No
habría porqué subrayarlo, pero es con sumo respeto y humildad, sabiendo
de antemano que no acierto en todo lo expuesto, que quiero sumarme a las
voces implicadas en hablar de una obra que, con sus muchos errores, es
de las más importantes realizadas en los últimos años.
Impotencia de la democracia,
impotencia del arte. Esta es la constatación fehaciente que puede descubrirse
en el trabajo de Doris Salcedo, al
menos si queremos poner en diálogo dos de sus obras, no sabemos si las más
importante, pero sí las que más opiniones han propiciado: una, ya con solera,
la que con el título de Shibboleth
ocupó la Sala de Turbinas de la
Tate durante el año 2007, y otra la que fue realizada en la Plaza
Bolívar de Bogotá el pasado día 11 de octubre titulada Sumando ausencias.
En este
sentido, y si este texto trata de abrir un boquete en el nudo de
interpretaciones que esta última obra ha suscitado, nuestra posición –cómo
trataremos de hacer patente a lo largo del texto– es que se comprende mejor si
la enfrentamos y la completamos con aquella otra obra de la Tate. Es sin duda
el conjunto de los dos trabajos lo que nos ofrece un panorama rotundamente
desolador, donde el arte reflejado en sus dos caras –en cuanto que circunscrito
en lo institucional o en cuanto que movimiento social– enarbola la única
bandera de la impotencia.
Nótese que
estas dos escenas del arte que hemos puesto sobre la mesa, su
devenir-institucional o su devenir-social, no son sino la transformación de
aquellos dos impulsos dialécticos que, en tanto que diluirse en la vida o
conseguir hacer del arte un ámbito separado y autónomo, han impulsado el
desarrollo histórico del concepto de arte. Así las cosas, las dos obras de Salcedo pondrían al arte no ya ante ese
acabamiento del arte que auspiciado en la forma de “fin del arte” no es sino la
ficción que nos permite seguir enfrascados con lo mismo, sino ante la
rotundidad de fenecer o pasar a otra cosa. Lo que se constata es que el impulso
dialéctico se ha detenido; ahora la dialéctica del arte opera desde una conversión
diáfana en espectáculo o, por el contrario, seguir enclavado en diatribas
dialécticas para las que –y la obra de Salcedo
es sintomático de tal fracaso– no hay resolución alguna.
Dicho esto,
sentando de base tanto las premisas como las conclusiones, pasemos ya a hablar
de ambas obras. En
referencia a la primera de estas dos obras, y sin ánimo de cubrir todo el
espectro de interpretaciones a las que dio pie, la grieta que para la ocasión
se llevó a cabo venía a poner –aparentemente– la mano en la “grieta” de un arte
que nunca es un ámbito de libertadas sino un dispositivo de asimilación ideológica.
Haciendo pie en una crítica institucional que siempre juega con las cartas
marcadas, la obra pretendía poner ante la vista del espectador el secreto del
arte –que solo opera vía institucionalidad– sin saber que la propia
institución-arte desconecta tal supuesta fuerza crítica, ya que, como sostiene José Luis Brea, “el propio aparato de
estado adviene a autopresentarse como la única genuina herramienta de
‘antagonismo’ eficiente al propio desarrollo del capital”, dotando así al museo
de una fuerza de legitimación que, de por sí, no tiene. Porque, en última
instancia y como señala Ernesto Castro en
un texto sobre la propia obra, “¿cuánto de profunda tiene que ser una grieta
para sustraerse a la ineludible asimilación institucional? ¿Hubiéramos acaso
disfrutado más viendo volar por los aires la Tate Galery?”.
En definitiva, en aquella ocasión Doris Salcedo pretendió poner al
desnudo el secreto del arte –secreto que por otra parte todos sabemos– sin
percatarse de que para la propia tectónica del capitalismo cultural tal gesto
es un rotundo gasto improductivo: de sobra sabe el capital –es más, en eso basa
su poder– que todos sabemos el secreto. Para el arte, en tanto que instancia de
producción capitalista, no hay código clave, no hay fonema que distinga los
amigos de los enemigos: todos estamos enfrascados en una farsa donde por mucho
“saber” que pongamos en el asador, nunca dejaremos de estar dentro de un
intrincado sistema de espejos falsos donde ese mismo saber se resuelve en
ideológico.
