LARA ALMARCEGUI: POR DEBAJO
GALERÍA PARRA & ROMERO: hasta 22/03/14
Ahora cuando todo es valorado según el beneficio que pudiera sacarse según una simple ecuación, entre costes y ganancias, que vertebra todo el espectro de lo real, el decantarse por lo inútil debe de ser la primera ley de salvaguarda para un arte cuya única razón de ser –y sobre todo en épocas cuaresmales como ésta– es la de no caer en la tentación. Y, aunque de hecho cae una y otra vez acudiendo bobaliconamente a los cantos de sirena que lanzan aquellos que, precisamente, niegan al arte el pan y la sal, trabajos como los de Lara Almarcegui nos invitan a no claudicar en nuestros propósitos, en los propósitos del arte.
En este sentido, el trabajo de Almarcegui atiende no ya a una revalorización de lo marginal sino a un intento de salvaguardar aquello que ha quedado inservible. Tomando la arquitectura y todo lo que le cuelga –la ciudad, el urbanismo, etc– como ámbito predilecto de estudio, la artista zaragozana se afana por sacar a la luz los despojos de una actividad íntimamente referida a la existencia humana: el habitar, el construir, antes de que Heidegger desbarrase con su agónica verborrea, eran ya desde tiempo inmemorial actividades ligadas a lo íntimo humano: el construir de un lugar como modo privilegiado de hacer converger la teoría con la práctica. Porque si el problema casi único de toda reflexión, y más aún desde que se hacía urgente parar los pies a la razón (marxismo a la cabeza), es el de cómo pasar de la teoría a la acción, en el construir del lugar, en la habitabilidad de la casa, se conjugan ambas esferas de manera perfecta, quedando incardinadas en la propia existencia como acontecer.
Sea como fuere, y dejando desarrollos que aquí reconocemos no vienen a cuento, ocupándose de la arquitectura, Almarcegui se preocupa de las condiciones implícitas en el existir dentro de una modernidad que, como decimos, reconoce como válido aquello únicamente que tiene valor por sí mismo.
Descampados, lugares vacíos o abandonados, han sido el objeto de interés para una artista que trata de dar visibilidad a aquello precisamente que la razón utilitaria se afana en invisibilizar. Tal sacar a la luz, como decimos, no queda referido –o por lo menos no solo– a una denuncia de los excesos de la razón en su tarea de construir mundos, sino sobre todo en la pertinencia de llevar a cabo una labor de salvaguarda, de datar y consignar, de dar nombre y poner en un mapa. Porque alguien, en definitiva, debía de hacerlo: poner nombre a aquello que la razón se niega a dar nombre es la labor desde la que emerge toda crítica digna de llamarse así.
Pero, ¿para qué?, ¿para qué un mapa de lugares vacíos como si de especies en extinción se tratase? Muy simple: porque sólo en el mantenimiento de lo excluido puede impedirse que la razón logre olvidar la barbarie que lleva a cabo; porque toda futurabilidad disensual ha de ser construida a partir de una memoria inasible al olvido, una memoria que haga emerger ese descampado como monumento por-venir. Es decir, en lo invisible para una razón despótica, la perdurabilidad de la memoria sirve de único resorte desde el que proponer e imaginar otro futuro. Solo en el vacío, en el no-lugar, en lo excesivo de una razón que trata de parcelar y fragmentar, anida la promesa que señala todo monumento: la de un futuro disente con la propia razón que es capaz ya de anticiparlo. En definitiva: salvaguardar el emplazamiento vacío porque solo desde su memoria puede trazarse el futuro como posibilidad disensual.
Pero, aún siendo esto así, parece que en los últimos tiempos Lara Almarcegui ha evolución en sus propuestas. Y es que, si hemos dicho que el arte puede ser comprendido como la labor de poner nombre a lo que no lo tiene, la tarea del arte también ha de cifrarse en ser dispositivo de ensayo, un laboratorio de aconteceres donde se simule poner en juego otros nombres y, sobre todo, se establezcan envíos nuevos. En este último sentido no ya por tanto poner nombres sino, también, borrarlos.
