"Commençons par le commencement, les
indiens apaches, la tribu des Chiwawas, ils appellent le monde la forêt".
Si digo: “una mujer casada y un hombre soltero se encuentran”. Y si añado:
tal es el argumento de una película. Si lo hago, de hacerlo, nuestras cabezas,
infestadas de estructuras narratológicas al uso, no tardan ni un suspiro en
adentrarse en una posible trama, encontrar puntos de agarre, de desarrollo, de
idas y venidas desde donde poder decir: he aquí la historia, lo que la película
cuenta.
Pero lo fundamental
es lo que sigue: en toda la anterior parrafada nada hay que tenga relación
alguna con el cine. No, ninguna. Porque como dice Godard en la entrevista que dio a los medios con ocasión del
estreno de su última película, “la gente dice ‘el cine’, pero en realidad
quiere decir ‘las películas’. El cine es otra cosa”.
Y es que concretemos:
el cine no es el pasar a limpio de un texto que hace las veces de guion. El
cine es captar el vínculo invisible que se da entre palabra e imagen y cuyo
aparecer solo se da a través de esta última. El cine encarna una unión
sináptica entre la palabra y la mirada, entre lo que se puede decir y lo que se
puede ver. El cine es, solo de este modo, dispositivo de conquista, técnica
disensual respecto las sensibilidades que se mueven por el entramado social. El
cine es, como poco, un arma terrorista. “Desde hace tiempo sé que hay un solo
lugar donde se puede cambiar las cosas: en la forma de hacer películas, o sea,
en el cine”, dice el director en la misma entrevista.
G-O-D-A-R-D |
Pero, como a nadie escapa, el cine fue traicionado por el propio cine,
primero abortando sus posibilidades disquisitivas en favor de una digresión más
lineal, y después volcando lo que pudiera aún quedar de reflexión
cinematográfica en estrategias apellidadas por alguien (pues siempre hay alguien que tiene la idea) como “arte”.
Y aclaro: que alguien diga “esto es arte” es ya una provocación ideológica de
dimensiones colosales: es suponer que esto merece un embalsamado, un ser
comprendido desde el púlpito de ya, antes de cualquier otra cosa, su ser-“arte”.
Me estoy refiriendo a que el videoarte, el arte conceptual, han conquistado
para sí todo el potencialidad de la técnica cinematográfica. El resultado de
por sí no es que haya sido ni muchos menos malo: pero sí que es lícito
denunciar que el arte tiene sus propias estrategias y que muchos de sus
esfuerzos avanzan en la línea de pensarse y repensarse así mismo hasta casi al
náusea, con lo que el cine suele ser una medio para ello más que un fin en sí
mismo.
La frase hecha aquella de que “siempre nos quedará Godard”, el seguir llamando “provocador” a un anciano de 83 años,
alude a esta situación afásica y claustrofóbica del cine: entre ser un meapilas
hollywoodense o un diletante artístico, al cine no le queda donde ser llamado
por su nombre. Solo Godard se atreve
a llamar cine al cine justo donde su nombre ha quedado por completo prohibido.
Pero avancemos. Se señala, casi con una sorpresa que solo señala lo
indocumentado de algunos juntapalabras,
la falta
de sentido lógico de su cine, como si eso fuese una extravagancia de aquel a
quien, como a un niño mimado, se le permite todo. Pero sin embargo, y gracias a
esa ausencia de lógica narrativa que esta película capta la vida más y mejor
que cualquier otra intentona de carácter clasicoide. Porque esa falta de lógica
que se aduce en la película es la misma que existe en la vida: la misma
vibración asintótica, la misma coagulación de acontecimientos sin desarrollo
alguno, la misma refracción sinodial en pos de algo que pueda tener los
arrestos de ser llamado “vida”.
Y es que nuestras
vidas han devenido azares consuetudinarios que acontecen en la pantalla-mundo
y, lo curioso, es que nadie parece haberse dado cuenta. Porque si no, ¿de qué
esta salutación a l’enfant terrible
de la cinematografía gala?, ¿de qué venir otra vez –la enésima– con que Godard
hace un cine muy peculiar? Muy sencillo: porque el cine, piensan, está para
otra cosa. Para distraernos, para como si de juglares se tratase, contarnos una
historia con que pasar el mal rato que supone tener que lidiar con nuestra
diaria existencia de pringao.
