domingo, 23 de abril de 2017

500 ENTRADAS: SOBRE EL ARTE CONTEMPORANEO Y SU MALESTAR


UNO

Quizá sea está una ocasión pintiparada para entrar a degüello en el asunto que nos ocupa y preocupa: el arte. 500 entradas en un blog da para cierto engalonamiento y también para perderle un poco el miedo al qué dirán. Para ello nada cómo dejarnos guiar por alguna lectura: la del libro Estudios del malestar, ensayo de José Luis Pardo, filósofo del que sabíamos ya muchas cosas, donde el autor va disparando –y acertando, qué ahí radica la dificultad del intento y la sencillez de la exposición– contra muchas cosas. Entre ellas, y  no de soslayo, el arte.
Pardo incluye el malestar no solo como síntoma epocal concreto –que en su frente político da lugar a los populismos– sino también, y dentro de la misma tesis, como patrón explicativo del arte contemporáneo. Mejor dicho: no es que lo incluya, sino que hace del arte ámbito privilegiado y protagonista principal desde donde escuchar las ondas sismográficas del malestar –social, político, cultural– en el que estamos sumidos.
Para ello, para hacer del arte rescoldo reaccionario donde nadan populismos varios en el caldo de cultivo que supone el propio malestar, la fuente de Duchamp –en tanto que obra que aglutina a los intentos de las vanguardias– es encumbrada, y no sin razón, en obra bisagra que separa no ya regímenes artísticos –como pudieran ser el Barroco o el Clasicismo– sino algo más importante: las propias estrategias artísticas dignas de ser entendidas como “arte”.
Y ahí radica el asunto: en que las vanguardias fracasaron de un modo tan paradójico que las hace alargar su sombra hasta el momento actual, comprendiéndose la historia del arte del siglo XX como una trama donde la onda expansiva de la Fuente tan pronto se hace oír con furia desbocada como que, al instante siguiente, es reducida a poco más que un fetiche. De este modo, sea lo que sea el arte en la actualidad lo es en tanto que relación con el fracaso/éxito de las vanguardias, cuyo delegado más locuaz sigue siendo la Fuente de Duchamp.
Cómo ya hemos apuntado, dicha obra no aparece para inaugurar un nuevo ciclo histórico del arte que engrose la lista de una historia del arte normativa y lineal. No. La Fuente fue –es– un atentado en la base de flotamiento del propio Arte, la aparición de una pregunta novedosa que crea un antagonismo dentro de la hasta entonces esfera autónoma –y como tal más o menos consensuada– del Arte: ¿es arte o no lo es? Enfrentándose a esta pregunta, la calma chicha del Arte desaparece para siempre: ya no es cuestión de belleza –¿es bello?, se preguntaba Kant para terminar de cincelar al sujeto en una comunidad homogénea de amigos ilustradados– ni cuestión de gustos. Ahora la esfera propia del arte queda delineada en una frontera difusa: la que separa a quienes dicen que sí de los que dijeron que no, la que separa, aludiendo aquí a las tesis de Schmitt, entre amigos y enemigos. En este sentido, Pardo señala que “Duchamp ‘creó’ la Fuente siguiendo en cierto modo el esquema que Schmitt y Jünger nos han recordado, es decir, como un soberano-fundador que se salta las reglas violentamente para dar origen a una nueva legislación, de acuerdo con la tradición revolucionaria”. Y ahí comienzan las “desgracias” del arte en su contemporaniedad. Unas “desgracias” que en Benjamin no se sospechaban pues aún se pensaba –pensaba él en 1937, año de la publicación de su obra El arte en la era de su reproductibilidad técnica– que la bomba de la Fuente –como punta de lanza de todas las vanguardias– terminaría explotando. 

