LEANDRO ERLICH: LOST GARDEN
GALERÍA NOGUERAS
BLANCHARD: 25/05/13-20/07/13
Hay una cita de Vattimo muy celebrada y que, para el caso que nos ocupa, bien puede
saludarse como leitmotiv: “la trasformación más radical que se ha producido
entre los años sesenta y hoy, en lo que respecta a la relación entre arte y
vida cotidiana, se puede describir, me parece, como paso de la utopía a la
heterotopía”. Es decir, el pensar imaginativo está amputado de cualquier
consideración utópico-redentora y, en la era de lo post, solo caben alegaciones para un palimpesto topológico que
venga a salvarnos de la ruina generalizada. Mixtura de espacios, entonces, para
anestesiar el horror de estar arrojados a un habitar inhóspito.
Así, si como Jameson sostuvo y Cereceda hace
bien poco ha recordado, uno de las signos distintivos del arte postmoderno es
la sustitución del tiempo por el espacio, ello no es por otra razón que por la
introducción de lo aberrante en el seno de lo real. Esta injerencia de lo aberrante
hace patente que no existan más que posiciones ideológicas ocupadas en hacer
todo lo posible por simular un hogar ahí
donde, más bien, solo tiene lugar el horror. Y es que cuando el tiempo se ha
desquiciado y el pliegue representacional queda cerrado, solo nos queda un
manierismo barroco capaz de dotarnos de efectos escópicos de profundidad y que,
transidos de impotencias, solo den en ofrecernos lo aberrante de unas
arquitecturas fantasmáticas.
Así entonces, lo aberrante remite al
hecho de que el pliegue entre la realidad objetiva y la realidad virtual se ha
resuelto como inoperante frente a una nueva ideología de base: aquella que hace
percibir todo espacio como la enajenación de una familiaridad ya perciba y
descompensada. Ya no hay posibilidad de referirse a una verdad bajo las
apariencias ni a un secreto fundacional que ha terminado por resolverse como
inoperante. Así, el secreto acampa a sus anchas y, desconectando toda
posibilidad de emancipación, solo sabemos que estamos acomodados en lo
inhóspito, arrojados al continuo acontecimiento –vigilado y retransmito
on-line– de la ruina. Y es que el secreto (heimlicht)
está siempre en casa (heim): estamos
ya expatriados y, como dijo aquel, en ningún sitio mejor como fuera de casa.
Lo aberrante –resumiendo– está
entonces en la visión que, zaherida en una profundidad que no encuentra, se
trastabilla en encontrar un punctum,
una salida. No habiéndola, habiéndose cerrado el pliegue escópico en una
inmediatez de lo mismo, la visión se entronca sobre su propio eje para hacer
saltar la chispa de lo inhóspito. Reducida la perspectiva a cero, la mirada se
enajena haciéndola confluir con su propia extrañeza. En definitiva, la mancha
humana ha resultado incapaz para crear un sortilegio frente a lo real. No somos
nosotros los que miramos, es la imagen la que nos mira: incapaces de
encontrarnos preferimos evitar cualquier encuentro traumático con lo real dejándonos
seducir por el reino inhóspito de lo aberrante.
No obstante, no debemos establecernos
en el silencio ante lo pavoroso y comulgar con ruedas de molino para, de una
manea u otra, seguir sobreviviendo pese –y gracias a– la decadencia
generalizada. Tenemos que tener las agallas para tener conciencia de que eso habita entre nosotros; no ya solo que
existe lo pavoroso, sino que está, precisamente, ahí mismo donde habitamos.
En eso consiste, pensamos, el trabajo
de Leandro Erlich: crear la
heterotopía como salvoconducto con el que conjurar nuestra silente
claudicación. Enajenar la mirada, violentar la visión, crear la paradoja en
perspectivas que “ven” solo siendo vistas. Es decir, la autoreferencialidad
como estrategia para pervertir una mirada que no puede seguir siendo tan
cainita.
Pese a esto, el trabajo de Erlich puede también ser susceptible de
ideológico, de reaccionario. Porque, ¿no es también ideológica la postura que
postula la existencia de una serie infinita de realidades virtuales que se
reflejan unas en otras?, ¿no es calibrar erróneamente la impronta de sus obras
con apelaciones a la sorpresa que causa
una percepción desquiciada? Incluso, apelar a interactividades es querer
minusvalorar la potencia de su trabajo. Es decir, querer dar cuenta de esta
ruina histérica, amnésica y desoladora que supone el espacio de lo post para
hacer de él un circo interactivo, una pantalla más donde el espectador pase un
buen rato en su existencial extrañeza, es tener por poca cosa el calada de esta
estrategia de acoso y derivo del artista argentino.
Es decir, no hay lo ficticio por
contraposición a lo cotidiano; no hay lo siniestro por contraposición a lo
hogareño. Si el espejo, por ejemplo, y según la definición de Foucault, es una heterotopía, lo real
no es ninguno de los dos lados del espejo, sino la superficie misma del espejo,
aquello que no se puede tocar porque, de hacerlo, la propia huella dactilar impediría
la visión. Lo real es entonces la propia visión aberrante, la pantalla misma
concebida como el obstáculo que desde un principio siempre distorsiona nuestra
percepción del referente
En definitiva, no hay un dentro y un
fuera, un real y un irreal: el espacio de la heterotopía es el espacio propio
de la mirada, un espacio que ya no sabe de perspectivas ni profundidades sino que
se ahoga en un infrafino duchampiano. Pese a que hay teóricos que citan a Borges –quizá por cercanía nacional–
para explicar la obra de Erlich,
nada más lejos de la realidad: si de algo estamos huérfanos es de ese aleph
multidimensional, de ese multiuniverso esférico que lo ve todo desde cualquier posición.
Ese aleph, se mire por donde se mire, remite a una utopía hace ya tiempo
abortada: la técnica reproductiva de las imágenes no han venido a ampliar el
mundo, sino a condensarlo en un aura nueva; no ya esa lejanía de Benjamin, sino un aura cifrado en el
sex-appeal de la imagen que refulge centelleante en la pantalla, una imagen que
aúna –en su instantaneidad- la máxima voluntad de poder.
El interés por tanto, y para terminar,
de la obra de Erlich no es ofrecernos
el otro lado del espejo, la panavisión escópica de un mundo reflactado hasta la
enésima potencia. Es, por el contrario, el ofrecernos la mirada aberrante de
quien está perdido en su propio hogar, en su propio habitar. Quizá entonces sí
que tenga razón el artista al cifrar la experiencia estética de su obra en una
cierta mirada de melancolía: “pienso en la melancolía como un climax a la
espera en algunas de mis obras, aunque también tenga el aspecto lúdico”
La pregunta entonces, eliminando esa
vertiente de divertimento que el propio artista no termina de negar, solo puede
ser una: ¿es mejor esto que la
intemperie?
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