ALIA SYED: ‘EATING GRASS’
MNCARS: 12/02/09-13/04/09
Organización del tiempo y del espacio, estructuración de lo cotidiano, de la vida diaria, estratificación por capas y segmentos: taxonomía de momentos y lugares. ¿Qué otorga sentido a todo este caos? En Occidente, nada en absoluto. Mas bien se trata de un repliegue en la instantaneidad que todo lo pulveriza, pero, detrás de la cual, y mas allá de esa dromótica cibernética, no se halla sino el páramo de un contrato social deglutido bajo la máscara amorfa de una ciudadanía tan vegetativa que ha hecho toda dejación de principios en manos de los tecnócratas del poder postmoderno: del Starbuck’s a la MTV, de la CNN a los consejos de la OMS.
Y, ¿cómo se refleja todo esto en países digamos emergentes? Es común diagnosticar sus propias dificultadas a la hora de constituirse y lograr una especificidad identitaria en todos los ámbitos, desde el cultural al económico, en relación a la propia crisis de valores de Occidente. ¿Cómo apelar a una unidad si toda unidad no es sino la mentira que toda democracia lleva en si misma como fantasma y como sospecha de su siempre probable sinsentido?, ¿dónde hallar una identidad si en la tierra prometida de Occidente todo tiende a fagocitarse y dirimirse en los ámbitos acotados de unas minorías cada vez mas selectivas y exclusivas?
Las políticas de estos países nadan entonces entre dos aguas: tradición y modernidad, lo sagrado y lo profano, religión y estado, comercio de subsistencia o abrirse a las olas del capital. Las identidades remotas y su propio progreso son efectos nómadas de superficie provocados por el límite dromológico de la contradicción capitalista.
De un lado, el populismo descamisado y la proliferación de propuestas vociferantes; del otro, la hipocresía de un lenguaje aún logocentrista y occidentalizado, para el que los otros, seguirán por siempre siendo los otros y para el que nada dejará de ser exótico si no es para entrar en las redes del mercado del arte como mercancía con la que transaccionar.
En India, China y Latinoamérica entera (por citar solo los que mas incursiones han hecho en el stablisment artístico occidental), el artista sufre esta esquizofrenia del propio arte para el que cualquier otredad no es un valor en sí mismo, sino una pura y simple categoría de mercado.
Alia Syed, video-artista galesa aunque de ascendencia india, ha tratado de plasmar esta imposible simbiosis en el video que ahora se expone en el MNCARS, ‘Eating grass’. En él su intención política no es palpable a primera vista, sino que se esconde detrás de todas las capas de sedimentos con las que ha configurado su obra.
Cada fotograma parece cargado con un peso matérico, un sustrato que lo relaciona con su propio lugar en la realidad. Verismo de la materia, podríamos llamar. Ya al comienzo no se ven sino estratos, densidad matérica en ascendencia, como si alguien estuviese subiendo una prologada escalera hacia la convulsa realidad de la superficie.
Una vez situados, a nuestro alrededor gira la entropía de un mundo aciago generándose a ritmo de tensión interna: la provocada entre los cinco rezos diarios prescritos por la religión musulmana y la de la velocidad límite del ir y venir a cámara rápida de cualquier mercado de la India.
Fascina y atrapa el ritmo de las imágenes, sus picos de policrómica intensidad mezcladas con la explosión del blanco puro. ¿Será esa luz blanca la de la última bomba, la bomba nuclear prometida por el presidente pakistaní a su pueblo aunque estos tuvieran que comer hierba para siempre?
Pudiera ser: la materia se sobrecarga de coloración para hacernos pensar en la sobrecarga dromótica de la realidad poliédrica y vertiginosa con la que un simple mercado hindú es atrapado. La implosión del blanco es el límite, la bomba que pende sobre las cabezas de toda la sociedad hindú: la de verse acuciados por la necesidad de pertenecer a un mundo que va mas rápido que ellos.
Sí o sí habrá que comer hierba. Acontecerá la bomba de cualquiera de las maneras posibles: o generada por la propia tensión de la geopolítica de un mundo en perpetua deglutición de sí mismo, o como valor de cambio con el que la sociedad hindú pagará su ingreso en el orden mundial de la primera velocidad en la era de la tecnoproducción.
Y en medio de toda esta realidad que se autoabastece en vertiginoso ritmo, está la mirada de la propia artista. Sus ojos nos acercan a otro mirar, más íntimo y privado, el que juega con las texturas también matéricas del verde de un paisaje. Pero, sobre todo, está su habla, su propia narración como contrapunto a las imágenes-materia.
Quiere comprender, insertar su mirada en el centro mismo del producirse de lo real, pero eso le está vetado. La realidad del límite postmoderno no soporta ser contemplada ni siquiera desde el interior: es ella la que, al imponer la velocidad de su límite, nos contempla a todos en una radicalización de la mirada burlona de los objetos. Solo se nos permite tener la sospecha.
De ahí que se la haga remitir al verde del paisaje bucólico, de ahí que su narración mezcle el inglés con el urdu y que prácticamente sea inentendible. La dromótica materialidad de la realidad no permite que surja el sentido en su superficie ni siquiera como algo derivado.
‘Sometime i think things happen very quicly’, se le adivina decir a la propia narradora. Solo eso, la sospecha de que los vociferantes ganarán la partida aún perdiéndola: la bomba estallará y ya no habrá ni siquiera hierba que comer.
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