José Luis Pardo en la presentación del ensayo en Madrid

A pesar de lo desencaminado de sus “profecías”, Benjamin fue quien más claramente delineó las posibilidades de triunfo de las vanguardias: la trasformación que la función del arte había sufrido a raíz de la reproducibilidad técnica de la imagen y el paso de un régimen cultual a uno meramente exhibitorio hacía necesario la implicación de la política para, ahora sí, devolver al arte a ese origen mítico de donde manaba –como de una fuente– la emancipación de la humanidad. Así pues, dos opciones señala el filósofo alemán: o estetización de la política o politización del arte. Es decir: o fascismo o comunismo. El régimen de autonomía del arte, su implicación apolítica como l’art pour l’art, debía ser eliminada debido a las nuevas condiciones de reproducción del arte. Pero es esa “eliminación del arte” lo que podía ser llevada a cabo de dos maneras: o como estetización de su propio acabamiento o como paso a una nueva etapa donde, una vez negada la autonomía, arte y política unan sus pasos para atibar una posible solución emancipatoria. “Su alienación –dice Benjamin, refiriéndose al ámbito autónomo del arte- ha llegado a tal grado que puede experimentar su propia destrucción como un placer estético del primer orden. Esta es la situación de la política que el fascismo está volviendo estética. El comunismo responde politizando el arte”.
Pero lo que realmente sucedió es que la politización del arte, al igual que la detonación que la Fuente prometía, se quedaron en tierra de nadie, en una espera diferida que si en algún momento hacía del arte la detentora de alguna promesa hoy por hoy, por el contrario, bien cabe decir que toda esperanza nace ya amputada debido al influjo cada vez más perfecto de una estetización que ha terminado por ahogar cualquier mundo de vida y, junto con ello, de una implementación ideológica que ha terminado por purgar cualquier afuera.
Y ahí estamos sumidos, en una revolución –fracasada– del arte que hace migas con una revolución –fracasada– de la política, y dándose la una a la otra lo que cada una por separada ya había perdido: “el arte y la política intercambiaban sus fundamentos: cada uno de ellos devolvía al otro la autenticidad que había perdido”. Es de esta guisa como nos plantamos en nuestro presente: un presente que continúa, tanto en cuestiones de arte como de política, enfrascado en el malestar generado por sendos fracasos y, más preocupante aún, trocando ambos momentos, confundiendo sus prerrogativas y yendo, aún más precipitadamente, la una a la otra en busca de un poco de auxilio. En esta situación, estamos abocados, en lo que concierne al arte, a un reguero de estrategias de subversión y resistencia política cuya única misión es cubrirle las espaldas a la propia Fuente no sea que, en algún momento de la historia, la bomba termine por explotar.
Pero además de esta situación un tanto agónica, hay que pensar que este “cubrirle las espaldas” no se da ya si no es con el beneplácito de la propia institución Arte que sabe muy bien que si la Fuente no consiguió en un primer momento lo que pretendía –eliminar la propia categoría de arte al diluirla dentro de la propia vida– es ya de todo punto imposible que ninguna otra obra lo consiga. Así, los museos y centros de arte se llenan de “bombas” sin mecha, de dispositivos políticos sin revolución alguna que llevarse a la boca, de artefactos que no se sabe muy bien si pernoctan en el pasado de unas vanguardias desconectadas de cualquier vis revolucionario o si vienen de un futuro aún por-venir. 


