jueves, 20 de octubre de 2016

SUMANDO AUSENCIAS: IMPOTENCIA DE LA DEMOCRACIA, IMPOTENCIA DEL ARTE


 
            No habría porqué subrayarlo, pero es con sumo respeto y humildad, sabiendo de antemano que no acierto en todo lo expuesto, que quiero sumarme a las voces implicadas en hablar de una obra que, con sus muchos errores, es de las más importantes realizadas en los últimos años.

Impotencia de la democracia, impotencia del arte. Esta es la constatación fehaciente que puede descubrirse en el trabajo de Doris Salcedo, al menos si queremos poner en diálogo dos de sus obras, no sabemos si las más importante, pero sí las que más opiniones han propiciado: una, ya con solera, la que con el título de Shibboleth ocupó la Sala de Turbinas de la Tate durante el año 2007, y otra la que fue realizada en la Plaza Bolívar de Bogotá el pasado día 11 de octubre titulada Sumando ausencias.
En este sentido, y si este texto trata de abrir un boquete en el nudo de interpretaciones que esta última obra ha suscitado, nuestra posición –cómo trataremos de hacer patente a lo largo del texto– es que se comprende mejor si la enfrentamos y la completamos con aquella otra obra de la Tate. Es sin duda el conjunto de los dos trabajos lo que nos ofrece un panorama rotundamente desolador, donde el arte reflejado en sus dos caras –en cuanto que circunscrito en lo institucional o en cuanto que movimiento social– enarbola la única bandera de la impotencia.
Nótese que estas dos escenas del arte que hemos puesto sobre la mesa, su devenir-institucional o su devenir-social, no son sino la transformación de aquellos dos impulsos dialécticos que, en tanto que diluirse en la vida o conseguir hacer del arte un ámbito separado y autónomo, han impulsado el desarrollo histórico del concepto de arte. Así las cosas, las dos obras de Salcedo pondrían al arte no ya ante ese acabamiento del arte que auspiciado en la forma de “fin del arte” no es sino la ficción que nos permite seguir enfrascados con lo mismo, sino ante la rotundidad de fenecer o pasar a otra cosa. Lo que se constata es que el impulso dialéctico se ha detenido; ahora la dialéctica del arte opera desde una conversión diáfana en espectáculo o, por el contrario, seguir enclavado en diatribas dialécticas para las que –y la obra de Salcedo es sintomático de tal fracaso– no hay resolución alguna.      
      

Dicho esto, sentando de base tanto las premisas como las conclusiones, pasemos ya a hablar de ambas obras. En referencia a la primera de estas dos obras, y sin ánimo de cubrir todo el espectro de interpretaciones a las que dio pie, la grieta que para la ocasión se llevó a cabo venía a poner –aparentemente– la mano en la “grieta” de un arte que nunca es un ámbito de libertadas sino un dispositivo de asimilación ideológica. Haciendo pie en una crítica institucional que siempre juega con las cartas marcadas, la obra pretendía poner ante la vista del espectador el secreto del arte –que solo opera vía institucionalidad– sin saber que la propia institución-arte desconecta tal supuesta fuerza crítica, ya que, como sostiene José Luis Brea, “el propio aparato de estado adviene a autopresentarse como la única genuina herramienta de ‘antagonismo’ eficiente al propio desarrollo del capital”, dotando así al museo de una fuerza de legitimación que, de por sí, no tiene. Porque, en última instancia y como señala Ernesto Castro en un texto sobre la propia obra, “¿cuánto de profunda tiene que ser una grieta para sustraerse a la ineludible asimilación institucional? ¿Hubiéramos acaso disfrutado más viendo volar por los aires la Tate Galery?”.
En definitiva, en aquella ocasión Doris Salcedo pretendió poner al desnudo el secreto del arte –secreto que por otra parte todos sabemos– sin percatarse de que para la propia tectónica del capitalismo cultural tal gesto es un rotundo gasto improductivo: de sobra sabe el capital –es más, en eso basa su poder– que todos sabemos el secreto. Para el arte, en tanto que instancia de producción capitalista, no hay código clave, no hay fonema que distinga los amigos de los enemigos: todos estamos enfrascados en una farsa donde por mucho “saber” que pongamos en el asador, nunca dejaremos de estar dentro de un intrincado sistema de espejos falsos donde ese mismo saber se resuelve en ideológico.
El error estriba en confundir el antagonismo que vertebra la obra como consustancial al arte, como bofetada en su mismo rostro cuando –repetimos– no es sino su más eficiente método de avance: que para alguien algo sea arte y para otro no, que el arte-institución no sea arte frente a otro que –al menos virtualmente– sí lo es, que hay saberes más verdaderos que otros, no son todas ellas sino formas de antagonismo que está muy bien ser capaz de mostrar pero que en nada atañe al arte en la era de la espectacularización y la estetización de los mundos de vida. Y nada atañe porque frente al arte no hay apátridas ni extranjeros: todos, insisto, conocemos un secreto que el propio arte se afana en aclarar repartiendo sospechas según la motivación de cada cual. Una sospecha que, actualmente, solo cabe ser confirmada: el despistado espectador confirma que, como suponía y sospechaba, no hay nada que ver en el arte contemporáneo; y el efectivo connoisseur confirma esa sospecha suya de que, al fin y al cabo, es sólo su saber el que le capacita para movilizar el montante de crítica suficiente como para superar cualquier falsa conciencia. Es en este mismo sentido que en Nuevas economías del entretenimiento: el “efecto Tate”, texto de Brea fundamental para comprender estas antinomias en que incurre el arte, el propio autor comenta que la grieta constituye “una eficiente apariencia de cuestionamiento de la misma lógica de la que participaba”.


