SHIMABUKU:
CUBAN SAMBA
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: hasta
23/07/16
Vivimos tiempos paupérrimos en los que
dudamos incluso de que seamos los últimos hombres. Quizá lo fuimos, pero la estulticia
contemporánea nos hace ya dudar hasta de la misión que, presumiblemente,
teníamos encargada. Quizá todo lo que nos reste no sea sino un tratar de
evitar, como sea, la inminente catástrofe. Para ello, habitar en un tiempo
vacío, superficial y eternamente presente donde, a las claras, nunca sucede
nada no es sino nuestro mejor camuflaje para pasar la tormenta.
Quizá en esta temporalidad nauseabunda
no haya ya esperanza de ningún tipo pero, ¿qué se puede hacer cuando fuera no
hay otra cosa que las inclemencias de un tiempo-cero? Quizá apostar por la
única experiencia que –todavía– nadie nos puede usurpar: constatar que, como
decía Benjamin en Las afinidades electivas, “la esperanza
sólo nos ha sido dada para los desesperados”; constatar, más aún y esta vez con
Brea, que aunque haya esperanza pero
no para nosotros, “maldita sea, quién
la necesite: ¿acaso no basta con que la
haya?”.
Es para proteger de injerencias esta
posibilidad última de nuestras experiencias para lo que está el arte. Una posibilidad
en subjuntivo, una posibilidad que ha de ser trasmitida como perenne disyunción,
una posibilidad que ha de mostrar los desgarro de una vida –nuestras vidas-
frustradas de raíz. Y, sobre todo, una posibilidad que, contra los agoreros del
fin de la historia, contra los cicateros del presente continuo, ha de ser mantenida,
sostenida, acogida por esa forma de enseñar las heridas llamada arte. Un arte que no está en modo alguno
para salvar pero sí al menos para hacer memoria; para no olvidar que, también
aquí con Brea, “la forma de la
promesa nos obliga, nos requiere”.
¿Cabe mayor jerarquía para el arte?,
¿cabe, en estos tiempos de oprobio y fin de todo, mayor altura de miras? Podríamos
en cualquier caso dudar si no fuera por la constatación fehaciente de un hecho:
es tan radical el destino que nos ha de proponer el arte que lo que le va de soi es que fracase, que se lie en
esa de antinomias idealistas que han vertebrado al arte y que, a fin de
cuentas, nos ofrezca la huella visible de su impotencia. Sí, sin duda que todo
lo que tenga la valentía de ser llamado arte en estos nuestros últimos días no
es sino el reguero de los fracasos que va dejando en el despliegue histórico de
su concepto. Pero esa es la única forma de mantener la esperanza en envío, de
sostener la emancipación como posibilidad.
A este respecto, el trabajo de Shimabuku (Kobe, 1969) es poco menos
que sintomático. Su obra es una antología del disparate donde lo importante es
la serie que corre oculta, desplazada debajo de ese acontecimiento mínimo que
el propio artista lleva a cabo: lo importante es la impotencia del propio arte
para proponer acontecimientos con profundidad resignificativa, lo importante –en
definitiva– es que las perfomances del artista japonés son el doble invertido
de lo que, según lo establecido, debiera ser el arte –un ámbito de emancipación,
de redención, un reducto inabordable donde la belleza sea salvífica.
Ejemplos, a montones. Su primera obra,
Tour of
Europe with One Eyebrow Shaved
(1991), consistía en hacer un tour por once países europeos con una ceja
afeitada, cosa que supuso un acicate con el que empezar conversaciones con
extraños. En Sunrise at Mt.
Artsonje, Shimabuku se subía
durante una salida de sol al tejado de un edificio en Corea elevando sobre su
cabeza un pescado de medio metro y haciendo incidir los rayos del sol sobre las
doradas escamas del pez. En el 2000 se llevó como compañero de viaje a un
pulpo, cosa que entre otras cosas supuso un revulsivo para el día a día ya que
no había jornada sin que el pulpo experimentase la primera vez de algo. Y, por ultimo aunque la serie sería casi infinita, En Fish and Chips (2006) sumergía una patata
en el río Mersey esperando encontrarse con peces vivos.
