miércoles, 10 de septiembre de 2014

RICHARD HAMILTON: EL PROFETA DE LA IMAGEN

 MNCARS: hasta el 13/10/14

A veces las cosas pasan sin razón alguna y otras, simplemente, porque tienen que pasar. Ni más ni menos. En este sentido, lo sucedido en las altas esferas artísticas madrileñas este verano no puede dejarse pasar sin más. Y no, no me estoy refiriendo a ningún escándalo, a ningún dispendio, a ninguna tropelía política o artística a las que estamos tan acostumbrados. Me refiero a que a la par y al mismo tiempo hemos podido asistir a dos exposiciones “poperas” que ha podido dejar bien retratado a mucha gente. A las instituciones, a los artistas y, también y sobre todo, al público. Si, puedo pecar de decir solo obviedades pero, como digo, las cosas siempre suceden por algo.
Y es que, si ya en su día nos hicimos eco de la exposición del Thyssen que con el grandilocuente título de “Mitos del Pop” nos enseñaba los iconos de la época despejaditos de polvo y paja, no podemos dejar por menos que reseñar –si quiera meramente de puntillas- el reverso de esa cara edulcorada, mitológica y mediática del pop que, con el único –y nada despreciable- fin de sumar espectadores, nos dispuso el Thyssen.
Si la exposición del Thyssen pretendía hacer hincapié (cosa que creemos no es necesaria, pues de eso ya vamos más que serviditos) en la parafernalia mitológica con la que el pop pretendió superar un arte que de por sí caía en mercancía y mito, lo sucedido en el MNCARS con la exposición de Richard Hamilton es justo lo contrario: desvelar lo que la huella del pop, en su pasar como ciclón mercantil y mitológico, parecía haber olvidado en lo profundo de algún cajón.


Es decir: que el pop no consistió solo en mezclar con sabiduría glaciar (nos referimos a Warhol) el readymade duchampiano y la reproducción de la imagen en la era mediática, sino que supuso el primer movimiento en enfrentarse, cara a cara, con una imagen que en modo alguno quedaba ya circunscrita al arte. La pregunta por tanto a la que trata de responder el pop va en la onda de reconfigurar los parámetros de lo artístico en el momento preciso en el que el capitalismo ya había hecho de las suyas trayendo para sí los modos de reproducción y exhibición de las imágenes.
Pensar la imagen, eso que ahora está tan de moda, supuso el avance que el pop quiso realizar y que el propio arte no estaba (ni sigue estando) por la labor de dejarnos ver, prefiriendo que empleemos nuestro tiempo en consignas archisabidas referentes a iconos, mitos, cajas de sopa Campbell y Micky Mouse pescando con caña. Entiéndaseme: no es quitar a un santo para vestir a otro; pero sí que el arte –como dispositivo ideológico que es– propone él mismo unos códigos de visibilidad que acentúan ciertas posturas sobre otras, anulando así las primeras (pues la transforman en imágenes mítica) y dejan olvidados a los segundos (pues frente a esas imágenes no consiguen visibilidad alguna).
Y eso es lo que, a mi modo de ver, es justo reseñar: no solo una réplica de una exposición frente a la otra, un modus operandi frente a otro (que al fin y al cabo responden a necesidades y prácticas de cada institución), sino un reflejo especular donde lo que la una dice lo silencia la otra, donde se demuestra que el arte siempre acontece en los fronteras de la visibilidad, ahí donde el arte apunta a decir algo pero sin terminar de decirlo. Porque todo decir es ya tomar posición, definirse, jugar al mismo juego que cualquier otra práctica productiva. De ahí que, con gran sabiduría, en el momento de eclosión del pop Hamilton –en la célebre carta a Peter y Alison Smithson– escribiera aquello de que “no estoy seguro aún de la ‘sinceridad’ del Pop Arte”. Y es que el arte, si de verdad es arte, aún sin mentir del todo, nunca es sincero.
Así las cosas, si Richard Hamilton era para la mayoría, como mucho, el nombre que se asocia con el artista que realizó lo que dicen fue la primera obra pop (aquel interior hiperfamoso de 1957 donde está ya todo lo que seremos en las siguientes décadas), acudir a la exposición que el MNCARS le dedica es respirar hondo, sumirse en lo que pensabas ya no encontrarías, y dejarse llevar por todo lo que no sabes.
Resumiendo: hay que ir al Thyssen para comprender esta exposición; hay que ir al MNCARS para comprender la del Thyssen. Y, sobre todo, hay que haber leído mucho sobre arte para comprender que lo que se pueda leer o escribir sobre arte no le llega ni a la suela de los talones a lo que el arte espera ser. 