Y, ¿en esta ocasión? Esta vez el resultado ha sido similar solo que en relación a ese otro polo de atracción dialéctico sobre el que, hasta ahora, ha ido pivotando el concepto de arte en su desenvolvimiento: su devenir-vida, su diluirse en horizontes de sentido capaces de remontar el oprobio de eso que nos dicen es vida. Similar, decimos, porque si Shibboleth trataba de mostrar una serie de antagonismos que vertebra a la práctica artística en la esperanza de que eso conlleve la movilización de un saber determinado en el espectador, en ese mismo sentido la constatación última de Sumando ausencias no es sino lograr mostrar una fractura social –sobre la que, en última instancia, se construye toda democracia– y pretender desde esa constatación acoger la posibilidad de que, ante tal “descubrimiento”, se abra una esclusa donde poder advenir la ansiada reconciliación.
Así pues, unas mismas coordenadas: la puesta en escena de un saber que supere el enclaustramiento que el arte sufre a manos de su hiper institucionalización; e, igualmente, la puesta en escena de otro saber que supere la estrechez que supone inferir la voluntad de un pueblo de una lógica tan ideológica como pudiera ser la democrática. Es decir, de nuevo se trata de poner ante la vista un secreto, en este caso el de la democracia, con el fin de –al igual que en caso de Shibboleth en referencia al arte– apuntar a algún otro destino para una comunidad social incapaz de superar sus antagonismos. Pero, de nuevo, el secreto ya estaba ahí, a la vista de todos: la democracia opera no aunando voluntades sino fraccionándolas y, a posteriori, reduciéndolas a un mínimo común denominador con el fin de que el simulacro del “contrato social” sobrevuele toda formación ideológica.
En este punto no es en absoluto baladí referirse al pensamiento de Rancière: la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general. Pero la democracia descansa en una paradoja: si por una parte es el a priori por el que la política en tanto que causa del otro, en tanto que diferencia de la ciudadanía consigo misma, existe, por otra parte cercena de raíz esta misma diferencia ya que el democratismo es un medio para regular lo que se ha de mantener fuera de la política; es una estrategia para regular siempre la distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio, siendo así imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso.


