MAÍLLO: ENHANCED
EMPTYING
GALERÍA PONCE+ROBLES: hasta 15/01/16
Entre los rasgos más
característicos de esta postmodernidad diluida en la que nos encontramos es el
carácter escritural de toda práctica estética. Sumidas en un doble giro –el
lingüístico y el alegórico– las estrategias artísticas se someten a un proceso
de licuado por el cual su lenguaje, hasta entonces orgánico en el sentido de
que significado y significante mantenían al menos una armoniosa relación, es
ahora dislocado de toda función representacional y simbólica.
Escritura, por tanto,
para referenciar a medida que se avanza, para atender tanto a su presencia como
a su ausencia; escritura, sobre todo, porque el código solo será decodificado a
través del propio código, de los propios signos diseminados por la superficie
de cada medio. No hay ya reglas generales sino un manual al uso útil solo para
cada obra. Es decir: cada obra se escribe a sí misma y, escribiéndose, ofrece
las reglas para un intento de significación que será siempre y en cada caso un
intento de traducción imposible.
Hablando de la alegoría,
Brea (releído una y otra vez) señala
como Duchamp fue el primero en
apostar por un alfabeto enteramente nuevo, un alfabeto que “no será ya
fonético, sino solamente visual; se le podrá comprender con los ojos, pero no
se le podrá leer ni en silencio ni en voz alta”. Y es que ese es, sin duda, uno
de los rasgos definitorios de nuestra epocalidad: una presentabilidad ilegible,
una inmanencia flotante sin agarre ninguno. Todo está ahí, dado sin preaviso,
recortando un espacio de sensibilidad a través de unas reglas de las que parece
faltar siempre algún dato, una consigna precisa, un manuscrito que nos asegure
una traducción como válida.
A este respecto, el
propio Brea en el ensayo Noli me legere señala las cuatro
estrategias artísticas que, según Craig
Owens, más claramente están en sintonía con el impulso alegórico de la
postmodernidad: la apropiación de imágenes (alegoría como estructura de
repetición diferida), los site specific
(emblema de lo efímero y lo transitorio), las estrategias de acumulación (alegoría
como metáfora individual introducida en secuencias continuas) y, por último, la
reciprocidad entre lo visual y lo verbal (imágenes visuales que se ofrecen como
texto escrito a descifrar).
Si decimos todo esto
es porque, a nuestro entender, es desde este impulso alegórico desde donde puede
comprenderse la obra de Maíllo de
manera más profunda. Maíllo se
apropia de imágenes y, más aún, de modos de visualidad como los grafiti, cartoons, series de televisión, etc;
apuesta en su disposición por la acumulación e, incluso a veces, por la
instalación (¿quién no recuerda Detroit, su
última serie en la galería?) y, por último, la consigna que mueve su obra no es
representar sino darnos un texto como una traducción ilegible de un mundo
exterior en expansión continua.
Porque si en
definitiva “en la alegoría la imagen es un jeroglífico” (Owens), ¿no es así como mejor se puede interpretar la obra del pintor
madrileño?, ¿cómo un denso jeroglífico donde apropiación, vaciamiento de
contenidos, fragmentación, yuxtaposición y separación de significado y
significante son los modus operandi de este proceso escritural?, ¿no son sus
lienzos dispositivos de repotenciación de significado y no producción cerrada
de sentido?
En suma, sus obras no
son representaciones de una realidad poliédrica y evasiva como la nuestra, no
son intentos de significar ningún mundo: sus lienzos son palimpsestos,
ejercicios de lectura oblicua que precisan de otro texto, intentos fracasados de
una traducción para la que no hay ya diccionario.
Pero sin
duda donde el joven pintor más alegórico se muestra es a la hora de –desde su
adscripción obvia a las estéticas del pop– no dejar de ver todo objeto como una
mercancía y saberse habitante de un mundo donde la banalización icónica de una realidad
construida a golpes de consumo informacional a través de los mass media a sustituido a cualquier otra
postulación de mundo como horizonte significativo capaz de representación.
Pintar en un mundo
que se mueve a impulsos sobrecargados de una sensibilidad cercana a lo
compulsivo lacrimógeno, pintar en un mundo suspendido en un marasmo de redes
informativas que degluten el poso óntico de cualquier ente para reducirlo a
mercancía lista para embalar, pintar en un mundo donde la ideología ha
conseguido invertir las seguridades (falsas pero seguridades al fin y al cabo)
que filtraba en hegemónico o no hegemónico las clases, las ideas o los gustos,
solo puede hacerse desde un lenguaje que
dé carpetazo a todo juego de significancia, representación y simbolismo.
Es necesario, por el
contrario, un lenguaje que apueste por obras de arte donde nos ejercitemos en
el acontecimiento fundante de nuestra contemporaneidad: que no hay ya modo de leer
qué sucede, qué todo texto es ya una traducción de un texto que lo más seguro hemos
perdido en alguna mudanza, en alguno de nuestros variados exilios, que vivimos
un tiempo infinito que aunque vacío ya de acontecimientos con capacidad
narrativa simplemente dura, se desarrolla en una onda expansiva en la que la gran
alegoría sería aquella que dicta que nada nos cabe ya esperar.
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