Refiriéndonos ya a la exposición del artista norteamericano (exposición que por cierto supervisó él mismo en parte antes de morir en el año 2011), quizá la clave esté en que mientras los demás popes del movimiento enfatizaban la imagen como ya única mediadora (y, desde luego, no andaban desencaminados) Hamilton bien pudiera ser uno de los últimos románticos en el sentido de enfrentarse aún al complejo problema de la representación. Es, pensamos, manteniendo aún un pie en los códigos representacionales, como Hamilton despliega sus estrategias discursivas desde donde pensar la imagen.
 Y no es en modo alguno un paso atrás, no es una problemática ya acabada por el mero hecho de que la imagen se inserte en los procesos de reproducción. Es, si cabe, un problema más acuciante porque, remitida la imagen a una reproducción infinita, al devenir la imagen ya un dispositivo omnicomprensivo, ¿dónde estamos nosotros?, ¿qué representación de nosotros, meras inscripciones en la pantalla mediática, tenemos? La fascinación por los interiores, creemos, está en esta onda.
Cabe entonces comprender a Hamilton como un continuador de Velázquez, y a Duchamp, cómo no, un interlocutor entre ambos. Arriesgada secuencia ésta pero que creo tiene su razón de ser en el estudio de El Gran Vidrio. ¿Qué es el gran vidrio sino el enigma –sin solución alguna– dónde nos miramos? Cada generación debería de hacer su propia copia, cada cincuenta años, dice en la película donde se ve todo el proceso de reproducción. Es decir: cada generación debería probar a ver si todavía sigue reflejándose en El Gran Vidrio.  
Quizá hoy nosotros, habitantes de la extraplaneidad de la pantalla táctil, abriendo incesantemente pantallas que tienen mucho de mise en abyme, extranjeros en un mundo cuyo sentido siempre está en construcción, podamos aún vernos reflejados en ese enigmático gran vidrio. Pero habría que probar, claro. Y, tirando de metáfora, ¿no tiene ese lobby suyo muchas de las coordenadas desde la que hoy construimos nuestro mundo?, ¿no son nuestras pantallas superpuestas la copia cibernética de las Site-referential paintings?
Sí: creo que Hamilton intuía que no faltaba mucho para que fuésemos expulsados de la representación, para que fuésemos –cómo sin duda ahora ya ocurre– una simple mónada que solo puede representarse representándose al mismo tiempo un mundo virtual. Así, cada uno es expulsado de su propio mundo pues es solo en los mundos de los demás donde existimos. Somos, en definitiva, una imagen que no nos pertenece, un falso revelado donde nuestro hueco es ahora ocupado por una nada que solo son capaz de ver los demás.   
Sí, cada vez estoy más convencido. ¿Cómo si no entender esa pose, opuesta radicalmente a la de Warhol, de que los otros le fotografiasen? Ya no solo es que invierta la posición artista/espectador, objeto/sujeto. Es que sabe que, al fin al cabo, el sujeto, el yo, devendría mero espectáculo para los demás. Para Warhol no hay momento de crítica alguna: yo soy en cuanto me exhibo, en cuanto que me ven (los famosos quince minutos de fama). Para Hamilton, por el contrario sí que hay un punto de crítica, un punto ciego en todo el proceso de subjetivación imaginaria: ahí donde yo he de desaparecer para mí mismo para que los demás me vean.
Hamilton descubre que la intersección de miradas, entre Velázquez, los Reyes y el espectador es un punto vacío, se ha diluido. ¿No será esa la famosa profecía de Foucault? Sólo somos mientras nos ven, mientras –paradójicamente- nosotros no nos vemos? Pensar entonces las condiciones del retrato, de la representación del yo; pensar si aún tenemos un lugar en nuestras representaciones o somos ya meras huellas en la orilla borradas por las olas.   

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