PALIMPESTO: 06/10/17-01/04/18
Quizá no haya hecho
falta pasarse por la documenta14
para saber que la víctima es el protagonista principal de las estrategias artísticas
más en boga. Quizá tampoco haber llegado hasta allí para saber que la cuestión
por el otro y, de rebote, por la identidad del adentro y del afuera sistémico
sea una prioridad en el arte contemporáneo. Quizá, por último, también
innecesario haber sacado en relación a la cita de Kassel unas conclusiones que
rozan la impotencia del arte en cuestiones de inclusión, memoria y acogimiento
del otro. Y es que tan seguros creemos estar en este mundo que la ideología
mediática actual nos re-crea a medida que somos incapaces de entrar en relación
con la exterioridad de ningún otro modo que no sea a través de las imágenes
mediáticas que el propio sistema nos brinda.
Quizá, repetimos,
innecesario porque no nos hace demasiada falta el arte para concretar que vivimos,
sin duda, una época de contrastes. Siendo la cuestión de la identidad el punto
de convergencia de muchos debates, se nos olvida que dicha cuestión en nada
queda sin subrayar debidamente la cuestión por el otro; siendo cualquier
acontecimiento por nimio que sea capaz de proponerse como alteridad a la
somnolencia generalizada, se nos olvida también que apenas pasarán un par de
horas para que sea ingresado en el baúl de un olvido que convierte en detritus
cualquier impulso de historicidad con un mínimo de solvencia. En definitiva, vivimos
en una ola de mercadotecnia mediática que nos ofrece solo el reverso bobaliconamente
nimio e inocente mientras mantiene oculto el perverso presente en el que
estamos ya situados.
Este engranaje
ideológico se consuma con una economía de la visión que, también de forma
paradójica, nos induce a pensar que estamos en condiciones de verlo todo cuando
ciertamente solo vemos lo que previamente ha sido canalizado para su
sobreexposición mediática. De este modo nuestro mundo, asentado en estas tres
premisas que hemos puesto encima de la mesa, decrece en todos los aspectos a esa
misma velocidad dromótica –diría Virilio–
con que se nos promete una realidad utópica detrás de las imágenes.
Bajo esta situación de
auspicio en la que nos encontramos, la teoría crítica hace ya tiempo que
encumbró a Benjamin en mesías –nunca
mejor dicho– de una nueva metodología con la que descubrir la impronta violenta
y dogmática de toda sedimentación racional. A resueltas de que el desarrollo
ideológico de la razón había sido capaz de revertir como beneficio para sus
fines de dominación y alienación el propio saber crítico de la falsedad de la
propia razón, lo que se hacía necesario era combinar el aliento crítico con una
apertura radical en la historia, una apertura no ya asentada en el final de los
tiempos sino como excepcionalidad acaecida en cualquier instante. Así, si la
catástrofe es que todo siga “así”, cada instante guarda en sí mismo la
posibilidad de su redención.
Pero en este mundo
nuestro modelado, en relación a esas tres premisas descritas al inicio de este
texto, bajo un régimen escópico acostumbrado a verlo todo y a hacer del shock el divertimento con el que irse a
dormir cada noche con una psicofarmacológica sensación de bienestar, la
capacidad para restituir el tiempo es ya nula pues, y esta es nuestra verdadera
tragedia, no experimentamos el mundo como catástrofe. Es decir: bajo el imperio
de nuestras identidades no consideramos la causa del otro; bajo el imperio de
un tiempo desnudo de acontecimientos no encontramos sonrojo en poblarlo con
estúpidas nimiedades; bajo la fluídica de nuestros telemáticos sinsabores no
somos capaces de profundizar en la catástrofe que asolan las vidas de muchos
otros.
¿Solución? El propio Benjamin, auscultando su propia época y
la capacidad mediana que el marxismo pudiera tener para señalar la catástrofe
pero sin caer en sus propias redes dispuso una salida en la primera de su Tesis sobre el concepto de Historia:
“Siempre ha de ganar el muñeco, que se llama “materialismo histórico”. Puede
vérselas sin más con cualquiera si toma a su servicio a la teología, que hoy,
como es sabido, es pequeña y fea y que de todas formas no debe dejarse ver”.
Si subrayamos este
texto –sobre el que bien puede plantearse una enmienda a la totalidad pues el
quehacer de Benjamín solo puede ser
catalogado como teología desde planteamientos muy poco metódicos– es porque
pensamos que es en esta apertura entre la historia y su catástrofe, entre la
inmanencia de unos hechos que se nos presentan ya diluidos mediáticamente y la
trascendencia de un emplazamiento donde sea posible recordar y redimir la
catástrofe de todos los días, desde donde trabaja Doris Salcedo en obras como esta que nos ocupa.
Así, lo que denuncia
antes que nada esta obra es la incapacidad de sociedades como las nuestras de
enhebrar un recuerdo, de tramar una narración que supere por elevación la
pamema lacrimosa que el circo mediático diseña para alimentarnos cada día con
nuestra dosis de catástrofe reconvertida en imagen-espectáculo, en
acontecimiento superficial fácil de usar y tirar. ¿Desde dónde tramar una
historia con capacidad de acoger la catástrofe del otro como si fuese la
nuestra?, ¿desde dónde construir una realidad que no olvide el poso de realidad
que los acontecimientos tienen? No existe ese tal lugar, la sociedad, nuestras
sociedades, ha optado por eliminarlo para facilitar una mayor implementación
ideológica. Así, en el fondo, poco cabe por saber, poco cabe por acoger.
