viernes, 8 de enero de 2016

DANH VO: LA ESCENA ILEGIBLE.


DANH VO: DESTIERRA A LOS SIN ROSTRO/PREMIA TU GRACIA
MNCARS (PALACIO DE CRISTAL): hasta 28/03/16

No sabemos si es que el espacio es complejo de por sí, pero hay que reconocer que los vagabundeos y errancias de los artistas por el Palacio de Cristal son casi norma de la casa. Pareciera que la salida se encuentra la mayor parte de las veces en la datación del propio edificio, perteneciendo éste a esa nebulosa época de finales del siglo XIX donde ni siquiera se presagiaban la cantidad de fracasos que estaban por venir. Y es que ahora que la mixtura temporal y el palimpsesto de cronologías revierte en estrategia crítica de primer orden, el tener que circunscribir una instalación dentro de un edificio como el que nos ocupa parece que basta para desatar la sed de heterocronía del artista contemporáneo.
En esta ocasión, Danh Vo no se anda con chiquitas y sin mediación alguna hace del palacio entero una vitrina museística, de un museo no tan educativo e interactivo como los de ahora sino donde la lógica de archivo era –aun sin saberlo– la razón que lo implementaba. Pero es que, claro está, Danh Vo tiene razones de peso para hacer lo que hace: huyendo del Vietcong, su familia es salvada por un carguero danés cuando la barcaza en que pretendían alcanzar los Estados Unidos estaba a punto de naufragar.
Desde semejante punto de arranque, sabiéndose no ya solo emigrante sino refugiado, normal que la mirada de Vo haya sido más sensible a los engranajes de formación de una cultura que, se mire por donde se mire, nunca es nativa: “la cultura es cruce de polinización, cruce de contaminación”, ha dicho el artista en una entrevista para la reciente Bienal de Venecia donde ha representado a Dinamarca.
Así las cosas, para esta intervención en el Palacio de Cristal Danh Vo no ha tenido más que ser fiel a su estrategia estética: utilizar la fragmentación de tiempos y espacios para ejercitar una racionalidad crítica sobre la formación de culturas –sobre todo la occidental– que nada tiene de bucólico ni bien pensante. De ahí que la datación del palacio le haya servido de detonante desde la que sin despeinarse enarbolar su discurso artístico.  


Acostumbrados a una mirada occidental sobre lo que antaño se comprendían como colonias, la mirada de Danh Vo nos devuelve la nuestra para ser ahora él quien mete en una vitrina museística restos de lo que pudiera comprenderse como “cultura occidental”. De este modo, subido sobre este juego especular, lo que Vo parece decirnos es que igual que la selección de sus objetos no llegan a dar siquiera una pincelada gruesa de lo que fue y es la cultura occidental, de igual modo nuestros intentos de apresar otras culturas no acaba sino en un ejercicio ideológico de aproximación circense. Todo queda, en el mejor de los casos, a las puertas de una comprensión que no puede ser más que deficitaria.
Pero, si uno observa con detenimiento, no se trata de una catalogación compulsiva de objetos, de un archivo concienzudo de grandes imágenes poseedoras de una gran condensación memorística. Es decir, no son objetos que estén en lo que Boris Groys llama el espacio submediático. Tampoco se trata de jugar al cinismo sin ton ni son y enarbolar la necesidad de instaurar una nueva lógica para un archivo diferente. Vo parte de cero y en su intento de hacernos pensar lo que es una cultura nos ofrece el remiendo de todo un proceso ideológico donde trata de hacer volver a hablar a objetos que, por mucho que se los fuerce, se hacen fuertes en su silencio.
Y ese es el interés que, para mí, despierta la obra de Danh Vo: no ya el encarnar la enésima referencia a una cultura que fue –y es– barbarie y violencia; no ya el ofrecernos un refrito de las mecánicas ideológicas de construcción de archivo; no ya tampoco el pensar acerca del arte desde la excepcionalidad que él mismo supone. Lo interesante es el hacer obvio y patente cómo la novedad es ya de por sí una abstracción ideológica y cómo somos ya incapaces de dotar de significado a cualquier cosa que trate de profundizar un poco en un mundo global que ha devenido ya pantalla hiperplana.
 Seiscientos fósiles de mamut, un Cristo de marfil del siglo XVII, una fotografía del primer paseo espacial estadounidense tomada en 1965 por la NASA durante la misión Gemini 4, un cartón vacío de leche, un torso griego de mármol de hace dos mil años de Apolo seccionado por la mitad dentro de un caja de leche condensada, una Madona policromada del gótico temprano francés: todo este conjunto no remite ya a desplazar la frontera mediática que separa lo profano y lo submediático sino a dejar claro que todo intento de remediar la situación ideológica desde la que toda cultura parte está condenada a una mera serie de balbuceos incoherentes. Y es que cuando la tragedia ha asolado toda una cultura, tratar de levantar el vuelo solo puede quedar en ejercicios de traducción donde, a fin de cuantas, nada se diga.