Es en este sentido
que el título de “Adiós al lenguaje” es poco menos que una declaración de
intenciones: JLG se ha visto llamado
a hacer esta película justo cuando el cine más tendría que decirnos pero menos (vista
la enjundia que suele destilar la cartelera) es capaz de hacerlo. Adiós al
lenguaje, decimos, cuando la realidad ha sido fagocitada en una infinidad de
imágenes instantáneas que refulgen en nuestras pantallas; adiós al lenguaje
cuando nuestra lógica comunicacional está regida por la memez del emoticono y
la inmanencia absoluta de una visualidad total; adiós al lenguaje cuando
nuestras relaciones, idas y venidas, nuestros regímenes de saberes y
competencias, no pueden ya quedar enclaustrados en representación alguna sino
que todo es ya modular, rizomático e hiperfluido; adiós al lenguaje cuando la
realidad no se abre en el decir de ningún discurso sino que es un dispositivo
de implementación que se abre a la instantaneidad de la siguiente imagen.
Pero todas estas
buenas intenciones, ¿cómo se concretizan en el cine de Godard? El director
franco-suizo maneja, a nuestro decir, una teoría cinematográfica muy simple:
una imagen como poco muestra, aunque lo suyo es que siempre señale y que nunca
enseñe. Y de propina un axioma: documental y ficción,
c’est la meme chose!! Dicho lo cual, la clave está en el aparecer de eso que
antes hemos señalado como el núcleo de la cinematografía: el vínculo
invisible que se da entre palabra e imagen. Es decir, la liaison entre imagen y texto pero que no es ni imagen ni texto;
el exceso de invisibilidad con que toda imagen carga; el reverberar de la
emoción que hace que cada momento dure más que un instante. Es por ello que el
cine godardiano suele moverse en triadas más que en duplas, de modo que la
imagen nunca se cierra en su propia dicotomía (lo que supondría un ‘enseñar’)
sino que se abre a un vínculo que nunca está presente (es decir, señala hacia
donde ir pero sin llegar a ir nunca).
Por
ejemplo en esta película, para todo lo que quiere decir Godard, para referirse
a la incomunicación y alienación entre el hombre y la mujer pero sin llegar a
decirlo, emerge la figura del protagonista principal: el perro, Roxy. En la
mirada de este perro se reconcentra todo lo que el ser humano no “sabe” ver; el
animal, en su inocencia, tiene una relación más directa con la naturaleza, con
lo que le rodea…con la vida. El perro, su mirada, actúa como contraplano entre
los dos títulos con que, a modo de bucle, sitúa Godard cada episodio:
naturaleza y metáfora.
Y es que si hay que
decir “adiós al lenguaje” es porque nuestras metáforas, nuestras estrategias de
acercamiento, simbolización y comprensión han quedado anuladas. Nuestra ceguera,
nuestro régimen escópico afanado en conquistar más que en mediar una lícita
relación hace que ya, por mucho que veamos, no haya nada que ver. Godard nos hace un recorrido por
nuestras decaídas metáforas, por esa política ninguneante que nos gastamos, por
nuestras catástrofes y genocidios. Está Hitler,
el Archipiélago
Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, el Frankenstein
de Mary Shelley, denuncias de esta
democracia fantasmática en la que anidamos, el recuerdo del año 1933 como el
inicio de nuestra civilización (ahí cuando se inventó la televisión y, al tiempo,
Hitler fue elegido democráticamente).
Así, la película
pudiera destilar una endémica negatividad pero que acaba con un canto vital, con
una explosión de esperanza. El perro, en la naturaleza, y una sola máxima: el
perro es el único ser vivo que es capaz de amarte más que el amor que tiene por
sí mismo. Y quien dice amar, dice respetar al otro: “el filósofo es aquel que
se deja inquietar por la figura del otro”, se dice en un momento de la
película.
Pero para amar al
otro –y esto es lo que creo quiere decirnos Godard– es necesario crear un nuevo
lenguaje, una nueva metáfora para el otro (un nuevo, por ejemplo y como se dice
al comienzo de la película, concepto de África). Es decir, un nuevo emerger del
mundo, la imposible posibilidad de un nuevo imaginar. "Todos aquellos que no tienen imaginación se refugian en la
realidad": se trata, en suma, de lo que trata todo verdadero
ejercicio revolucionario, de imaginar de nuevo. Para eso, en definitiva, está
el cine: para decir adiós al lenguaje
e imaginar otro.
Quizá haya que volver
al comienzo y llamar al mundo simplemente “bosque”, como lo Chiwawas. Y dejar,
todo lo demás, a la imaginación.
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