DANH VO: DESTIERRA A LOS SIN ROSTRO/PREMIA TU GRACIA
MNCARS (PALACIO DE CRISTAL): hasta
28/03/16
No
sabemos si es que el espacio es complejo de por sí, pero hay que reconocer que
los vagabundeos y errancias de los artistas por el Palacio de Cristal son casi
norma de la casa. Pareciera que la salida se encuentra la mayor parte de las
veces en la datación del propio edificio, perteneciendo éste a esa nebulosa época
de finales del siglo XIX donde ni siquiera se presagiaban la cantidad de
fracasos que estaban por venir. Y es que ahora que la mixtura temporal y el
palimpsesto de cronologías revierte en estrategia crítica de primer orden, el
tener que circunscribir una instalación dentro de un edificio como el que nos
ocupa parece que basta para desatar la sed de heterocronía del artista
contemporáneo.
En esta
ocasión, Danh Vo no se anda con
chiquitas y sin mediación alguna hace del palacio entero una vitrina museística,
de un museo no tan educativo e interactivo como los de ahora sino donde la
lógica de archivo era –aun sin saberlo– la razón que lo implementaba. Pero es
que, claro está, Danh Vo tiene razones
de peso para hacer lo que hace: huyendo del Vietcong, su familia es salvada por
un carguero danés cuando la barcaza en que pretendían alcanzar los Estados
Unidos estaba a punto de naufragar.
Desde
semejante punto de arranque, sabiéndose no ya solo emigrante sino refugiado,
normal que la mirada de Vo haya sido
más sensible a los engranajes de formación de una cultura que, se mire por
donde se mire, nunca es nativa: “la cultura es cruce de polinización, cruce de
contaminación”, ha dicho el artista en una entrevista para la reciente Bienal de Venecia donde ha representado
a Dinamarca.
Así las
cosas, para esta intervención en el Palacio de Cristal Danh Vo no ha tenido más que ser fiel a su estrategia estética: utilizar
la fragmentación de tiempos y espacios para ejercitar una racionalidad crítica
sobre la formación de culturas –sobre todo la occidental– que nada tiene de
bucólico ni bien pensante. De ahí que la datación del palacio le haya servido
de detonante desde la que sin despeinarse enarbolar su discurso artístico.
Acostumbrados
a una mirada occidental sobre lo que antaño se comprendían como colonias, la
mirada de Danh Vo nos devuelve la
nuestra para ser ahora él quien mete en una vitrina museística restos de lo que
pudiera comprenderse como “cultura occidental”. De este modo, subido sobre este
juego especular, lo que Vo parece
decirnos es que igual que la selección de sus objetos no llegan a dar siquiera
una pincelada gruesa de lo que fue y es la cultura occidental, de igual modo
nuestros intentos de apresar otras culturas no acaba sino en un ejercicio
ideológico de aproximación circense. Todo queda, en el mejor de los casos, a
las puertas de una comprensión que no puede ser más que deficitaria.
Pero,
si uno observa con detenimiento, no se trata de una catalogación compulsiva de
objetos, de un archivo concienzudo de grandes imágenes poseedoras de una gran
condensación memorística. Es decir, no son objetos que estén en lo que Boris Groys llama el espacio submediático.
Tampoco se trata de jugar al cinismo sin ton ni son y enarbolar la necesidad de
instaurar una nueva lógica para un archivo diferente. Vo parte de cero y en su intento de hacernos pensar lo que es una
cultura nos ofrece el remiendo de todo un proceso ideológico donde trata de
hacer volver a hablar a objetos que, por mucho que se los fuerce, se hacen
fuertes en su silencio.
Y ese
es el interés que, para mí, despierta la obra de Danh Vo: no ya el encarnar la enésima referencia a una cultura que fue
–y es– barbarie y violencia; no ya el ofrecernos un refrito de las mecánicas ideológicas
de construcción de archivo; no ya tampoco el pensar acerca del arte desde la
excepcionalidad que él mismo supone. Lo interesante es el hacer obvio y patente
cómo la novedad es ya de por sí una abstracción ideológica y cómo somos ya
incapaces de dotar de significado a cualquier cosa que trate de profundizar un
poco en un mundo global que ha devenido ya pantalla hiperplana.
