viernes, 23 de mayo de 2014

JULIA SPÍNOLA: ENTRE EL AZAR Y LA NECESIDAD O LA REALIDAD CONJUGADA


JULIA SPÍNOLA: UNO ZURDO, Y UNO DIESTRO, Y UNO ZURDO Y UNO DIESTRO
GALERÍA HEINRICH EHRHADT: 07/05/14-07/06/14

Ahora que estamos a final de temporada y que el ambiente futbolero lo inunda todo, el símil me viene que ni pintado: hay tantas maneras de responder a la pregunta de qué es el arte como goles. Las hay, incluso, en fragante fuera de juego o, todavía peor, en propia puerta. Así, entre la pluralidad casi infinita de definiciones para aquello que justamente escapa a toda definición, no creo que se ponga demasiado en duda esta que sigue: arte es aquello que hace que lo olvidado –o lo susceptible de ser olvidado–, sin embargo, no se pierda.

Al socaire de tal definición, y para dar mayor lustre a este texto, puede precisarse que toda historiografía del arte descansa en la diferencia que se abre entre “lo olvidado” y “lo susceptible de ser olvidado”. Y es que si hasta la Modernidad el arte puede ser comprendido como el dispositivo desde el que configurar un archivo, como un repositorio de imágenes llamadas a durar para la eternidad, la Modernidad aboga por centrifugar todo ese entramando memorístico hasta el límite actual en que la pulsión de archivo dicta nuestras patologías: cuando la realidad dura lo que un suspiro y un instante guarda en su interior la potencia de lo eterno, el simulacro hace obvio que aquello que es necesario olvidar no sea otra cosa sino el todo de una realidad que, olvido tras olvido, resta como un suplemento innecesario de todo punto.

Así las cosas, y para concretar, si el arte hasta la Modernidad descansaba en la necesidad de hacer durar las imágenes dentro del archivo cultural sobre el que se levantaba toda civilización, a partir de la Modernidad las tornas se invierten: lo propio del arte es hacer patente que todo, al fin y al cabo, es olvidado, y que, sobre todo, aquello que sibilinamente creemos que dura no es sino renegociando sus fronteras hasta el límite de la angustiosa anorexia que nos domina. Es de este modo que el arte, en el venazo negativo que lo caracteriza desde el fin profetizado por Hegel, está encaminado a funcionar como dispositivo crítico de los aparatos ideológicos de poder cuya misión es hacernos creer que, pese a todo, siempre cabe la posibilidad de que algo –el acontecimiento– dure. Es decir, contra todo pronóstico, el arte epigonal nuestro está orientado a revelar que, al fin y al cabo, nada es del todo necesario y que, precisamente, en aquello tenido por necesario se esconden micronarraciones olvidadas que, estas sí, es preciso recuperar.
 
 

El que hayamos comenzado de modo tan radical, dando incluso lo que llevamos años tratando de evitar (una definición para el arte) es solo para glosar mejor el trabajo de la artista que nos ocupa: Julia Spínola y su exposición en la galería Heinrich Ehrhadt de Madrid. Y es que sus intereses se centran, precisamente, en eso que acabamos de catalogar como lo más propio del arte actual: esa otra mitad de todo acontecimiento, la que falta pero está –o, mejor aún, la que justo por su ausencia se hace presente–; aquella otra mitad que no es datable, computable, cifrable o conceptuable. Aquello que, en definitiva, no está sujeto a las reglas de la necesidad sino del azar.

Es aquí, sin duda, donde todo nuestro discurso anterior adquiere rango de verdad: porque, ¿no es la Modernidad el timo de hacernos creer que todo acontecimiento descansa en una necesidad que es posible asimilar bajo leyes inmutables de la ciencia y la matemática? Así las cosas, Spínola trata de hacer percibible eso que aletea invisible en todo acontecimiento, esa otra mitad condenada al olvido por parte de los popes del método científico. Desde este punto de vista, el arte se nos descubre como una metodología convidada a dar cabida a los silencios que pueblan nuestra realidad, a dar cancha a la heterocronía propia de todo acontecimiento, a hacer posible el gesto imposible de pensar lo ausente. Y es que, obviamente, para dar cuenta de esa otra mitad no valen las mismas cartografías del método científico sino que es necesario abrirse a lo estético, ese campo que ya no es una comunidad del gusto sino un método constructivo de conocimiento.