La práctica artística, por tanto, como ámbito desde el que poner a prueba el acontecimiento, desde donde reflexionar acerca de sus condiciones y consecuencias; el arte, en definitiva, como simulación para poner en marcha lo imposible. No ya tanto cómo hacer para que acontezca lo imposible, sino forzar a pequeña escala que tal acontecer suceda para, desde ahí, emplazarnos más radicalmente a la necesidad de entrever el futuro entre las rejas de la razón cortoplacista. Es en tal sentido, creo, que pueden entenderse las siguientes palabras de la propia artista: «presentar un edificio como cien toneladas de hormigón, treinta de acero y diez de ladrillo es reducirlo a su realidad bruta y física; permite imaginarse un lugar tal y como fue antes de ser construido y como será tras ser demolido».
En este sentido pensamos que hay que entender su propuesta para el pabellón español en la última Bienal de Venecia: no, en clave nacional, verlo como el estado de descomposición del país, como una metáfora de la crisis inmobiliaria que hemos –y estamos– viviendo, sino como un intento de trazar una genealogía del lugar para hacer aparecer una imaginación otra, la posibilidad no ya de un construir según la utopía que toque en cada momento (y lo de los pabellones nacionales tiene mucho de ideología) sino que señale la imposible posibilidad de la reconstrucción, la posible imposibilidad de imaginar otro futuro al que se nos tiene –reconozcámoslo- ya diseñado.
Es en esta misma onda del arte como monumentalización del porvenir que cabe comprender el video, el primero en su carrera, que se muestra en esta su primera exposición en la galería Parra & Romero. Dentro de esa misma estrategia artística afanada no ya en recolectar lo innombrable que la razón ha ido diseminando en su desarrollo sino en proceder a la simulación del acontecimiento, a la construcción propiamente del monumento, Lara Almarcegui nos enseña ahora el derrumbe de una casa de las afueras de Dallas.
Si antes nuestra artista buscaba y documentaba “lugares vacíos”, lugares de posibilidad, ahora procede a dar acta de fe de que tal lugar distópico acontece entre nosotros. Es entonces derrumbando el edifico, ocultándolo de nuestra vista, confundiéndolo con la naturaleza, como la huella de lo habido –la pequeña loma que queda– reinicia su red de envíos, rearticula el sentido para dar la posibilidad de que la historia, las historias, puedan ser de nuevo contadas. En una reciente entrevista para El Cultural llega a decirlo claramente: “me gusta la narración que genera la obra: un vecino le cuenta a otro que ahí hay una casa enterrada, muchos no se lo creerán y acabará siendo casi un mito”.
¿Y es que no es el mito la narración de un secreto, del secreto en este caso de que aquí, una vez, hubo una construcción?, ¿y no es la razón el intento de acabar con el secreto, de hacerlo visible, de construirlo? Si algo evidencia la cerrazón de la razón es que cree saberse toda la historia: cree saberse que ella ya no es ninguna historia, ninguna ficción, sino la nueva gran historia. De lo que se trataría entonces sería de optar por un construir que fuese fiel al propio secreto, que construyese siempre en fidelidad con la promesa de mantener la huella como apertura siempre al futuro y no eliminarla en la utilidad a la que pudiera prestarse. Tal construir evidenciaría, antes que nada, que la historia sobre la que se eleva el poder de la razón es tan ficcional como cualquier otra.
En definitiva, la loma levantada y que sepulta la construcción es un intento de mostrarnos lo que hay “por debajo” de toda historia: la posibilidad siempre de un decir nuevo, de dar la palabra a otras historias, a otros mitos. Y es que, todo habitar está referido al reenvío de un secreto: hubo, sí o no, aquí antes, una casa.
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