Nuestras sociedades se repliegan alrededor de un punto de indecibilidad e
invisibilidad donde, a raíz de un trabajo de inversión ideológica, simulan
poder decir, saber y verlo todo.
En esta ocasión, la
estética de la rememoración que practica con asiduidad Salcedo trata de sacar del olvido a los miles de ahogados en el
Mediterráneo en los últimos veinte años cuando trataban de arribar a Europa en
busca de una vida mejor. Ante el olvido que tales tragedias provoca en
nosotros, ante su utilización mediática con fines de espectacularización y
sublimidad de la realidad, la artista colombiana elabora una obra de gran
complejidad técnica donde muchas sensaciones y conceptos se asocian (diría que
rizomáticamente) para tejer y destejer una infinidad de historias –en concreto
la de los 192 nombres de las 192 personas a las que se trata de recordar–, para
anudar y desanudar la normatividad de las historias que nosotros, los de aquí,
los de dentro, nos contamos y nos narramos.
Muchas de las claves
interpretativas de la obra la da el propio título: palimptesto. Porque en tanto
que manuscrito en el que se ha borrado, mediante raspado u otro procedimiento,
el texto primitivo para volver a escribir un nuevo texto –eso es lo que
significa palimptesto– la obra se concibe como un gran papel en blanco donde la
escritura normativa y dictada al dedillo de una razón que impone su astucia y
la necesidad de su historia es sustituida por otra escritura, que irrumpe desde
el afuera, y que trata de fraguar otras historias, de mediar un acogimiento.
Pero no por deseado
deja de ser menos imposible: los nombres, igual que aparecen, desaparecen. La
violencia de nuestra razón es demasiada para que se deje amilbanar por un
simple juego de espejos. La vida, como
bien se dice, continúa. Pero, ¿qué queda?, ¿qué queda de ese constante rumor de
olas que escribe y borra nombres en la arena del Palacio de Cristal? Queda lo
invisible a los ojos, el intersticio de una inscripción que se diluye, el
entremedias de un yo que de hecho murió en el entremedias de dos comunidades.
Queda el duelo: un tiempo recobrado donde al menos se trae a la memoria a quien
no se puede acoger. Queda una vibración que atraviesa la historia canónica que
nos construye como comunidad, un reverberar que difumina los límites de esa
frontera ideológica donde sentenciamos entre quien es un “yo” y quien un “otro”.
Y eso, creemos, es lo
fundamental de esta obra, que no se trata de una maquinaria buenista capaz de
lavar en la hipocresía unos párpados que nunca han llorado por estos muertos.
No se trata de elevar el discurso y caer del otro lado –de barruntar la
posibilidad de un acogimiento que es, hermenéuticamente, imposible– sino de
elevar la memoria, de esponjear nuestra capacidad de vincular afectos y
sensibilidades, de recortarnos contra otro espacio socio-político aunque sea
solo de esta manera de duelo que se nos propone. Quizá sea en lo hiperleve
donde tiene más capacidad de transformación política el ciudadano actual.
En este sentido,
cuantas semejanzas y al mismo tiempo qué diferente esta obra de la que la
propia Doris Salcedo propuso hace justo un año en Bogotá, Sumando ausencias, con
ocasión del problema colombiano y el referéndum sobre el acuerdo de paz con las
FARC y de la que ya escribimos en esferapública.
Si allí era el propio pueblo colombiano quien tejía el nombre de las víctimas
en sábanas blancas dispuestas en la Plaza Bolívar, aquí nosotros no podemos
tejer nada: si allí era el pueblo colombiano quien estaba llamado a rescribir
su historia, a reinscribir nombres en su propia narración nacional, aquí
nosotros solo podemos levantar un memorial que facilite un trabajo de duelo.
Inscribir nosotros sus nombres sería tomar su palabra, tomarles la palabra e
ingresarlos en una testificación de la que son ellos los únicos que pudieran
hacerlo.
En el límite, es de
esto de lo que habla la obra de Salcedo:
de cómo tomar la palabra es un ejercicio que nunca puede ser hipostasiado, de
cómo acoger al otro es algo más complejo y profundo que un simple decir que sí
o decir que no, de cómo testificar por ciertos muertos es clamar en (el) silencio. No se trata de
un ejercicio buenista para con unos muertos que no son los nuestros, sino de
interrogarnos de cómo todo muerto y toda muerte tiene la capacidad de
desestabilizar esas estructuras tan ideológicamente estables como son las que
fundan toda comunidad, en este caso la nuestra.
En definitiva, de lo
que habla es de cómo la memoria, ahora más que nunca, es un poder político y
social de primer nivel. Una memoria que surge no con el propósito de hacer
ingresar una nueva continuidad en la secuencia de la historia sino que está
llamada a violentar la propia continuidad, a introducir una leve vibración en
el tiempo: no se trata de rescribir la historia sino de utilizar la propia
historia como un continuo borrador. Y es que será ahí, en el continuo borrar y
comenzar a escribir, donde los muertos serán recordados eternamente, donde podemos
prestarles nuestra voz para, más nosotros que ellos, sentirnos interpelados.
¿Y es esto, volviendo a
Benjamin, teología? Pudiera ser pues,
en esa interpelación que nos lanza, es solo el otro quien puede abrir la
historia, quien lleva a Dios.
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