Quizá en este punto la presencia de una carta bien concreta nos da más de una clave: la carta de un misionero francés del siglo XIX, escrita la víspera de su ejecución, es transcrita por el padre del artista, Phung Vo, el cual al no saber el idioma copia las letras como si fueran meras formas sin relación con ningún significado. Dicho ejercicio de escritura remite a nuestra situación y de la que la obra en conjunto de Vo trata de hacer referencia: no es que haya quedado algo sin decir sino que ya somos incapaces de articular discurso. Quizá el pasado no nos diga nada, quizá el futuro seamos incapaces de imaginarlo: lo único cierto es que nuestro presente es un deambular por salas donde solo sabemos narrar nuestros traumas, nuestros fallos de lectura y escritura.
Quizá el valor del trabajo de Danh Vo sea precisamente ese: el ofrecernos cómo toda construcción simbólica a partir de un grado cero no es más que la sinrazón de un trauma que trata de hacer pie en el laberíntico mundo de un régimen de representación que se ha esfumado.
El síntoma primordial de la postmodernidad, señalaba Jameson, es un derrumbe esquizofrénico en el lenguaje y la temporalidad que provoca una inversión compensatoria en la imagen y el instante: todo dura eternamente, es decir, un suspiro. Y si la alegoría tiene el espesor de lo que dura, bien puede concluirse que la instalación de Vo es un ejercicio alegórico dentro de un tiempo infinitamente diferido donde nada puede ya decirse ni leerse, donde nada acontece sino un tiempo desnudo de acontecimientos, un tiempo donde el sistema postal ha entrado en barrena debido a que ya nadie sabe leer ni escribir cartas.
Sí: en definitiva la vitrina decimonónica en que ha convertido Vo el Palacio de Cristal no remite a tiempos pasados sino que apunta a la ilegibilidad de nuestro propio mundo: ahí donde ya no hay rastro de un significado escondido tras el símbolo, donde todo redunda en una alegoresis ilimitada donde –sin código de lectura ni escritura válido– “cada persona, cada cosa, cada relación, puede significar otra cosa” (Benjamin). O, lo que es lo mismo, el secreto es que no hay secreto.


Escritura visual ésta que nos ofrece Vo hijo como escritura sin palabras, inefable e ilegible –como la carta de Vo padre–. Icono puro pero sin trascendencia ni profundidad ninguna. Mero juego de efectos superficiales. Mero barroquismo. Y es que, aludiendo al título del pabellón danés en la última Bienal de Venecia –mothertongue– cuyo autor fue el propio Vo, el engaño ha sido pensar que existía una lengua madre, una lengua original con la que poder decirlo todo. Pero el arte es justo hacerse cargo de esa imposibilidad, de que a fin de cuantas siempre llega el momento de –como se titula la exposición comisariada por el propio Danh Vo en la Fundación Pinault también en Venecia– decir lo que no se quiere (Slip of the tongue), decir lo otro, decir lo que no se puede decir porque no hay ya modo de leerlo ni de escribirlo.
La instalación de Danh Vo da cuenta por tanto de este drama contemporáneo que llena una  escena hiperbarroca: y es que cuando ya no hay modo de escribir ni de leer, cuando el símbolo dejó sitio a una alegoría donde el tiempo terminó por desquiciarse, lo que nos queda es construir imágenes debajo de las cuales se intuye comprobar nuestro naufragio. Sin rostro ni gracia, pero ya con mantenernos a la deriva es un logro para quien ha olvidado todo modo de orientación. ¿Vendrá algún otro barco danés a salvarnos de una muerte segura? Creemos que no, pero entretengámonos recortando imágenes, quizá exista un futuro donde todo pueda volver a ser leído y volver a ser escrito.

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