viernes, 28 de febrero de 2014

FERRÁN ADRIÁ: SEÑALES PARA CREER


Su Alteza el Príncipe Felipe haciendo la estatua o conteniendo la respiración muy fuerte.
 ARCO’14: STAND EL PAÍS
           
Sí, desde luego que podríamos dejarlo pasar, olvidarlo como una mala pesadilla, encardinarlo dentro de esas tectónicas desde las que se mueven los medios de comunicación de masas y su angustia por la visibilidad que creen merecerse. Desde luego que podríamos hacerlo, pero no lo vamos a hacer. Claro está que las oportunidades para reflexionar sobre la disolución del arte a manos del propio arte se reproducen como bacterias, pero, otorgándole la atención que el medio de comunicación trata de atesorar (en este caso El País), nos vemos en la necesidad de entrar al trapo y devolverle su propia puñalada trapera. 
Y es que sucede que de tanto en cuanto, aunque realmente es demasiado a menudo, el arte no tiene misericordia ni consigo mismo. Vale que la inmediatez tecnológica haga de la necesidad virtud y nos cuele de rondón una estetización nada difusa de los mundos de vida que, con el sambenito de la chulada, anestesie nuestra visión en un “me encanta” tan fatuo como enervante. Eso, como decimos, vale; es aceptado. Pero encima poner la cama ya es otra cosa. Cierto que el propio Adorno supo ver que “lo que el arte elabora le oprime” y que, por lo tanto, no hay que escandalizarse de lo que uno llegue a ver. Pero no quita que, a los que más o menos solemos estar al tanto de lo que se nos da a ver como arte, nos sorprendamos al descubrir una geta tan dura como para hacernos comulgar con horteradas semejantes. En todo caso, si ya lo hizo la Documenta de Kassel, ¿quiénes somos nosotros, pequeños españolitos de a pie, para no seguirle el juego al mastodonte bienalístico?
Negativamente hablando quizá deberíamos de alegrarnos de que ellos, los otros, los anuladores, los tecnócratas culturales, no se anden con chiquitas y nos lo den todo bien mascadito y a la vista. Sin trucos de magia, el secreto campa a sus anchas y a la vista de todos: es un fraude. Pero quizá suceda que en la época de la hipervisibilidad, ahora que lo vemos todo, ver lo que realmente estamos viendo es el mayor acto de fe. Y es que, es tanta nuestra libidinal angustia, que siempre estamos fantaseando con ver otra cosa. Así, adiestrados en una ideología que nos da manga ancha para hacer lo que se nos ponga en los bemoles, no comprendemos nuestra diaria esclavitud si no es a costa de elaborar una teoría de la conspiración tan abstracta como compleja: hemos llegado a tocar la pantalla del Otro y  no descubrimos sino nuestro careto de imbéciles frente a una pantalla tragándonos todo tipo de sandeces. Así las cosas la única solución es invocar a un Otro del Otro, hacer depender la realidad de una conspiranoia donde, a ciencia cierta, se oculta el secreto más oculto de todos: aquel justamente que, por inversión ideológica, está frente a nuestros ojos. Es decir, y aclaro para los no iniciados en la cosa psico-dialéctico-negativa: no hay ningún saber oculto, no hay conspiración que trace los meandros del arte (ni del arte, ni de la democracia, ni del saber de la libertad, etc): el fraude está a la vista de todos. La ideología estética es aquella que, en este reino de cínicos, sabe que la mentira nunca será descubierta y que, por lo tanto, se afana en ponerla delante de nuestros ojos. Nunca antes como ahora se ha hecho más realidad lo del rey desnudo.

