viernes, 12 de diciembre de 2014

ÁNGELA DE LA CRUZ: ACCIÓN, REACCIÓN… DESTRUCCIÓN



ÁNGELA DE LA CRUZ: TRASPASO
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 06/11/14-03/01/15

Al arte siempre se le ha recubierto con una fina pátina de glamour dorado. Cada hecho, cada logro, es casi al instante mimetizado dentro de una gran tradición que encapsula cada práctica y cada estrategia ofreciéndolo al gran público (porque el público del arte, aunque sea poco, siempre es grande) ya digerido y listo para consumir dentro de unos parámetros ya cercanos a lo mítico. Así, la historia del arte es un ejercicio de sedimentación y decantación donde las ideas quedan encarnadas en objetos donde la labor fetichista es poco menos que fundamental. 
Sabedora de esta capacidad aurática del arte, la obra de Ángela de la Cruz se empeña una y otra vez en tirar de la cuerda hasta el punto mismo en que todo el espectro artístico queda desajustado. Es así que su estrategia es insertarse en el reciente devenir aurático del arte –aún y sobre todo, precisamente, después de la eliminación de su aura– para ofrecernos una versión transversal de los hechos, una moviola de lo ocurrido donde la praxis queda retorcida hasta volverse irreconocible. Coser y recoser una historia del arte muy de manual, muy de saberse al dedillo quien es quien y el porqué de cada qué: esa es la labor de una artista que insufla casi demiúrgicamente aire vital a una práctica artística siempre demasiado preocupada en enseñarnos pomposamente sus logros.
Siendo el minimalismo su lenguaje de cabecera, no puede decirse en ningún caso que lo use como si de una influencia se tratase: de la Cruz más bien lo recicla para forzar las cosas hasta el límite de su destrucción. Y es que lo que le interesa es el momento donde las cosas apuntan a su poder ser otra cosa. Y, entre ellas, nada más interesante que el momento donde el arte se retuerce para señalar al lugar donde todo puede ser desbaratado, echado a perder: la vida. Porque es ahí, justo en su epicentro, donde es posible trasmutar al arte haciéndole acercarse peligrosamente al abismo donde el arte muda para siempre sus ropajes.


Así, bien puede decirse que el gran tema –y el único– en la obra de la artista coruñesa es la vida, ese angosto sustrato de donde el arte recoge todas su potencialidades pero que no tarda ni un suspiro en traicionarlas para, eso sí, ofrecernos sus grandes dotes de camuflaje. La vida, decimos, para que la obra quede inundada por ella: Ángela de la Cruz abre la obra para que entre aire, para que el quietismo espectral que reduce la pieza a “arte” adquiera movimiento. Entre la pintura y la escultura, entre lo acabado y lo inacabado, entre la construcción y la destrucción: las obras de nuestra artista recorren un camino mucho más amplio que el que el reduccionismo artístico le tiene convencionalmente adscrito.
La mentira del arte es que no funciona estirando sus límites sino rompiéndolos, obligándole a reinterpretarse a sí mismo con el fin de dar cabida a esa exterioridad llamada, ideológicamente, no-arte. Es por ello, pensamos, que la acción de romper el lienzo no va en la onda de un estirar el arte, de renegociar los límites de su frontera para que, en su capacidad de autoreferencilidad, el arte siga pensándose a sí mismo dentro de una claustrofóbica estrategia de deglución sistémica. Por el contrario, tal acción de desmembramiento está orientado a dar cabida a eso que fue olvidado: la vida, la marca vital de su producirse. La mecánica de canibalismo artístico no funciona horizontalmente sino verticalmente.
Más en concreto, la artista vertebra una dialéctica de la desartización en formato acción-destrucción capaz de dar a la obra de arte eso mismo que el sistema-arte ha de reducir a mínimos para su inmediata domesticación: la capacidad de sorpresa, una reoxigenación que sitúa a la pieza en un umbral indecible, en lo liminar de un “estar a punto de”.
            Es por ello que algunas pieza de esta nueva serie parecen situadas en un eterno momento anterior al de su desplegarse y, lo que es más importante, anterior al instante en el que, ahora sí, serán llamadas “obra de arte”. Pero, aun así, ¿quién nos dice que es el momento del ‘antes’ y no del ‘después’, cuando la obra, una vez representado el papel que mejor sabe hacer –el de, como decimos, obra de arte– es de nuevo embalado o, simplemente, arrugado y tirado a la basura? No, no lo sabemos; no sabemos si la obra es lo que era antes o lo que es ahora: un simple lienzo arrugado y a punto de ser tirado a la basura (Nothing), unos lienzos enrollados apoyados en la pared esperando ser abiertos o, quien sabe, ser retirados (Roll).  
            Y en ese estar esperando, cuando la obra espera su ser-obra-de-arte, ocurre que suceden cosas: que se cae, se rompe, se rasga, se pisa, se machaca. Es decir: la obra no tuvo el tiempo para convertirse en aquello para lo que estaba destinado. O, puede ser, ¿no es en ese “no tener el tiempo” donde la obra cumple mejor que de cualquier otra manera su destino? Ejemplo de esto es la pieza de mayor formato, Drop, donde la obra caída al suelo, es incluso atravesada por la silla de ruedas de la artista.


            Así, la falsa pregunta dicotómica que muchos ven en el trabajo de Ángela es solo eso: una falsa cuestión capaz de callar toda la violencia que exudan sus obras. Es decir, la cuestión no es si es pintura o escultura, de si están destruidas o construidas. La cuestión a la que apuntan es que es solo en su disfuncionalidad, en su no ser lo que se presupone deberían de ser, donde las piezas adquieren el sello transfigurador de ser llamado arte. Es así que la violencia destructiva con que Ángela acomete sus obras no es otra que la violencia endémica del propio arte para mantener su reino bien a buen recaudo y bajo el epíteto de la autonomía.
En definitiva: la genialidad de Ángela de la Cruz no es tanto hacer obras de arte como usar la misma fuerza violenta del arte para desgarrarlo por dentro, para hacer que el propio arte tenga que claudicar de sus axiomas y acoger lo otro, eso que es no-arte. La misma marca de desgarramiento que se muestra en sus lienzos es la que queda inscrita en el arte como huella de una provocación a la que hay que acoger en silencio.
Porque, si es arte, solo puede habitar el umbral. Porque, si se es artista, solo puede encarnarse esa fuerza interna del umbral para desgarrar lo que ahí habita. El artista o es una fuerza de la naturaleza o no es nada, un simple perfil de Facebook.

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