La obra de la artista madrileña se centra, como decimos, en catalogar acontecimientos mínimos para restituirlos en la novedad que provoca el reinscribirlos según la lógica de esa mitad ausente, de esa mitad que crea diferencias con lo tomado como necesario. Para tal fin, nuestra artista rastrea la realidad para prestar atención al conjunto de lo posible, aquello cuya facticidad descansa en el umbral de lo azaroso. Alterando el sesgo perceptivo del acontecer, Spínola construye una lectura diferida de la realidad basándose en desplazamientos, deslizamientos, repeticiones, sustituciones o intercambios. Con ello, consigue descentrar las estructuras de datación, catalogación y conceptualización, al tiempo que desplaza la concatenación causal que calla lo que esconde en una mediación que es siempre dogmática.  


Para esta ocasión, la primera exposición como titular en la galería, Julia Spínola se ha centrado en un acontecer bien definido: sus idas y venidas de casa al estudio y del estudio a casa. Y es que, en esa ascendencia con que hemos catalogado al arte, lo fundamental es comprender que cada gesto mínimo contiene la potencia del infinito. Es decir: es cierto que solo en la cotidianeidad puede uno percibir la realidad, que es solo en la repetitividad de los gestos, de las idas y las vendidas, de las esperas y los acelerones, donde los sentidos van filtrando y procesando los datos hasta lo más mínimo, hasta casi ese infraleve duchampiano que, como umbral inasible, da como resultado una realidad sino paralela sí oculta cuyo sentido, repetimos, solo se descubre en el marco de la estética.

Dicho paseo, entre cuestas y pendientes, queda enmarcado en un tejido urbano por donde el cuerpo pasa, va pasando, latiendo al tiempo que va percibiendo el discurrir temporal entre las dos aceras. Día tras día, lo cotidiano se va apoderando de la realidad, transformándola en otra cosa, en una realidad alterada donde lo discontinuo, las lagunas de ausencia que medrean en cada acontecimiento, hacen acto de presencia. Las diecinueve cajas cuyo interior está dividido por la mitad por una cuña a modo de calle en pendiente, refieren a ese bifrontismo de toda realidad: lo presente y lo ausente, lo visible y lo invisible, lo necesario y lo azaroso…. lo diestro y lo zurdo. Y es que, siempre, dos acontecimientos distintos y enfrentados, como lo vacío y lo lleno que ejemplifican esa realidad dual y sobre la que Spínola ha montado la exposición. Y es que el espacio galerístico, al igual que cada caja, queda partido en dos: uno lleno, el otro vacío, uno presente, el otro ausente.
          
           En definitiva, si el arte sana, si ha de en algún sentido curarnos, es de ese exceso de historización con que caracterizó proféticamente Nietzsche nuestra época, pero sin por ello dejarse ganar el terreno por las posturas irracionales o relativistas: es simplemente abriendo el acontecimiento, al micro acontecimiento, a su lógica oculta, como el arte logra pensar lo impensable, curarnos de nuestras sintomatologías que van, como dice Fernando Castro en su último libro, de lo excesivo-bulímico de nadar en una realidad sobredimensionada en un pluralidad de acontecimientos. a lo anoréxico de intuir que, por mucho que se intente, ninguno de tales acontecimientos logra remontar el vuelo más allá de una gracieta o de, como mucho, un emoticono. En resumidas cuentas, un esfuerzo, inútil desde la perspectiva del olvido que nos caracteriza, de salvar las apariencias y. al tiempo, salvarnos a nosotros mismos.

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