Después de contener la respiración, su Alteza sonríe: ha descubierto que Adriá habla muy en serio.
           Algo parecido es la labor de Ferrán Adriá: la mejor manera de pasar de rondón una sandez es dotarla de Gran Teoría. La cosa tiene su gracia porque, en esta economía que glosa la labor del entrepreneur como arquetipo del nuevo sujeto ilustrado -aquel que no sabe nada más que como sobrevivir en la jungla liberal (¿hace falta algún otro saber más específico que ese?)- Adriá ha conseguido lo (casi) imposible: convencernos de lo que lo suyo, la cocina, es arte.
Si el emprendedor es aquel nos ofrece una nueva necesidad camuflándola además de mercancía, ¿no es el artista de esta época epilogal de la historia aquel que más rápido hace correr el camelo de que lo suyo es, de verdad, arte? Ferrán Adriá está en la misma corriente de los Koons, Murakami o Hirst: empresarios, ascetas del show-bussines que nos convencen de lo imposible: que sus cosas, sus tiburones en formol, sus dibujos de manga o sus conejitas de playboy son, de nuevo de verdad, arte.  
Pero la clave está en discernir bien a las claras que quiere decir cada uno con ese “de verdad”. Y es, precisamente, en este intento, que la normalización ideológica a la que antes hemos aludido -y su novísima capacidad para, justo cuando no hay nada más que ver, creer estar (porque así lo deseamos) viendo otra cosa- se convierte en  la llave maestra capaz de desvelar los misterios insondables del arte del señor Adriá. Veámoslo a ver si tengo razón o no…
Señala Danto que la diferencia entre Duchamp y Warhol –diferencia sobre la que cifra la necesidad de tomar las latas Campbell y no el urinario como principio de una nueva epocalidad para el arte, el arte en su dimensión posthistórica- estriba en que, habida cuenta de que la institución-arte no estaba del todo definida a principios de siglo XX, Duchamp no está bien seguro de que lo suyo fuese arte (lo que contaba para él era la acción anarquista y destructiva de desvelar los mecanismos internos al concepto de arte), mientras que Warhol se sabe artista desde antes de ponerse a maquinar: el juego de los indiscernibles sobre el que se asienta la reproductibilidad infinita de sus latas Campbell remite a que la propia pregunta por aquello que es arte ya no tiene sentido. Es decir, Warhol se sabe artista desde el mismo momento en que el ámbito del arte es destruido: ahora la misma existencia de las cajas de Brillo como obra de arte, remite a su concepto de obra de arte.  Desde ese sesgo hegeliano desde el que trabajaba Danto, con Warhol, por fin, existencia y concepto coinciden. Algo parecido podría decir Rancière (si es que lo llega a decir algún día): el régimen estético del arte es aquel donde la propia obra de arte establece sus condiciones sensibles de posibilidad para ser tomada como obra de arte; construyéndose sobre un reparto de lo sensible novedoso, la obra de arte adquiere la posibilidad de ser llamada obra de arte.


Pero hete aquí que el reino del espectáculo consigue que toda relación quede cifrada en una relación especular entre imágenes y que la propia epocalidad histórica del arte sufra de este síndrome invertido: lo que Danto dice que es el cierre epocal posthistórico no es sino el momento álgido para que la propia historia del arte deshaga el camino andado. Sobre los zapatones del régimen espectacular y especular propuesto por la lógica económica, el arte rastrea como un nuevo demiurgo su propia historia para comprenderse como mayúscula bufonada. En el desenvolvimiento de su nueva historicidad –warholianamente acaecida- el arte se topa con el régimen especular de producción hipercapitalista ofreciendo a ver lo otro –su inversión- de la historia a la que se creía destinado.
Lo mismo que la interpretación de Danto es sabiamente corregida por Hal Foster al proponer el concepto de “acción diferida” (de marcado acento freudiano) como palanca de cambios desde donde comprender mejor la historicidad del arte contemporáneo, es esa misma acción diferida la que, transida por un diferir ahora especular, propone un retorno no ya amparado por las nuevas condiciones económicas (aquellas que median entre el capitalismo de principios de siglo y la era postfordista) sino atravesado por el propio régimen del espectáculo sobre el que es apuntalada la economía del mundo-global. Lo que vuelve entonces en este diferir de las diferencias bajo la paranoia del espectáculo capitalista es lo reprimido, lo no-sido de la potencial historia del arte en la era de su posthistoria.
Si Foster comentaba que la acción diferida supone una actualización de la mano de una razón utilitarista y capitalista ya, como si dijésemos, a la altura de las circunstancias, este mismo diferir que media entre la época del capitalismo sesentero hasta el espectáculo de nuestros días deja paso no ya una reactualización de las fuerzas productivas que cosifican el momento ingenuo del primer acontecimiento (el duchampiano) y lo cosifican, sino una inversión según una lógica ideológica mucho más perversa: aquella que no se contenta con cosificar y reificar posibles potencialidades utópicas, sino que se divierte con nosotros, juega con nuestra inscripción en la pantalla-ideológica, haciéndonos ver algo cuando no hay nada y que, sobre todo, nos hace creer estar viendo algo cuando, a decir verdad, estamos al cabo de la calle de que todo es indigesto bluf donde no hay nada que ver.