El error estriba en confundir el
antagonismo que vertebra la obra como consustancial al arte, como bofetada en
su mismo rostro cuando –repetimos– no es sino su más eficiente método de
avance: que para alguien algo sea arte y para otro no, que el arte-institución
no sea arte frente a otro que –al menos virtualmente– sí lo es, que hay saberes
más verdaderos que otros, no son todas ellas sino formas de antagonismo que
está muy bien ser capaz de mostrar pero que en nada atañe al arte en la era de
la espectacularización y la estetización de los mundos de vida. Y nada atañe
porque frente al arte no hay apátridas ni extranjeros: todos, insisto,
conocemos un secreto que el propio arte se afana en aclarar repartiendo
sospechas según la motivación de cada cual. Una sospecha que, actualmente, solo cabe ser
confirmada: el despistado espectador confirma que, como suponía y sospechaba,
no hay nada que ver en el arte contemporáneo; y el efectivo connoisseur confirma esa sospecha suya
de que, al fin y al cabo, es sólo su saber el que le capacita para movilizar el
montante de crítica suficiente como para superar cualquier falsa conciencia. Es en este mismo sentido que en Nuevas economías del entretenimiento: el
“efecto Tate”, texto de Brea
fundamental para comprender estas antinomias en que incurre el arte, el propio
autor comenta que la grieta constituye “una eficiente apariencia de
cuestionamiento de la misma lógica de la que participaba”.
Y, ¿en esta ocasión? Esta vez el
resultado ha sido similar solo que en relación a ese otro polo de atracción
dialéctico sobre el que, hasta ahora, ha ido pivotando el concepto de arte en
su desenvolvimiento: su devenir-vida, su diluirse en horizontes de sentido
capaces de remontar el oprobio de eso que nos dicen es vida. Similar, decimos,
porque si Shibboleth trataba de
mostrar una serie de antagonismos que vertebra a la práctica artística en la
esperanza de que eso conlleve la movilización de un saber determinado en el espectador,
en ese mismo sentido la constatación última de Sumando ausencias no es sino lograr mostrar una fractura social –sobre
la que, en última instancia, se construye toda democracia– y pretender desde
esa constatación acoger la posibilidad de que, ante tal “descubrimiento”, se
abra una esclusa donde poder advenir la ansiada reconciliación.
Así pues, unas mismas coordenadas: la
puesta en escena de un saber que
supere el enclaustramiento que el arte sufre a manos de su hiper institucionalización;
e, igualmente, la puesta en escena de otro saber
que supere la estrechez que supone inferir la voluntad de un pueblo de una
lógica tan ideológica como pudiera ser la democrática. Es decir, de nuevo se
trata de poner ante la vista un secreto, en este caso el de la democracia, con
el fin de –al igual que en caso de Shibboleth
en referencia al arte– apuntar a algún otro destino para una comunidad
social incapaz de superar sus antagonismos. Pero, de nuevo, el secreto ya
estaba ahí, a la vista de todos: la democracia opera no aunando voluntades sino
fraccionándolas y, a posteriori, reduciéndolas a un mínimo común denominador
con el fin de que el simulacro del “contrato social” sobrevuele toda formación
ideológica.
En este punto no es en absoluto baladí
referirse al pensamiento de Rancière:
“la democracia no es una simple forma
de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la
cual la política existe en general”.
Pero la democracia descansa en una paradoja: si por una parte es el a priori por
el que la política en tanto que causa del otro, en tanto que diferencia de la
ciudadanía consigo misma, existe, por otra parte cercena de raíz esta misma
diferencia ya que el democratismo es un medio para regular lo que se ha de
mantener fuera de la política; es una estrategia para regular siempre la
distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio,
siendo así imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la
de la violencia del consenso.
Tanto sea que “sí” como sea que “no”,
la democracia no construye una voluntad colectiva capaz de reingresar de forma
disensual la distancia que separa a cada uno
del otro sino que elimina tal distancia
volcándola en un consenso ideológico. En pocas palabras: el espacio social que
vertebra la democracia no es disensual sino que se basa en la fantasmagoría de
un consenso creado no como suma de voluntades sino como negación precisa de
toda distancia entre unos y otros. En este sentido, y según Rancière, para la democracia “la comunidad del consenso es una
comunidad donde hay exactamente el número de seres que se precisa, en términos
de individuos y en términos de nociones, una sociedad saturada donde hay justo
el número de cuerpos necesarios y el número de palabras necesario y suficiente
para designarlos y designar las diferentes maneras que tiene de pactar y
consentir juntos”. Ese cuerpo social, vinculado en una distancia
precisa que nos separa del otro, es lo que construye toda democracia.
Corolario de este punto de vista es
que ningún efecto conlleva el protestar enérgicamente contra los resultados
democráticos pues ello no va en la onda sino de querer imponer otra distancia
que, en tanto que también democrática, anularía a la establecida según el
plebiscito. Ni aquí en España es de utilidad alguna –más bien va en la
dirección de dotar más seguridad a que la decisión democrática está bien
fraguada- de que la mitad de la población tilde de idiota a la otra mitad que,
pese a todos los escándalos, corruptelas y malversaciones, sigue votando a la
derecha, ni allí en Colombia tiene ningún efecto disruptivo el tildar de reaccionarios
a los que votaron por el “no”.