Y ese es, en suma, el malestar al que hace referencia Pardo, un malestar que remite a que “la categoría de ‘arte contemporáneo’ es antinómica porque lo ‘contemporáneo’ (o sea, ese mundo posterior a la modernidad del que las vanguardias eran el adelanto) sería que no hubiera Arte, y porque allí donde hay Arte hay aún modernidad y, en consecuencia, no ‘contemporaneidad’ como categoría histórica o ‘posthistórica’”. En este sentido, el arte contemporáneo queda atrapado en una temporalidad extraña donde si por una parte es claro que la detonación de las vanguardias fue al final controlada –si no incluso simulada-, por otra parte no hay ya modo de volver atrás pues aún con su fracaso las vanguardias abrieron en la hasta entonces autonomía estética un boquete por donde todo intento cerrado y fijo de sentido se fuga.
Dicho todo esto, es fácil concluir que el arte contemporáneo es un reguero de acciones que repiten el gesto radical de Duchamp, que vuelven una y otra vez a intentar tumbar a su enemigo, que fracasan una y otra vez al quedar reducido a meras representaciones que, paradójicamente, la institución-Arte acoge con beneplácito en sus museos haciendo del fracaso total el más total de los éxitos.
Con todo, el malestar actual supera por elevación la simple disyuntiva de posibilidades –arte/no arte, comunismo/fascismo– sobre las que se ha ido gestando el malestar. Y es que –y aquí es donde Pardo apunta al fenómeno de los populismos– aunque fascismo y comunismo fracasaron, aunque las vanguardias fracasaron, aunque el esquema operativo del arte es el mismo al menos desde que en 1956 la Fuente, ya sin ningún género de dudas, fue encumbrada a “obra de arte”, la irrupción de los populismos no ha hecho más que acelerar el proceso. Es decir, si la dupla vanguardia/política ha decantado el campo del arte contemporáneo en una repetición diferida del gesto duchampiano, la irrupción de los populismos no ha hecho más que llevar las antinomias del arte a su máximo histórico.
Con populismo, José Luis Pardo se refiere a un neologismo aplicado a una “posición filosófica acerca de la realidad de la política en general, una tesis ontológica sobre la naturaleza (populista) de la política” que bebe de las mismas fuentes de un regreso al antes del contrato social, a las fuentes de la autenticidad política. Para ello, su esquema queda reducido a sembrar el campo social de una pluralidad de significantes vacíos que vayan fragmentando antagónicamente la sociedad en espera de que la suma de las partes –el conjunto de los amigos– se acerque a la totalidad de los individuos.
La meta está, en ambos, en volver al arte auténtico y a la política auténtica: a un arte antes de la construcción del Arte como esfera autónoma o, un poco más tarde, como institución, a una política anterior a ese camelo del pacto social. Igual que el artista de vanguardia desea a todas luces romper la esfera de cristal sobre la que el Arte es construido, el político populista quiere romper toda esa trama de pactos consensuados que emanan del pacto social hobbesiano. La meta está, en ambos, en urdir una trama que rompa y dinamite cada consenso, que fraccione cada conjunto general de los amigos y de los enemigos.
Para esta empresa, para el logro de esta meta, solo son necesarios dos requisitos: una definición vaga y ambigua de “arte” –pues ya en esa senda inaugurada por la Fuente, ya casi cualquier cosa vale–, y una definición también vaga e imprecisa de “política” –pues para la tarea de licuado de consensos también todo puede entrar dentro del campo de la política en tanto que lucha por cuantos más rasgos identitarios mejor. Al mismo tiempo, esta imprecisión en los términos corre parejo a la apostilla de “autenticidad” con que el arte –este arte– y la política –esta política– cargan.


Si esto es así, el arte comparte muchas de las estrategias de la política devenida populismo. a las claras, los tres principios que Pardo especifica como axiomas desde donde Laclau explica el populismo. Uno: si quieres hacer política, alíñate un buen enemigo: en el caso del arte ese enemigo no es otro que la mano que le da d comer, la institución-Arte, combatiendo frente a ella se construye un antagonismo de base, se da continuación al malestar. Dos: si quieres hacer política, haz muchos amigos: tesis que en el arte remite a que el arte, en su puesta en escena, debe al mismo tiempo que fracturar la sociedad, pescar en río revuelto concitando en torno suyo una  nueva comunidad de amigos que surja en el desplazamiento de la frontera antagónica. Y tres: si quieres hacer política, no dejes que la verdad te estropee la hegemonía: que en el arte remite a seguirle la pista a esa política licuada ocupada en diseminar de significantes vacíos la otrora sociedad del consenso.
Siendo esto así, la conclusión es que la razón populista converge con la razón estética de un arte postvanguardista: convergencia que no se da en el plano de la identidad sino, incluso, de un sometimiento del arte a las consignas populistas, un sometimiento que no es sino el epílogo con el que la estetización de la política y la politización del arte han encontrado su acomodo definitivo. El efecto conseguido en todo este proceso es que, aunque diluidos el fascismo y el comunismo, aunque visto lo poco disruptivo de un arte postvanguardista, la política se ha estetizado y el arte se ha politizado.

