Mañana, si usted lee esto hoy, cierra la documenta14. Pero no, no se
preocupe: esto no es otro articulito intentando dar cuenta de lo más
interesante que se ha podido ver –eso ya lo hemos hecho– ni es tampoco otra
machada tirando por tierra lo visto. A estas alturas quien más quien menos ya
está al tanto de la polémica suscitada con el doble emplazamiento de la
documenta, en Kassel y en Atenas, –¿colonialismo, querer sacar tajada de la
tragedia, hundir el presupuesto cultural de una ciudad ya de por sí bastante
diezmada como es Atenas, dorarles la píldora (a los griegos) para reírse (otra
vez) en su cara?–. También, quien haya querido, ha podido informarse sobre las
obras más interesantes y ha podido seguir de cerca los pocos debates estético-políticos
que han acontecido (¿Franco Berardi?,
¿Roger Bernat?).
Si escribimos este texto es para que no se nos olvide lo fundamental. Si
documenta es faro y guía del arte contemporáneo, ¿qué dirección ha marcado esta
documenta? Después de los debates, los sinsabores, la frustración para muchos
de una edición que no será en absoluto recordada, ¿queda algo?, ¿alguna señalización
en el desértico campo abierto que es esta época de derrumbes y de hegemonía de
lo post? Queda, habrá de quedar, sin duda, el epicentro de la catástrofe que
nos asolará. Queda, en definitiva, el por-venir de un epílogo que viene desde
el futuro para tomar emplazamiento en nuestro cáustico presente. Queda la marca
indeleble de un ya-sido que, simulando no haber tomado forma todavía, se nos muestra
a nuestra mirada en la forma futura del será.
Quizá solo por ello haya valido la pena esta documenta. Quizá solo por
ello, al fin y a la postre, sea más necesario que nunca el arte. Porque en el
estado de excepción que el arte inaugura en cada caso, el arte puede decir
aquello que de otra manera está destinado a guardar silencio. Pero no, aclaro,
porque el arte sea capaz de auscultar en las profundidades de la superficie
–transparente e ideológica– que tomamos por realidad, sino porque en ese ámbito
de ambivalente autonomía (negada pues lo que dice lo dice al mundo, pero afirmada
en tanto que requiere de cierta seguridad para que su decir no se confunda con
la lógica del mundo) en el que opera, el arte no profiere verdades bajo las
apariencias ni destila un saber incorruptible sino que bascula una vibración en
nuestras vidas, un desplazamiento en las lógicas que nos fundamentan capaz de
mostrar el conjunto de paradojas que nos asolan y el régimen sintomático en el
que estamos atrapados .
Apostamos, entonces, por un arte como vibración que atraviesa
temporalidades, que crea emplazamientos heterocrónicos, que monumentaliza una
espera a través de los rescoldos de un presente que solo pueden ser ya las
ruinas del pasado o los efectos de un futuro comprendido como ya-sido. En
definitiva: un arte que deshilvana la proyección de una continuidad temporal
para proponer un presente puro, denso, cifrado en la ruina como relación con el
pasado o en el monumento como relación con el futuro. Comprobar, en suma, como
el tiempo-presente, en su falta de densidad óntica, no es ya sino el efecto de
una vibración sísmica que viene del pasado o del futuro, que se da como
memorial o profecía de, en cualquiera de los casos, un tiempo-otro.
Si esto es así, bien vale hacer notar la obra que a nuestro juicio quedará
como monumento del por-venir que serán los próximos cinco años. Porque dicha
obra no rastrea el pasado sino que da cumplida cuenta del futuro: se postula no
como dispositivo de memoria sino como catalizador de un futuro que, aunque ya-sido,
aún no es todavía. Y es que si algo nos han enseñado Warburg o Benjamin es
que la historia del arte es una historia de profecías. Nos referimos a la obra
de Olu Oguibe Das Fremdlinge und
Flüchtlinge Monument (Monumento para los extranjeros y refugiados),
obelisco erigido en el centro de Kassel, en la Königsplatz, donde se puede ver
inscrito en inglés, alemán, árabe y turco, la frase “fui extranjero y me
acogisteis” tomada del evangelio de san Mateo.