Como se ve, el viaje,
el azar, hacer de lo familiar extraño y viceversa y, en suma, el más inocente
de los surrealismos, son las cartas con las que se mueve este maestro de lo
absurdo, este paranoico de lo insensato. Su finalidad, sin embargo y como hemos
dejado claro al principio, situar al arte frene a su imperiosa inanición, ante
la incapacidad de cargar con el destino que debiera cargar: generar
acontecimientos en el desierto de lo real que habitamos.
Pero para ello, para
que semejante finalidad sea convenientemente bien encauzada, no basta sin más con
hacer gala de una gran espontaneidad ni de ser un tipo sumamente enrollado y de
imaginación desbordante. Porque, precisamente para que el ejercicio estético no
quede reducido a ocurrencia de dominguero, Shimabuku se sabe habitante de una encrucijada
de tensiones antinómicas irresolubles que él viene solo a descentrar mínimamente
y que tienen que ver, todas ellas, con la disolución del arte en la vida.
Y es que nuestro artista, simulando un
viaje continuo y como heredero de las tesis surrealistas, se sitúa entre el
arte y la vida, no sabiendo muy bien si llamar arte a la serie de propuestas
que gozan de la etiqueta “arte” o si, por el contrario, a lo estrafalario de
una vida en continuo detournement. Como
efecto, llamar “artista” a alguien como Shimabuku
que, de viaje en viaje, parece pegarse la vida padre, es poco menos que una
temeridad para el grueso de los ciudadanos que sufrimos vidas dilapidadas
Pero es ahí donde el arte –insistimos,
si quiere enfrentarse a su destino- ha de situarse: en el cruce paradójico, en
la disyuntiva irresoluble. Y es que solo ahí, insistimos nuevamente, se podrá crear
un vacío en la red de significantes con que vamos construyendo el mundo, un
significante-cero al cual no poder adscribir significado alguno. En este caso, toparnos
con una de sus “ocurrencias” no es ya solo sorprendernos ante lo mínimo de su
ejecución, sino también persuadirnos de que todo lo demás que nos rodea apenas
tiene la fuerza para proponerse con mayor firmeza. Un pulpo de viaje, una
patata en busca de su pescado, un tipo que viaja con la ceja depilada... un
ritmo de samba que surge de la lluvia, etc. ¿Tiene acaso nuestro mundo mayor
peso ontológico?
Claro está que, de inmediato,
incluso cuando el arte se hace cargo de sí mismo, de su propia incapacidad para
proponer algo más que la insensatez de la vida cotidiana, el riesgo de ver la
huella de su impotencia tergiversada y sometida al rito de la más banal de las
espectacularizaciones está más que presente. Es decir, el poder diluyente de la
realidad-espectáculo es ya, casi, absoluto. “El vacío neutral de la tele ofrece
horas y horas de naderías, alaridos, plegamientos
biográfico-pseudo-escandalosos, tertulianismo ejecutado atropelladamente por
idiotas pluscuamperfectos, rituales deportivos, el show de una realidad
descaradamente aburrida o una planetarización del Tratamientoi Ludovico”, comenta Fernando Castro en su último libro. ¿Cómo, ante esta globalización
de la hecatombe, poder proponer desde el arte ejercicios de resistencia que han
de remitir a la propia incomparecencia del Arte, a la impotencia de cualquier
estrategia para revertir la situación?
En el límite, ¿es Shimabuku un artista o un jeta de mucho cuidado?, ¿suponen su ‘políticas
del acontecimiento’ un refrito de la idioticia mundial o, por el contrario,
suponen una reduplicación con carácter de monumentalización del esperpento
capaz de, como el Angelus Novus de Benjamin, hacernos mirar para atrás y
contemplar la catástrofe?
Quizá
la respuesta esté en esa lata en la galería, esa lata que nos descoloca, una lata
que supone una irrupción de lo real-real: una huella de ese acontecimiento
mínimo que sí, es tan tonto como cualquier otro, pero que tiene la capacidad de
recoger una cantidad infinita de lluvia, es decir, de dolor, de sufrimiento, de
vidas desposeídas. ¿Con qué hace música Shimabuku
sino con todo el dolor del mundo? También, imagino, cualquier visitante a
la galería podría acercarse a la lata y hacerla sonar, hacer música con ella.
Si no lo hacemos es porque, tampoco pequemos de ingenuos, creemos muy poco en
el arte
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