DOS

En definitiva, si José Luis Pardo decía en una entrevista que con este libro no iba a hacer demasiados amigos solo podemos, con esta brevísima reseña, darle la razón: ni en el arte ni en la política, en esa inmensa progresía que sueña con algún triunfo que llevarse a la boca, va a encontrar quien le dore la píldora. Y es que el panorama que pinta no es ya solo desolador sino que parece cerrar las pocas puertas que algunos pensaba estaban aún abiertas. Arte y política, política y arte, reparten un malestar que lejos de ayudar a alcanzar tiempo auroral alguno, hace callo en un discurso de la autenticidad que no es sino la coartada perfecta para retrotraerse a un tiempo anterior, primigenio, mítico: el tiempo, en política, anterior al pacto social y, el tiempo, en arte, anterior, a la emergencia de su autonomía. Tal mito, el regreso a un origen pre-social y pre-estético, más que ayudar en la dirección de lograr una emancipación ideológica, no hacen sino anudar más fuerte la soga que tenemos en nuestro cuello en dos direcciones:


Uno, como estetización de la política: en tanto que diluido fantasmático de la realidad en un concatenación de pantallas donde todo acontecimiento muda en un simulacro licuado y estetizado, en tanto que emergencia, ya sin rubor alguno desde el triunfo de Donald Trump, del político showman, del político como rostro televisivo, del político que viene a llenarnos nuestras horas de divertimento pues, en esa labor de echar la caña en río revuelto, no duda –y aquí caben todos nuestros rostros políticos, desde Iglesias a Rajoy, de Susana a Soraya– en bailar, cantar, freír un huevo o tocar la guitarra. Dos, como politización de la estética: en tanto que estructura de un arte a pie cambiado, que si bien sabe que no hay vuelta atrás, también sabe que el camino de implosionar su autonomía por un precio cada vez más bajo y ridículo es la senda ideal para su servilismo, primero, y, después, inanición.
De esta forma, el panorama resultante es, dirían algunos, tremendamente aburrido: reducido el arte postvanguardista y la política populista –los dos pilares en los que en la actualidad emerge todo discurso disensual– a rescoldos míticos, a-políticos y a-estéticos, ¿qué nos quedaría?, ¿qué revolución anhelar ya?, ¿con qué estrategia artística soñar? Sin duda que la tesis de Pardo puede ser sometida a cierto calibrado (sobre todo en lo tocante a la relación del gesto duchampiano –vanguardista– con la propia dialéctica idealista a la cual no anula) pero me parece una interpretación tremendamente acertada que nos sitúa –y esto es lo que urge pensar al menos en el arte– frente a un desierto, frente a un tiempo nuevo donde empezar –¿quién se atreverá?– a pensar de nuevo el arte (y la política, aunque éste no es nuestro negociado) desde posiciones que comprendan que ni el “pacto social” es suelo único para la emergencia del sistema turbo-capitalista ni la “autonomía del arte” es la sacrosanta entrada para un arte huero en consideraciones sociales y políticas.
No se trata, pensamos, de dar la vuelta a la tortilla y ver ahora en el pacto social y en la autonomía paraísos que, todo hay que decir, nunca lo han sido. Pero sí que se trata de reordenar nuestros axiomas, de reconfigurar el efecto político y estético pretendido por muchas fuerzas y estrategias que se las tilda de avanzadas solo por el pin de progresía que llevan. En este sentido, en lo tocante al arte, el sendero que Pardo parece nos invita a reabrir es el de la autonomía estética: “es la autonomía –señala– la que hace que el juicio nunca sea una operación mecánica (como sí lo es la determinación del precio de una obra en una subasta) y que sus criterios nunca estén dados de antemano con claridad, y por tano la que explica la existencia de la crítica de Arte (que no se ha de confundir, por supuesto, con el simple recensionismo peridístico)”.
Invocar al malo malísimo de esta película –la autonomía– y hacerlo en las cercanías del pensamiento de Benjamin nos remite sin dilación alguna a otro malo malísimo: Adorno. Sin ser nombrado en ningún momento, las tesis que enarbola Pardo pudieran ser refrendadas punto por punto por el propio Adorno con un sucinto “yo ya lo dije”. 