Sí: eso nos ha dejado esta documenta. Después de darle muchas vueltas al
papel de la víctima, a las lógicas de poder, a la economía de las identidades, de
los flujos y las memorias; después de todo esto, repetimos, nos ha dejado la
señalización de un futuro ya encarnado: nos ha dejado la presencia de nuestro
futuro. Un profecía invertida, dirán algunos, pero, ¿no es lo contemporáneo del
arte precisamente la capacidad de las imágenes de, dentro del sistema de
producción/exhibición capitalista, invertir las relaciones temporales, de crear
puntos de fuga heterocrónicos y paradojas anacrónicas?
Es en esta capacidad de lo contemporáneo del arte donde Oguibe ha creado la obra sintomática
por excelencia, el verdadero punto cero de nuestro sistema, el emplazamiento
final de una historia que, a contrapelo e invertida, se desarrolla desde el
futuro y desde el pasado hasta el tiempo presente, hasta el tiempo-ahora. Pues es
hoy, ahora, en este instante, donde no estamos acogiendo al otro; pues es, al
mismo tiempo, esa imposibilidad lo que ha marcado el desarrollo de nuestra historia
pasada; y es, por último, esa misma consigna la que nos viene desde el futuro
para que, como los posos del café de Benjamin,
seamos capaces de leer no ya nuestro pasado sino nuestro futuro.
Cruce de caminos, de temporalidades y de historias: el obelisco no condensa
la memoria de un pasado sino que nos lanza a un futuro, a un por-venir, donde
ya lo sabemos, seguiremos sin acoger al otro, al extranjero. En este sentido, la
obra no debe comprenderse como la constatación de un hecho del que pudiera
inferirse una mala consideración ética o moral. No, nada de eso. La obra recoge
la infinidad de tensores paradójicos que vertebran la sociedad capitalista para
ir al núcleo de su fundamentación antagónica: yo y otro, nosotros y el otro. Y
va no para echar en cara nada ni para que, desvelando lo poco condescendiente
de nuestras posiciones, pudiéramos toparnos con nuestra realidad despótica y
hacer algo al respecto. No. Cómo digo, el arte no está para echar rapapolvos ni
para erigirse como verdad a saber.
La frase estipula claramente el síntoma nodal desde donde se construyen
nuestras sociedades y que, en tanto que síntoma pulsional, concreta la lógica
traumática que nos (des)fundamenta. Porque no se trata de que, como sostenía célebremente
Sartre, el infierno sean los otros.
Se trata de que el otro, los otros, marcan la frontera con el trauma que nos
constituye, individual y colectivamente. No es ya que nuestra libertad termina
donde empieza la del otro -¿es posible semejante inocencia? Se trata de que
somos precisamente el topetazo con el otro; de que la imposible simbolización
del otro es lo que nos fundamenta; que es la lógica, dialéctica e ideológica,
del acoger/rechazar lo que nos sostiene como fantasía.
Así por tanto, si esta obra, este monumento retroactivo, este emplazamiento
que viene de temporalidades diferentes, marcará el futuro de nuestro mundo no
es porque lo sepamos, lo creamos o lo intuyamos. Es porque ya lo hemos vivido:
no estamos dejando de vivirlo nunca. Lo que hace Oguibe es, dentro del ámbito excepcional del arte, erigir una
monumentalización de nuestro trauma, una encarnación de su nivel-cero. Es
decir: de su síntoma.
Claro que, al mismo tiempo, el obelisco constata la posibilidad de fuga de
todo el andamiaje ideológico que nos sostiene. Constata que si renunciamos al
secular modelo de progreso histórico, si nos dejamos implementar por la
fantasía ideológica hasta el punto de hacer patente y obvio que lo fundamental
no está en posicionarse en algún antagonismo –o no se puede acoger a toda la
basura del mundo o un mundo mejor sería un mundo sin fronteras–, entonces quizá
pudiésemos tomar la bifurcación que nos lleva a la catástrofe de la que este obelisco
es memoria invertida.
Quizá entonces, y asumiendo esta posibilidad, este obelisco no sea final
anticipado de un por-venir catastrófico sino el comienzo de una búsqueda:
convertirnos en arqueólogos de ese otro futuro, rastrear las huellas que de ese
futuro que pudieran quedar olvidadas en la historia, rastrear las ruinas que
nos pudieran llevar hasta él. Traperos de un mundo otro porvenir, traperos de
la (im)posibilidad de traspasar la fantasía traumática que nos construye. Historiadores
no ya del pasado sino del futuro.
Así pues: cinco años como antesala de un futuro que aunque marcado a fuego
estamos aún a tiempo de evitar. Para entonces otra documenta, las 15, nos
ofrecerá el pliego de resultados.
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