                              Lo más interesante de lo que se pudo ver, sin duda. 
Así las cosas, y perdón por esta digresión pelín compleja pero que creo fundamental para comprender lo que viene, la “obra” de Ferrán Adriá, creo yo, habría que referirle al momento epilogal de esta posthistoria invertida del arte: ahí donde el artista, creyéndose –y de verdad siéndolo- el más listo de la clase, se contentaba con ganar millonadas ofreciéndonos cápsulas de esa “nada que ver”. Sabiéndose cualquier cosa menos artista, los anteriormente nombrados Koons o Hirst, copaban una institución-arte que a duras penas podía aguantar la risa.
Total y resumiendo: si los popes de la cosa teórica articulan una diferencia entre Duchamp y Warhol cifrada en un “saber” en relación a la institución-arte, el nuevo diferir que media entre Warhol y sus discípulos nacidos ya en plena era del espectáculo marca un nuevo indicio con el que desvelar a nuevos falsificadores: aquellos que no saben todavía que lo suyo es mera bufonada chamánica, mera morralla enfangada en un ver como anestesia contra la dosis nihilista que nos abnega. ¿Qué a quien me estoy refiriendo con eso de “nuevos falsificadores”? Al señor Adriá, por supuesto. Y es que el tío, estoy seguro, se cree a pies juntillas lo que es solo una fábula consensuada: que el arte es aquello que sucede dentro de la institución-arte, que los artistas son aquellos que creen en el arte y que, por ende, son los destinados a hacer arte.
Sí: el señor Adriá en un bulo con patas, el señor Adriá es aquel que todavía piensa que el rey no va desnudo, cuando lo cierto es que, por una parte, el rey va efectivamente desnudo, y, por otra, el arte es la patraña, el cuento que nos contamos todos para disimular que el traje que lleva es preciosísimo. Sólo aquellos que siguen creyendo que su cuento es superimportante son los que, como el señor Adriá, se creen artistas: aquellos que nos tiene que contar algo fundamental, axial para nuestra existencia diaria, cuando, ya se ha demostrado por activa y por pasiva, nada es tan importante como el guardar la compostura y no partirse de risa. Reconozco que es difícil: suele decirse de los artistas de hoy en día, para denostarlos, que "no se lo cree ni él"; pero lo cierto es que el régimen especular funciona a la inversa: es precisamente aquel que se sabe un mercachifle, un impostor de tomo y lomo, quien puede ser tildado de artistas, mientras que a aquellos que como el señor Adriá se lo toman muy en serio -se lo creen- se les suele ver el plumero de lejos: nada asusta más que artista profetizando de sus fundamentales -y fundacionales- hallazgos.  
Es decir: si el arte sabe que sabe pero calla y disimula, el señor Adriá no sabe que lo que cree saber es precisamente lo que ya no viene a cuento, lo que ya no es posible contar: que el rey va vestido de manera impecable. Solo el que alguien, realmente, siga pensándolo es para partirse la caja. Como se ve, el efecto es el mismo: pero mientras Adriá cree saber, el arte aparenta saber –y es, precisamente, ese saber aparente el saber necesario para, en estos tiempos de lógica espectacular, dejar el secreto a buen recaudo.
Pero, podrá achacárseme, ¿cómo sabe usted que el señor Adriá cree saberse un verdadero artista?, ¿por qué el señor Adriá se sabe artista –cuando realmente es cocinero- y Hirst no se cree artista cuando realmente es artista? Muy sencillo: porque la profundidad con que dota a sus “documentos” dan cuenta de un interés real –esta es la palabra clave- por los asuntos que se trae entre manos. El tiburón en formal, los manga, las conejitas de playboy, son mayúsculas chorradas encumbradas a joyas artísticas precisamente por su carácter de clara falsificación y eso, antes que nadie, lo sabe el propio artista: disfruta con su impostura, es precisamente su carácter de impostor –su nadería fáustica- lo que le hace merecedor de erigirse en figura totémica del arte en la era de su reproductibilidad espectacular. 