Y es que el antagonismo que en su día se dio entre Benjamin y Adorno bien puede ser comprendido como un primer momento de la cuestión que ahora nos atañe: si para el primero el art pour l’art era el paralelo estético del fascismo, para el segundo era necesario mantener semejante momento como cultura de masas ya que en las síntesis no resueltas que la obra provocaría se mostrarían los rescoldos de la dominación ideológica. La clave está en comprender que al arte, como fait social que es, siempre mantiene un sesgo ideológico el cual, más que ser superado por instancias tecnológicas –que atañen a fuerzas de producción vinculadas a un sujeto colectivo cifrado en el proletariado–, debe ser mantenido para revelar la falsa conciencia de la totalidad de lo social. Es solo manteniendo su carácter autónomo como “los antagonismos irresueltos de la realidad retornan en la sobras de arte como los problemas inmanentes de su forma”.
Susan Buck-Morss resume esta diatriba perfectamente en su libro Origen de la dialéctica negativa: “mientras Adorno consideraba que las transformaciones en el arte eran originadas por la praxis dialéctica entre el artista y las técnicas históricamente desarrolladas de su oficio, Benjamin situaba la dialéctica exclusivamente dentro de las fuerzas objetivas de la superestructura, es decir, al interior de las tecnologías mecánicas de la reproducción artística. (…). Argumentaba que las nuevas tecnologías de la reproducción audiovisual habían realizado por su cuenta la transformación dialéctica del arte, de un modo tal que conducía a su autoliquidación”. Para refrendarlo, baste una prueba: “usted subestima la tecnicidad el arte autónomo y sobreestima la del dependiente. Quizás, esto sería básicamente mi principal objeción”, le escribe Adorno a Benjamin en marzo 1936.
 Todo esto, aquí expuesto de manera sumaria, nos lleva a sostener que la senda que nos invita a recorrer José Luis Pardo es, en lo tocante al arte, a repensar las condiciones de autonomía del arte, unas condiciones que poco o nada tienen que ver con el mantenimiento del arte en una urna de cristal sino con el verdadero desarrollo histórico del concepto de arte, llamado a, como escribió Adorno, “dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula”.
Esto nos remite a sostener lo que el propio Adorno le recriminó a su amigo Benjamin: que es necesario incluir el momento negativo que toda cultura de masas le brinda al arte, que el análisis estético debe remitir a una dialéctica entre arte autónomo y cultura de masas ya que “la ideología y la verdad del arte no están separadas estrictamente” y que el arte, en tanto apariencia, es simultáneamente tanto ideología como verdad. No remitir a una dialéctica entre conciencia y sociedad –pensar la dialéctica solo en el interior de las fuerzas objetivas– nos lleva al hecho de que toda revolución tecnológica que se piense como capaz de poder anunciar la historia verdadera –sin víctimas y, claro está, también sin verdugos– no haga sino recaer en una nueva forma de opresión repitiendo el círculo vicioso del pasado. Es decir: sin ese momento negativo auspiciado por una valoración dialéctica del momento en el que la obra de arte se resuelve como mercancía social, el desarrollo de la subjetividad racional, en lugar de cumplir su promesa de desmitificación, recae en una nueva forma de mito –el mito del antes de la autonomía estética, del antes del pacto social– como justo diez años después de La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, en 1947, demostraron Adorno y Horkheimer en su estudio Dialéctica de la Ilustración.
Adorno no gustó; el ensayo de José Luis Pardo tampoco gustará. Pero cuando el gustar o no gustar es solo el aditamento de los mediocres, lo que nos toca es pensar nuestro presente con la suficiente profundidad para intuir que quizá, a lo mejor, algo de razón lleven. Puede que aún estemos a tiempo de muchas cosas. Por de pronto dejar de dar razones como papagayos, de mimetizarse con el entorno, de adecuarse a la estetización y politización que nos rodea puede ser un buen comienzo.

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