Dicho todo esto, la supuesta misión
del arte sería ayudar a fraguar ese espacio disensual, un espacio donde la distancia
entre el uno y el otro no quedase nunca eliminada por el consenso democrático.
Una distancia donde todo sujeto fuese, en toda su capacidad, un sujeto político
y donde se evidenciase que, como apunta Rancière,
“el lugar del sujeto político es un intervalo o una falla: un estar-junto como
estar-entre: entre los nombres, las identidades y las culturas”: un entre-dos, una forma de estar
juntos al estar separados, un uno que no es un sí, sino la relación de un sí
con otro.
Es teniendo todo esto en cuenta que se
puede decir que la obra de Salcedo
yerra en lo que es su propósito: lo que logra es mostrar el antagonismo que
vertebra toda comunidad –subrayar si cabe más profundamente sus infranqueables
distancias, poner ante la mirada de todos ese secreto que también todos
conocemos– pero fracasa en esa misión que todavía para sí se da el arte llamado
público de crear un espacio de disenso donde las voluntades, las de los unos y
las de los otros, moldeen a cada instante una distancia que vincule y separe.
Y si así ha sido es porque el arte no
tiene ninguna capacidad para crear ese espacio disensual. Lo que sucede es que,
haciéndonos valer de nuevo de Brea, “el
arte público meramente refleja, bajo apariencia de denuncia, las
contradicciones culturales del capitalismo avanzado, de las que se constituye
en paradigma máximo –en cuanto su presencia en el dominio efectivo y no separado
de la vida cotidiana produce no solo discurso ideológico, sino también fantasmagoría
e implantación ideológica como aparente e implacable ‘realidad’”. Es solo
constatar el proceso burocrático de la puesta en escena de esta obra para darse
cuenta de que su virulencia no es sino reflejo de la eficiente división del
trabajo que moldea la sociedad, de los repartos de saberes, competencias e
identidades sobre los que se fragua la comunidad. Más aún, la decantación
mercantilista de la propia esfera artística hace que la autoría recaiga, ipso
facto, más que en ese reguero de ciudadanos que acudieron a mantener viva la
memoria, en el nombre de la artista; que cada sábana, al tiempo que servía de
sudario con el que amortajar el recuerdo de una víctima que, pese a todo, hay que
sostener, esté ya revalorizándose en el mercado del arte en tanto que,
precisamente, obra de Doris Salcedo.
En definitiva, el arte, haciendo oídos
sordos a la estetización absoluta de los mundos de vida, juega a recrear una
distancia entre arte y vida ya de todo punto absorbida por las lógicas de subjetivización
capitalista para, desde ahí, simular una reconquista, una nueva reorganización
que, ahora sí, dote a eso que llamamos “vida” de mayores capacidades de
emancipación. Nada, en definitiva, más ideológico que un reflejo hipostasiado y
falso de la dominación y minusvaloración de todo el entramado de nuestras
vidas. En este sentido, si el arte debe estar orientado a sentar las premisas –nunca
las conclusiones- para que toda identidad quede deslavazada del lugar asignado,
abrir la clausura desde donde opera toda representación y toda producción de
sentido a nuevas configuraciones disensuales, lo que lleva a cabo Salcedo con esta obra es una rotunda
estetización de la víctima.
En suma, y para no alargar mucho más
este texto, impotencia, la del arte y la de la democracia: por no ser capaces de
ayudar en el clamor de una humanidad que se desgañita mientras es reducida y lacerada
en un montante de experiencias mediocres a las que se le impone el yugo de
nombrar como “vida”. Impotencia, de nuevo, la del arte y la de la democracia:
por no alumbrar un espacio disensual que desidentifique, reconfigure y reordene
sino que, muy por el contrario, trabajen en el simulacro de una distancia que
no es sino el reflejo de su propia anulación consensuada. .
Decía Rancière que la proposición “todos somos judíos alemanes”
encarnaría a la perfección ese proceso de subjetivización capaz de alentar una
comunidad disensual. Quizá en el conflicto colombiano, igual que en los que hay
en España y en el resto de los que asolan el planeta, esto sea un imposible.
Pero en todo caso es un imposible no listo para consumir, simular una
superación o incluso estetizar: es un imposible que, pese a todo, ha de
mantenerse sobrevolando toda capacidad, la de unos y las de otros. Eso no
supone llamar a la víctima verdugo ni verdugo a la víctima: supone mantener el
latido por otro emplazamiento donde poderse pedir perdón en toda su infinita
cercanía, en toda su próxima lejanía.
Ante nosotros se abre, por tanto, la opción:
dejar de creer en el arte, dejar de creer en la democracia y lanzarnos a
experimentar nuevas capacidades y nuevas competencias, nuevos emplazamientos
donde poder decir lo que, por ahora, es imposible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario