ENRIQUE
RADIGALES: EL EFECTO JÜRGENSO
GALERÍA
THE GOMA: 16/03/17-18/05/17
Al acceder a la página
web de Enrique Radigales un mensaje
aparece hasta que la información termina por cargarse: transcendental technology. Pasando desapercibido en un primer
acceso, el mensaje cala ya desde el segundo intento. Y es que pocas veces un
artista resume tan bien sus intereses y el sentido en el que estos operan.
Tecnología trascendental: no –y aquí está el valor en alza de este artista– en
el intento desnortado de hacer de la tecnología el trampolín con el que
alcanzar utopía alguna sino, y más bien en sentido kantiano, en cuanto que
reflexión acerca de las condiciones de posibilidad de la propia tecnología.
Es decir, si Radigales utiliza la tecnología no es para
apuntar a ese destino post-utópico que se nos dice habita detrás de ese mundo
inmaterial, trasparente e higiénicamente sobrevenido que es el que viene
auspiciado por la tecnología, sino como un ejercitarse en la frontera de ambos
regímenes, en el ínterin donde lo analógico y lo tecnológico comparten aún una
misma fundamentación. Y es que es ahí, en el espacio donde dos regímenes de
realidades se solapan, donde la técnica muestra tanto la radical apertura que
en cada caso inaugura como la perversión maquínica con la que opera. Es decir,
donde a cada paso parece que hay que elegir entre, y tomado aquí la jerga de Heidegger, una
“técnica-como-explotar-provocante” y una “técnica-como-desocultarse-poético”.
Pero más grave aún que
esta ambivalencia redención/condenación que la técnica instaura en nuestro
mundo, está el descubrimiento que hizo Benjamin
y lo que a la postre hace de él un teórico del arte de primer orden casi
ochenta años después: que no somos nosotros los que elegimos una de las dos
caras en las que se resuelve lo técnico sino que es el propio destino el que se
da ya dentro de lo técnico. Es decir: fue él quien vio que más que tensiones
dialécticas en el seno de la separación del trabajo que la producción de la
obra generaba, lo que mejor capacidad tenía para apuntar a una cierta
emancipación era la modulación de grandes montantes de sensación canalizadas
por los nuevos modos de reproducción. Es a esa modulación tecnificada de la
sensibilidad a lo que se llama capitalismo. Y es ese, el capitalismo, nuestro
destino en tanto que tecnologización de nuestros mundos de vida.
Dicho todo esto, la
única relación válida del arte con la técnica no es aquella que merodea los
territorios de la utopía sino aquella que desvela el plan de injerencia
dromótica del capitalismo, aquella que obstaculiza aunque sea mínimamente está
implantación global, aquella que fisgonea en los aquelarres que la técnica
imprime a sus sufrientes cobayas, aquella que trata de mostrar el atroz régimen
de alienación que el cumplimiento efectivo del que pareciera es nuestro más
incipiente destino puede causar en nosotros. Es decir: la única relación del
arte con la técnica es aquella que trata de revertir la impronta tecnológica en
la producción ya perfectamente programada de mundo, realidad y subjetividad. Y
es que, como señaló en su día Brea, “cuando
el pensamiento se relaciona con la técnica bajo ese régimen de ‘insumisión’, su
resultado se llama: arte”.
A nuestro entender,
esta es la toma de posición que asumió Enrique
Radigales desde sus inicios artísticos y lo que sin duda hace de él un
artista sumamente interesante. Formado inicialmente como pintor, sus “devaneos”
con la técnica no van en la onda de servirse de las posibilidades tecnológicas
y materiales que pudiera ésta brindar sino en la decisión propia de quien sabe
que una lógica de la representación ajena a la propia representación del mundo
que la técnica posibilita no es sino un arte huero y caduco. Así pues, técnica
y pintura, lo virtual y lo analógico: no como moda de la modernitis del arte sino como emplazamiento polémico y antagónico
donde el arte ha de situarse para por ser llamado así.
