quizá sea –en último extremo- el envés maquínico de la ideología del capitalismo: que toda imagen catastrófica que nos venga a molestar es destinada a dar por bueno que el horror es siempre eso que sucede allí. Así pues, una acción revolucionaria real consistiría en atravesar la fantasía, en hacer irrumpir nuestra realidad por una imagen tan potente que socave toda la organización libidinal del deseo sobre la que se fundamenta la ideología democrática.

En el catálogo de la exposición un texto de la propia Luisa Espina menciona incluso el ejemplo de Egipto: “nos había llegado desde Egipto la experiencia de que, para desafiar el estado de cosas, hay que tomar un lugar y hay que construir ahí un espacio para todos”, dice uno de los activistas del 15M. ¿Cómo debería ser recibido hoy en el Occidente civilizado y movilizado el hecho de que esta construcción comunal, después del correr de fuerzas de poder en el gobierno, haya acabado con la limpieza del lugar con el asesinato de cerca de 100 de estos manifestantes? Sí, esa sin duda sería la imagen de lo increíble en el seno de la ideología democrática occidental: el acontecimiento de lo increíble. La pregunta que tiembla entonces y rasga el aire solo puede ser una: ¿qué deberíamos de empezar a desear y soñar, qué es lo último que estaríamos dispuestos a ver, cómo de cerca queremos situarnos de lo Real, qué causa estamos dispuesto a defender hasta la muerte? Y es que la muerte, vista en el otro ideológico, en el terrorista suicida, en el kamikaze, pero también en los manifestantes que se quedan hasta ser asesinados aletea el cierre ideológico: ¿cómo es posible que haya gente que esté dispuesto a arriesgarlo todo por una idea?

Mientras no reflexionemos acerca de esta situación ideológica en la que nos encontramos, mientras no seamos al menos capaces de descubrirla aferrada a nuestra propia subjetividad, no seguiremos dando más que palos de ciego riéndole las gracias a un ejercicio político donde la acción política se contenta con hacerse visible en un campo escópico-ideológico para el cual siempre llega tarde: no podemos imaginar movimientos políticos que no sean siquiera simbólicamente inscritos de antemano en el código escópico dado por bueno por la ideología. Estar conectados –repetimos- a la máquina Real tiene estas cosas: que aquello que hagas visible (políticamente visible) no es más que un reagenciamiento libidinal con el que recargar a Matrix.

Si algo, para acabar, nos ha de enseñar lo sucedido ayer en El Cairo –algo que precisamente no enseña esta manía persecutoria occidental de ponerlo todo limpito y bien ordenado en un museo- es que debemos empezar por el lenguaje y por la palabra “aquí”. Es decir: “¿cómo es posible que esto suceda?” debe ser la pregunta a hacerse: sólo así puede empezarse a dar forma a la fantasía ideológica y atravesarla: no dejar el horror para lo que les pasa siempre a los otros, a los de allí, sino empezar a soñar y fantasear con que el horror termine por acampar aquí, entre nosotros.

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