viernes, 9 de agosto de 2013

ALFREDO JAAR: LA POLÍTICA DE LAS IMÁGENES




ALFREDO JAAR: LA POLITIQUE DES IMAGES
ÉGLISE DES FRÈRES-PRÊCHEURS, ARLES: 01/07/13-25/08/13

Como fin de traca de su exitosa andadura, la revista Estudios Visuales publicó hace ya un par de años un último número dedicado a reflexionar acerca de la posibilidad de eficiente resistencia estética. Allí García Canclini escribió una frase que sin duda ha de quedar grabada a fuego en la mente de todos los que de una u otra manera nos dedicamos a esto de la reflexión cultural: “la tarea del arte crítico es deconstruir la ilusión de que existen mecanismos fatales que transforman la realidad en imagen, en un cierto tipo de imagen expresiva de una única verdad”.



Realidad, imagen, verdad y mecanismo conjugadas en una misma sentencia donde, para más inri, se intenta definir las condiciones definitivas del arte crítico. No hace falta ser un lince para percatarse que la aparente simpleza de la frase no es más que un rasgo de excelencia simplificadora del propio autor pero que hay muchas cosas, quizá demasiadas, escritas entre líneas. Cosas que se dan por sabidas pero que –y aquí es donde la cosa se tuerce– todavía parece no nos hemos enterado.


La frase de García Canclini sienta las bases desde donde especificar la urgencia de este nuevo tiempo: no hay distancia realidad/apariencia, no hay mecanismo diabólico que convierta las unas en las otras, no hay –corolario primero y principal– ya ninguna verdad oculta bajo apariencia alguna. El sistema, simplemente, se ha perfeccionado. Es decir, se ha pasado de una noción de ideología como “falsa conciencia” a otra como producción fetichizadora de relaciones sociales donde, además, cualquier momento de falsedad en su proceso de objetivación ha quedado anulado. La pantalla-mundo es precisamente eso: una panavisión que hace coincidir espectralmente la mirada con el mirar: a cada acto de ver una imagen, unívocamente referenciada, una imagen que corta al plano escópico-social permitiendo una perforación topológica, un efecto superficial comprendido como juego de identidad. A cada cual, entonces, lo suyo, su propio mirar, su propia mirada. El régimen disciplinario de toda ideología puede cruzarse ya de brazos: no hay afuera para una mirada que lo ve todo, ser sujeto pasa únicamente por acoplarse a esta mirada global.





Sin embargo: lo perfectivo del sistema se torna maquínico al comprender una instancia con la que, en principio, no contábamos. Precisamente aquella por la cual el sistema nos empuja a creer que todavía estamos en la anterior etapa: es decir, que aún hay una posibilidad de escape, de ver bajo las apariencias, de llegar a discernir un momento de verdad no adulterado.



Pero esto no es más que el simulacro más perfecto: el propio proceso de superación objetiva de la fractura frente a la naturaleza no es más que un momento más en el proceso de separación el cual, por mor de esta regresión ad infinitum, puede repetirse una y otra vez, separando siempre a los que creen en el simulacro de las imágenes de aquellos otros que no creen. Rancière lo dice, creo, mucho mejor que yo: “la ciencia que prometía la libertad era también la ciencia del proceso global cuyo efecto es producir indefinidamente su propia ignorancia”. Es decir, encerrados en un proceso de crítica que solo desvelaba su propia ignorancia, la ciencia que prometía la libertad se afanaba en descifrar, infinita e inútilmente, imágenes engañosas y a desenmascarar formas ilusorias. Así pues, el mismo conocimiento de la ley del espectáculo es una etapa, la más perfecta si se quiere, del propio engaño: “conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad”, diría Débord, el pope del espectáculo como forma última de control ideológico.


Total y resumiendo, que frente a lo que pudiéramos aún creer o saber, no hay nada que saber ni que creer: la ideología del espectáculo nos empuja a sostener una noción periclitada de ideología como ocultación, como falsa conciencia de la que somos de una u otra manera capaces de salir. Pero no es así en absoluto: no hay afuera a la ideología –eso ya lo sabía Althusser- y pensar que lo hay no es sino el mayor y más rápido triunfo de la ideología. La distancia se ha hecho cero, el sentido ha implosionado y el mecanismo de ocultación, de transformación de la realidad en imagen, se hace innecesario. Estamos colgados en un mundo-imagen construido como copia sin original, como mapa de un territorio ya volatizado. En este sentido, si hay algo que hay que tener claro es que ahora las imágenes no son ni verdaderas ni falsas: simplemente “son”. El secreto está a la vista de todos y, quizá por ello, somos incapaces de verlo. El secreto oculta el propio ejercicio de ocultación de la realidad bajo una espesa capa de apariencias. Nuestra imagen-mundo es una profusión de imágenes donde, a decir verdad, no hay nada que ver. ¿Lo sabemos?, ¿no lo sabemos? A la ideología del simulacro, sinceramente, le da lo mismo.



Así las cosas –y de ahí lo axiomático de la cita de Canclini– el arte no debe de afanarse ya más en echarle una ojeada a las imágenes en busca de un momento de sinceridad bajo las apariencias, ni –en el polo opuesto pero que hemos descubierto es el mismo ideológicamente- debe de tratar de hacernos ver cómo esa búsqueda de la excepcionalidad mediática –ahí donde las imágenes se nos revelaran verdaderas o falsas– es algo de por sí imposible. El arte debe de trabajar críticamente con lo que sabe es la seguridad de la ideología en la que nos movemos: que nuestras relaciones sociales, las relaciones entre los hombres y sus condiciones de productividad –ahí donde Althusser descubrió funcionaba la ideología- es algo ahora mediado imaginariamente por imágenes.