En esta ocasión, la cuestión
cuasi heideggeriana acerca de la técnica es planteada en relación al
descubrimiento de Friedrich Jürgenson en la primavera de 1959: la psicofonía
o transcomunicación instrumental. Habiendo colocado una grabadora durante la
noche en una ventana abierta en pleno bosque sueco, lo que se encontró a la
mañana siguiente no era ningún cálido paisaje sonoro: fue, según apunta al
hojita de sala, “el solo de un clarín, una voz masculina hablando de cantos de
pájaros nocturnos, junto a un parloteo constante, silbidos y diferentes
salpicaduras de sonidos”.
La obra se sitúa en las coordenadas
que le interesan a Radigales: la digitalización
tecnológica de un paisaje, su peinado tecnológico para sacar a la luz una
verdad incómoda para esta ideología que, en tanto que destino, nos señala
siempre hacia adelante, hacia un progreso –nos dicen– ilimitado. Esta “verdad
incómoda” surge en tanto que ruina, en tanto que pasado aún sedimentado en
diferentes gamas de frecuencias –nunca mejor dicho en el caso de las
psicofonías– que nos ponen sobre la pista de que el futuro no es el único lugar
donde habita nuestra esperanza, de que es dudoso que el progreso nos guarde
grandes alegrías si no hace sino olvidar muchas de nuestras historias, que es
improbable que la tecnología nos redima si pide de nosotros que renunciemos a
nuestro hábitat natural. En este sentido, naturaleza y tecnología –su aporiético
diálogo– son los pilares sobre los que se funda el trabajo del artista
zaragozano: solo una tecnología que nos ayude a emerger bloques de pasado –de zonas
de invisibilidad, de ámbitos de irracionalidad– será capaz de ayudarnos en la
tarea que nos traemos entre manos. A esta relación aluden sus paneles pintados
que si por una parte aluden al ámbito de lo tecnológico al ser réplicas de las
estanterías donde estaban colocadas las cintas de Jürgenson por otra parte aluden también a la importancia de un
contacto con la naturaleza, encarnado este momento en las maderas de boj que
sirven de soporte.
Bien es cierto que en este camino –perfectamente
válido, cómo hemos tratado de hacer notar– Radigales
denota un semblante nostálgico, una querencia hacia una melancolía por otros tiempos
quien sabe sí míticos donde aún latía una verdad bajo esa espesura de 0 y 1 en
la que ahora se ha convertido nuestra realidad. Pensamos –nosotros más
proclives a un endurecimiento de las condiciones dialécticas en el emerger de
la obra de arte– que quizá también este momento debiera ser sometido a crítica:
si es necesario torpedear la destinación que el engranaje tecno-capitalista nos
tiene preparado no es para hacernos fuerte en una nostalgia mítica sino, de
tener las fuerzas para ello, para saber que lo nuestro es un oír voces sin
saber muy bien de donde vienen.
En este sentido, la pregunta que nos hacemos desde la
propia hoja de sala (“¿no será capaz también nuestro yo de experimentar el
plano velado de este mundo?”) debiera ser contestada con un rotundo “no”. Y es
que esa es nuestra condena: que si bien la tecnología nos incita a dejar
sedimentados restos de un pasado que aún tiene mucho que decirnos, si la
tecnología nos empuja siempre hacia un futuro que no nos satisface como
presuntamente debiera hacerlo, no hay otro modo de experimentar la realidad que
no sea el que nos posibilita la tecnología. Dicho de otra manera: no hay manera
de mirar debajo de las apariencias, de asomarnos a la naturaleza, que no sea a
través de una tecnología. En suma: no hay momento en el proceso de conocimiento
que no sea ideológico.
Esa es la esencia de la técnica frente a la cual o con la cual solo cabe reflexionar en tanto que "tecnología trascendental".
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