Pero Ferrán Adriá sigue en la inopia, cree que lo suyo es arte porque se interroga sobre asuntos que deberían importarnos sobremanera, es decir, importarnos tanto como a él: “¿qué es cocinar?”¿hace falta fuego?” “¿cocinan las abejas para nosotros?”. O cuestiones más fundamentales aún como ¿cuándo tú quieres que sea cocina, es cocina?, ¿es un sorbete de frambuesa una elaboración cocinada? Y, sobre todo, la cuestión que me lleva rondando la cabeza más de una semana: “¿cuándo calentamos una pizza al horno estamos cocinando?” A lo que solo cabe contestar con encogimiento de hombros y al devolver pregunta por pregunta: cuando un tipo se interroga sobre estas cuestiones y cree que el arte es su medio apropiado, ¿ante quién estamos, ante un genio visionario, ante un farsante o ante un menda que no se entera de nada? Yo, personalmente, me decanto por la tercera posibilidad.    
En definitiva, a Ferrán Adriá le falta solo una cosa para ser el artista vivo más importante del momento: no creer nada de lo que dice y saber que sus chorradas son justo eso, inmensas chorradas. ¿Podría llegar, algún día, a realizar ese salto? Creemos que no, pero sería harto saludable, un simple giño de ojos como diciendo “chavales, es imposible que no os partáis de risa con estas mamarrachadas”. Lo cierto es que estamos a punto de creerle, pero, como Santo Tomás, ¡¡necesitamos más pruebas!! ¡¡Adriá, no nos dejes, eres el puto amo!! En otoño parece ser que habrá otra exposición suya en la Fundación Telefónica de Madrid. Será estupendo, otra oportunidad para creer

6 comentarios:

  1. Parece mentira que nadie, aún, halla hecho algún comentario.
    Yo lo único que quiero decir es que este blog me ha parecido acojonante. Se necesita releer algún que otro párrafo, pero que metan mano de esta forma tan inteligente a Ferrán Adriá era necesario, era ya urgente. No me atrevo añadir nada más a este impecable blog, solo le doy las gracias y mi más enhorabuena.

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  2. Muchas gracias amigo!! Ciertamente que la rapidez del escribir en un blog hace que algunos párrafos sean un poco 'indigestos', pero espero la disgresión general se entienda y, si puede ser, se comparta. Se comparta más que nada porque lo de este tipo es acojonante!!!

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  3. Sr.Javier González Panizo eres un potente faro que ilumina la negra noche del actual cirrótico arte español, en la que de manera fraudulenta, con diurnidad y alevosía, a gatas y aprovechando la confusión, se intentan colar 'artistas' y personajillos del más variopinto pelaje... Gran artículo.

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  4. Ojalá fuese verdad la mitad de cosas que usted dice de mí, pero, claro está, agradezco mucho las palabras.

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