El arte crítico ha de trabajar rasgando el tejido simbólico e imaginario sobre el que hemos fundamentado nuestras relaciones, pero no para arribar a la verdad, no para dar por cerrado el proceso de emancipación. Estamos en las imágenes y no podemos salir de ellas. Nuestra identidad solo conoce una forma de construcción y es enfrentándose especularmente a este constructo imaginario.


Lo urgente por tanto, lo inminente, es salirse de una crítica que denuncia el momento de disolución de la realidad en imagen y proponer otro modelo donde lo que preocupe es desvelar los dispositivos por los cuales lo ideológico es todavía percibido como un momento de falsedad en el proceso global de recobrar la unidad perdida. Es decir, hay que entrar a saco a comprender los mecanismos mediáticos de distribución y producción de las imágenes, entrar a comprender cómo somos capaces de ver lo que vemos, cómo nuestras miradas coinciden unívocamente con lo que se espera ver. ¿Cómo es posible que nuestras expectativas como espectadores nunca sean defraudadas?, ¿cómo es posible que siempre veamos aquello que deseamos ver? Ya sea para disfrutar o para indignarnos, siempre vemos lo que esperamos ver.





Es en este sentido que el trabajo del artista chileno Alfredo Jaar se torna indispensable en el mundo hiperconsensuado de hoy en día. Y es por ello que, aunque no sea un fotógrafo al uso, la pertinencia de su presencia en un festival como los Rencontres de Arles se convierte en un acontecimiento fundamental, fundamental para entender los mecanismos políticos de las imágenes y, por ende, el estatuto epistemológico del mundo actual.



Alfredo Jaar ha fundamentado su trabajo sobre una única premisa: desconectar cada momento de la producción de imágenes de lo que puede pensarse es su lugar apropiado. Producción, distribución, recepción, contemplación,…: cada momento está dirigido, como hemos querido hacer comprender más arriba, a ocultar el proceso de eliminación de lo real. Para ello el artista, sabedor de que los polos antagónicos han devenido mero simulacro, interroga igualmente a la imagen como al espectador para forzar y hacer evidente el tinte simulacionista del constructo social y mediático.


Para decirlo brevemente, la ideología espectral que nos anima actualmente nos hace pensar que todavía cabe la posibilidad de una salida a la sociedad del espectáculo proponiendo una disyuntiva donde todo espectador, quiera o no quiera, ha de situarse: ¿hay pocas imágenes o hay más bien una saturación? Esa bien puede decirse que es la pregunta a la que nos invita la ideología y que Jaar recoge para retorcerla hasta que se nos revuelva como fantasmagoría de sí misma. Y es que en esa pregunta está prefigurado todo el proceso de distribución y producción de imágenes: quién las produce y distribuye, cómo nos la da a ver, cómo prefiere que sean contempladas, qué efectos persigue. En definitiva: quién ve qué en qué canal y con qué efecto.





Para ello, multitud de estrategias: repetición nauseabunda de una misma imagen, ocultación, reapropiación, dilatación de la expectativa, defraudar la mirada, violentarla, socavarla. Desvelar los mecanismos dromóticos de una mirada para que, en algún momento, no coincida consigo misma, para que surja la interrogación por el qué o por el cómo, por el efecto que perseguimos o por el que, incluso, como Kevin Carter, morimos.



En definitiva, la lógica que trata de desmontar Jaar es aquella, ennoblecida desde el mainstream, de que, ahora ya por fin, una vez arribados al mundo feliz de la tecnodemocracia, podemos verlo TODO cuando, más bien, sucede todo lo contrario. Aquello que podemos ver, que se nos da a ver, remite a unas relaciones imagen-capital/poder donde es solo una pequeña parte seleccionada lo que pasa los filtros mediáticos. Si la realidad siempre es un proceso en construcción, es ahora cuando la lógica cibercapitalista de la era digital tiene al toro cogido por los cuernos: ni siquiera ha de enseñarnos la mercancía, basta con hacerla intuir, con darnos a ver (no-ver) el reflejo dorado de la fantasmagoría en que queda asentada la tecnorealidad actual.


Quizá no podamos salir de la ideología, quizá no podamos dejar de ver imágenes hasta quedarnos ciegos, quizá incluso la perfección ideológico del simulacro hace inviable el hacer “como si”, pero, por lo menos, la pregunta ha de mantenerse. Quizá no sea más que la última carcajada de un mundo que se ha reído en nuestra cara: ¿cómo no pensar así si conquista y disolución del mundo han terminado por coincidir? Si como dijo Susan Sontag “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”, el trabajo de Jaar va dirigido a hacer de ese cinismo algo más que una sintomatología epocal: hay que revelar lo que sabemos, vomitarlo si hace falta. No con el fin de tratar de revelar el secreto ni para eliminarlo, sino con el propósito –y aquí enlazamos con la cita de García Canclini- de mantener el secreto, mantenerlo oculto, pero mantenerlo, hacer que la pregunta siga siendo preguntada: sabemos que no hay respuesta, que no hay salida a la ideología, pero –si cabe solo por eso- no podemos dejar de preguntarnos. Antes de la volatización del mundo, es lo único que nos resta por hacer.

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