Seiscientos fósiles de mamut, un Cristo de
marfil del siglo XVII, una fotografía del primer paseo espacial estadounidense
tomada en 1965 por la NASA durante la misión Gemini 4, un cartón vacío de leche,
un torso griego de mármol de hace dos mil años de Apolo seccionado por la mitad
dentro de un caja de leche condensada, una Madona policromada del gótico
temprano francés: todo este conjunto no remite ya a desplazar la frontera
mediática que separa lo profano y lo submediático sino a dejar claro que todo
intento de remediar la situación ideológica desde la que toda cultura parte
está condenada a una mera serie de balbuceos incoherentes. Y es que cuando la
tragedia ha asolado toda una cultura, tratar de levantar el vuelo solo puede
quedar en ejercicios de traducción donde, a fin de cuantas, nada se diga.
Quizá
en este punto la presencia de una carta bien concreta nos da más de una clave: la carta
de un misionero francés del siglo XIX, escrita la víspera de su ejecución, es
transcrita por el padre del artista, Phung
Vo, el cual al no saber el idioma copia las letras como si fueran meras formas
sin relación con ningún significado. Dicho ejercicio de escritura remite a
nuestra situación y de la que la obra en conjunto de Vo trata de hacer referencia: no es que haya quedado algo sin decir
sino que ya somos incapaces de articular discurso. Quizá el pasado no nos diga
nada, quizá el futuro seamos incapaces de imaginarlo: lo único cierto es que
nuestro presente es un deambular por salas donde solo sabemos narrar nuestros
traumas, nuestros fallos de lectura y escritura.
Quizá
el valor del trabajo de Danh Vo sea
precisamente ese: el ofrecernos cómo toda construcción simbólica a partir de un
grado cero no es más que la sinrazón de un trauma que trata de hacer pie en el
laberíntico mundo de un régimen de representación que se ha esfumado.
El
síntoma primordial de la postmodernidad, señalaba Jameson, es un derrumbe esquizofrénico en el lenguaje y la
temporalidad que provoca una inversión compensatoria en la imagen y el instante:
todo dura eternamente, es decir, un suspiro. Y si la alegoría tiene el espesor
de lo que dura, bien puede concluirse que la instalación de Vo es un ejercicio alegórico dentro de
un tiempo infinitamente diferido donde nada puede ya decirse ni leerse, donde
nada acontece sino un tiempo desnudo de acontecimientos, un tiempo donde el
sistema postal ha entrado en barrena debido a que ya nadie sabe leer ni
escribir cartas.
Sí:
en definitiva la vitrina decimonónica en que ha convertido Vo el Palacio de Cristal no remite a tiempos pasados sino que
apunta a la ilegibilidad de nuestro propio mundo: ahí donde ya no hay rastro de
un significado escondido tras el símbolo, donde todo redunda en una alegoresis ilimitada donde –sin código de
lectura ni escritura válido– “cada persona, cada cosa, cada relación, puede
significar otra cosa” (Benjamin). O,
lo que es lo mismo, el secreto es que no hay secreto.
Escritura
visual ésta que nos ofrece Vo hijo
como escritura sin palabras, inefable e ilegible –como la carta de Vo padre–. Icono puro pero sin trascendencia
ni profundidad ninguna. Mero juego de efectos superficiales. Mero barroquismo.
Y es que, aludiendo al título del pabellón danés en la última Bienal de Venecia
–mothertongue– cuyo autor fue el
propio Vo, el engaño ha sido pensar
que existía una lengua madre, una lengua original con la que poder decirlo
todo. Pero el arte es justo hacerse cargo de esa imposibilidad, de que a fin de
cuantas siempre llega el momento de –como se titula la exposición comisariada
por el propio Danh Vo en la Fundación Pinault también en Venecia–
decir lo que no se quiere (Slip of the
tongue), decir lo otro, decir lo que no se puede decir porque no hay ya
modo de leerlo ni de escribirlo.
La instalación
de Danh Vo da cuenta por tanto de
este drama contemporáneo que llena una escena hiperbarroca: y es que cuando ya no hay
modo de escribir ni de leer, cuando el símbolo dejó sitio a una alegoría donde
el tiempo terminó por desquiciarse, lo que nos queda es construir imágenes
debajo de las cuales se intuye comprobar nuestro naufragio. Sin rostro ni
gracia, pero ya con mantenernos a la deriva es un logro para quien ha olvidado
todo modo de orientación. ¿Vendrá algún otro barco danés a salvarnos de una muerte
segura? Creemos que no, pero entretengámonos recortando imágenes, quizá exista
un futuro donde todo pueda volver a ser leído y volver a ser escrito.
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