Tanto sea que “sí” como sea que “no”, la democracia no construye una voluntad colectiva capaz de reingresar de forma disensual la distancia que separa a cada uno del otro sino que elimina tal distancia volcándola en un consenso ideológico. En pocas palabras: el espacio social que vertebra la democracia no es disensual sino que se basa en la fantasmagoría de un consenso creado no como suma de voluntades sino como negación precisa de toda distancia entre unos y otros. En este sentido, y según Rancière, para la democracia la comunidad del consenso es una comunidad donde hay exactamente el número de seres que se precisa, en términos de individuos y en términos de nociones, una sociedad saturada donde hay justo el número de cuerpos necesarios y el número de palabras necesario y suficiente para designarlos y designar las diferentes maneras que tiene de pactar y consentir juntos. Ese cuerpo social, vinculado en una distancia precisa que nos separa del otro, es lo que construye toda democracia.
Corolario de este punto de vista es que ningún efecto conlleva el protestar enérgicamente contra los resultados democráticos pues ello no va en la onda sino de querer imponer otra distancia que, en tanto que también democrática, anularía a la establecida según el plebiscito. Ni aquí en España es de utilidad alguna –más bien va en la dirección de dotar más seguridad a que la decisión democrática está bien fraguada- de que la mitad de la población tilde de idiota a la otra mitad que, pese a todos los escándalos, corruptelas y malversaciones, sigue votando a la derecha, ni allí en Colombia tiene ningún efecto disruptivo el tildar de reaccionarios a los que votaron por el “no”.  
Dicho todo esto, la supuesta misión del arte sería ayudar a fraguar ese espacio disensual, un espacio donde la distancia entre el uno y el otro no quedase nunca eliminada por el consenso democrático. Una distancia donde todo sujeto fuese, en toda su capacidad, un sujeto político y donde se evidenciase que, como apunta Rancière, “el lugar del sujeto político es un intervalo o una falla: un estar-junto como estar-entre: entre los nombres, las identidades y las culturas: un entre-dos, una forma de estar juntos al estar separados, un uno que no es un sí, sino la relación de un sí con otro.
Es teniendo todo esto en cuenta que se puede decir que la obra de Salcedo yerra en lo que es su propósito: lo que logra es mostrar el antagonismo que vertebra toda comunidad –subrayar si cabe más profundamente sus infranqueables distancias, poner ante la mirada de todos ese secreto que también todos conocemos– pero fracasa en esa misión que todavía para sí se da el arte llamado público de crear un espacio de disenso donde las voluntades, las de los unos y las de los otros, moldeen a cada instante una distancia que vincule y separe.
Y si así ha sido es porque el arte no tiene ninguna capacidad para crear ese espacio disensual. Lo que sucede es que, haciéndonos valer de nuevo de Brea, “el arte público meramente refleja, bajo apariencia de denuncia, las contradicciones culturales del capitalismo avanzado, de las que se constituye en paradigma máximo –en cuanto su presencia en el dominio efectivo y no separado de la vida cotidiana produce no solo discurso ideológico, sino también fantasmagoría e implantación ideológica como aparente e implacable ‘realidad’”. Es solo constatar el proceso burocrático de la puesta en escena de esta obra para darse cuenta de que su virulencia no es sino reflejo de la eficiente división del trabajo que moldea la sociedad, de los repartos de saberes, competencias e identidades sobre los que se fragua la comunidad. Más aún, la decantación mercantilista de la propia esfera artística hace que la autoría recaiga, ipso facto, más que en ese reguero de ciudadanos que acudieron a mantener viva la memoria, en el nombre de la artista; que cada sábana, al tiempo que servía de sudario con el que amortajar el recuerdo de una víctima que, pese a todo, hay que sostener, esté ya revalorizándose en el mercado del arte en tanto que, precisamente, obra de Doris Salcedo


En definitiva, el arte, haciendo oídos sordos a la estetización absoluta de los mundos de vida, juega a recrear una distancia entre arte y vida ya de todo punto absorbida por las lógicas de subjetivización capitalista para, desde ahí, simular una reconquista, una nueva reorganización que, ahora sí, dote a eso que llamamos “vida” de mayores capacidades de emancipación. Nada, en definitiva, más ideológico que un reflejo hipostasiado y falso de la dominación y minusvaloración de todo el entramado de nuestras vidas. En este sentido, si el arte debe estar orientado a sentar las premisas –nunca las conclusiones- para que toda identidad quede deslavazada del lugar asignado, abrir la clausura desde donde opera toda representación y toda producción de sentido a nuevas configuraciones disensuales, lo que lleva a cabo Salcedo con esta obra es una rotunda estetización de la víctima.
En suma, y para no alargar mucho más este texto, impotencia, la del arte y la de la democracia: por no ser capaces de ayudar en el clamor de una humanidad que se desgañita mientras es reducida y lacerada en un montante de experiencias mediocres a las que se le impone el yugo de nombrar como “vida”. Impotencia, de nuevo, la del arte y la de la democracia: por no alumbrar un espacio disensual que desidentifique, reconfigure y reordene sino que, muy por el contrario, trabajen en el simulacro de una distancia que no es sino el reflejo de su propia anulación consensuada. .
Decía Rancière que la proposición “todos somos judíos alemanes” encarnaría a la perfección ese proceso de subjetivización capaz de alentar una comunidad disensual. Quizá en el conflicto colombiano, igual que en los que hay en España y en el resto de los que asolan el planeta, esto sea un imposible. Pero en todo caso es un imposible no listo para consumir, simular una superación o incluso estetizar: es un imposible que, pese a todo, ha de mantenerse sobrevolando toda capacidad, la de unos y las de otros. Eso no supone llamar a la víctima verdugo ni verdugo a la víctima: supone mantener el latido por otro emplazamiento donde poderse pedir perdón en toda su infinita cercanía, en toda su próxima lejanía.
Ante nosotros se abre, por tanto, la opción: dejar de creer en el arte, dejar de creer en la democracia y lanzarnos a experimentar nuevas capacidades y nuevas competencias, nuevos emplazamientos donde poder decir lo que, por ahora, es imposible.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario