viernes, 30 de enero de 2009

JUEGO DE ESPEJOS

DOUGLAS KOLK: GALERÍA PILAR PARRA & ROMERO (29/10/08-13/12/08)
ANISH KAPOOR: 'ISLAMIC MIRROR', MUSEO DE SANTA CLARA (25/11/08-10/01/09)

Que el arte ha entrado en un progresivo ensimismamiento es algo patente casi desde su mismo origen. No podía ser tampoco de otra forma ya que en su definición lleva inscrita el velado solipsismo que lo caracteriza: tomar conciencia es, al mismo tiempo que tomar partido, problematizar lo anteriormente dado como válido.
De otra manera, que al arte se le atribuya acta de nacimiento en forma de teorización estética al tiempo que el sujeto conseguía su emancipación es, al mismo tiempo, el garante de su libertad y la pesada carga que debe llevar en su seno.
Y si ese es su origen (siempre en toda narración, origen factible pero no el único), el tiempo ni cicatriza ni nos vuelve sabios. El tiempo solo es el espectro que a modo de historia general recorre toda construcción artística, a veces incluso devolviéndonos el reflejo invertido de nuestras ‘afianzadas’ seguridades. A este respecto, 200 años de historia no son nada.
Son solo el contenedor cronológico del conjunto de representaciones que, queriendo partir del sujeto productivo, han intentado salir de su yugo y alcanzar los horizontes prometidos por el mismo arte. Pero, al tiempo que la misma historia sigue su “apacible” rumbo, si algo está claro a estas alturas, es que ni paraísos ni horizontes de grandeza nos esperan a la vuelta de la esquina.
El arte nace bajo la promesa de su idealidad representativa pero apenas empieza a respirar se resuelve como la más específica de las negatividades.
¿Qué hacer entonces? Se podrían buscar respuestas alternativas, pero apenas se ensayan, la respuesta se vuelve única: multiplicar los efectos, enfatizar los procesos de desvelamiento e inversión, dinamitar territorios parciales, zanjar la quiebra pero, de inmediato, volver a abrirla y operar allí mismo, en la superficie de su específica negatividad. Es decir, seguir; seguir como sea, pero seguir. No nos cabe otra.
Y seguir no significa otra cosa que sentir la necesidad, específicamente humana, de darnos de bruces, una y otra vez, con nuestro habitar siempre dislocado y con nuestro alterado significar. El arte, en su humanidad, duele. Pero en su negatividad, cicatriza.
Así, sabedor de que renunciar a la dialéctica es renunciar a su propia historia como origen, el arte prosigue su tortuoso camino a empujones volviendo también, en este ir y venir atropellado, a intentar de nuevo lo ya acontecido. De este modo, lo postmoderno, como hijo irresuelto de la modernidad, se fascina con los mismos procesos que ésta creía poder resolver. Pero, sabedor también de que su vuelta será igualmente infructuosa, si se fascina es porque lo traumático hipnotiza y atrae, porque el peligro de lo que yace ya demolido consterna a la vez que ejerce su poder magnético. Y porque, en conclusión, lo traumático solo se explica merced a la repetición.
Así las cosas, lo mas originario en este constante retorno, en la medida en que representar es ya autobiografiar, no es sino el “yo”: el “yo” productivo y genial del origen de la historia del que ahora no queda sino teorías psicologizantes que tratan de dar cuenta de su cosificación en la inmediatez del consumo y en los procesos desiderativos de identidad. Y con ello, cosido a él como el envés que lo hace posible, lo ‘otro’.
Uno y otro, remitiéndose constantemente, entretejen el camino de los intentos postmodernos de dotar al arte de su característica mas propia: la de poder constituirse como crítica de aquellos procesos que lo producen. Porque el camino que parte del ‘yo’ y va hacia lo ‘otro’ es quizá el camino de producción de sentido y objetivación mas radical y en el que los intentos postmodernos pueden encontrar su razón de ser.
La sorpresa del ‘yo’ no existe sin el escándalo del ‘tu’, y ambos factores, entrecosidos, recapitulan todo el proceder productivo de los discursos generadores postmodernos. Por tanto, la revisión y vuelta a temas de identidad son recorridos por el arte actual a modo de claustrofóbica letanía. En este sentido las obras de Douglas Kolk y de Anish Kapoor son dos ejemplos que nos pueden permitir rastrear los intereses actuales en la identidad y en sus procesos constitutivos.
Ambas obras, a pesar de lo diferente de su técnica y de sus presupuestos, están pensadas desde una misma teoría. Ambas surgen desde la identidad pero también se resuelven, o deberían idealmente resolverse, en la identidad. Sin embargo, este ir desde el surgir de la obra hasta su resolución, no es un camino unívoco y preciso, sino que requiere procesos de contemplación y acercamiento que producen interferencias y multiplicidades.
Se puede considerar como rasgo principal de estas dos obras el que hecho de que requieran para su contemplación de un ‘ir al encuentro’ por parte del espectador, y que sea precisamente en este ir al encuentro de la obra donde puedan surgir yuxtaposiciones de discursos que evitan lo patente de la identidad de la que parten y a la que se llega.
Ambas obras, por tanto, se resuelven en procesos de dotación de identidad que, a pesar de parecer patentes, no lo son tanto. De esta manera, el ir al encuentro del que hemos hablado se torna un ir al encuentro existencial que conlleva en su proceso de contemplación toda una infinidad de microprocesos adyacentes como, por ejemplo, el de colocarse previamente en la espera de que surja aquello otro que se desvela en la obra y que presupone el estado de dado del que contempla. Es decir, las obras se resuelven en la actualización plena de los existenciarios del espectador.





El espejo de Anish Kapoor, previo a ninguna contemplación, refleja la imagen invertida de aquello que incide en él. Es decir, el espacio ya es metamorfoseado con anterioridad a la actividad del espectador. Pero una vez que éste se aproxima, una vez que va al encuentro de aquello que desconoce y se le ofrece, lo que encuentra es una multiplicidad casi infinita de ‘yoes’. Su multiplicidad le lleva al desconocimiento y al extrañamiento, a la pregunta por aquel al que reconoce en el espejo pero al que le cuesta recomponer en su totalidad. Es decir, en los breves instantes en los que se pasa de la seguridad plena del ‘yo’ al desconocimiento mas terrible, media solo unos pequeños pasos y un ir al encuentro que ya intuíamos como peligroso.
Sin embargo, basta detenernos y actualizar nuestros sentidos, vernos como fragmentados, como extrañamente lejanos dentro de una cercanía que apenas rozamos con los dedos para descubrir ese ‘otro’ que está detrás de la configuración geométrica de la multiplicidad de ‘yoes’ y que habita con nosotros y en nuestros propios límites perceptivos.



La contemplación estética, ese detenerse y actualizar, toma entonces forma de duración bergsoniana. Y en ella, en el ‘entre’ de su desplegarse como duración que contempla, además de un espacio ya invertido, es ahora el tiempo el que se descompone en dos y el que nos permite completar, de regreso, la síntesis total y efectiva: en aquel ‘otro’ sintético y recompuesto reconozco a ese yo mismo que contempla debido a que ambos compartimos una misma memoria1 y, por tanto, una misma historia.
La obra de Kolk procede a la inversa. El espectador se sitúa frente a la obra en la contemplación de unos ‘otros’ a los que trata de dar forma en su multiplicidad. Intenta el reconocimiento que medie ante la síntesis, pero es expulsado, enajenado frente a lo fragmentario y a un constante remitir de unos rostros a otros que funcionan a la manera de un eterno bucle de significatividad errante. Lo intenta de nuevo, pero pronto se percata de que es solo esa radical otredad la que el artista ha tratado de plasmar.
Y en principio no debería ser así del todo: al menos colocándonos en el papel del artista, y percatándonos de que la obra tiene la forma del perímetro de los Estados Unidos, su país natal, se puede inferir que lo allí representado podría haber tomado otro cariz bien diferente: nada de rostros amorfos ni de violencia neoexpresionista, nada de máscaras ni de anonimato, sino lo plácido de lo conocido y lo tranquilo de aquello a lo que se pertenece.

Es decir, el artista, y nosotros con él, no hace otra cosa que reflejarse a sí mismo como el garante de aquel magma fragmentario de identidades desconocidas en las que su sociedad, como podía haber sido la nuestra, puede ser representada. Por tanto, el tema de la obra, el punto de fuga en el que todos los fragmentos vienen a parar, es el mismo artista, o el mismo espectador, debido a un doble movimiento por el cual, a la vez que se constituye la obra como expresión propia del ‘yo’ del artista (o como expresión de nuestra contemplación), ese conjunto de otredades fragmentarias le necesitan como referente con el qué poder hacer referencia a su otredad.
En ambas obras, por tanto, se produce un efecto de ida y vuelta que termina en lo contrario de lo contemplado. Si el espejo nos devuelve nuestra imagen multiplicada hasta el infinito y es solo recomponiéndola en la necesidad de otro, que soy yo mismo, que dé sentido a lo contemplado, la obra de Kolk nos coloca en el polo opuesto: es ahora la necesidad de un sujeto lo que dotará a la obra de un sentido y de un significado, que aunque no sea unívoco, si pueda al menos dar cuenta de la obra.
Después de este recorrido lo que nos acecha es la pregunta por la posibilidad de un arte actual que tome todavía como premisas la constitución de una identidad. Porque si al principio nos hemos referido al ensimismamiento solipsista del arte, pretender a estas alturas una salida triunfal es tan absurdo como imposible.
Pero no nos frustremos: así es porque así debe ser. El arte moderno, al ser un producto ilustrado, bebe de la fuente de la falsedad que supone la promesa de salida del solipismo que la consideración de una razón universal e ilustrada cree suponer. Lo único, y a lo que debemos aferrarnos en ese ‘seguir’ al que antes hemos apelado, es que en su incapacidad desvela precisamente esas miserias ilustradas: no solo es imposible toparnos con otro al que reconocer, sino que tan pronto salgamos de nuestro solipismo, la extrañeza de nuestro propio “yo” nos hará desear la seguridad de mantenernos en el desconocimiento de nuestras reales y efectivas fronteras.
Y esa es la cuestión, o no. Porque, además de no haber respuesta, es que tampoco importa mucho2.



1- “Nuestro sentimiento de la duración, quiero decir, la coincidencia de nuestro yo consigo mismo, admite grados. Pero cuanto más profundo es el sentimiento, y mas completa la coincidencia tanto mas absorbe la intelectualidad la vida en que nos sitúan superándola.” Bergson, H., Memoria y vida, Alianza Editorial, Madrid, pág 60

2- “¿No es ésa la cuestión? No, pero llega un momento en el que lo que está a punto de ser revelado se oculta de hecho al arrojar la máscara de su identidad, en el que la identidad misma se revela como otra máscara, una máscara menor, previa a la que habíamos llegado a conocer y aceptar. (…) Pero el día está ahí para asegurarte que las cosas no pueden ser de otro modo.” Ashbery, J., Tres poemas, DVD, Barcelona, pág. 82.

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