ANTONIO BALLESTEROS MORENO
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 16/04/09-24/05/09
Cuando uno opta por deshacerse de cualquier remanente intelectual con el que pudiera siquiera tropezarse de improviso, cuando uno se faja en el terreno de lo infantiloide de la celebración de formas y colores, cuando uno ve en la teoría simples constricciones que impiden el vuelo en libertad, suelen perpetrarse obras con tan poco que ofrecer como la exposición que se puede ver en la galería Maisterravalbuena actualmente.
Porque ver un alegato a favor de la confusión entre arte y artesanía sin apelar a nada más que a una relación directa con el bolígrafo y el papel, y a un intento de alejarse de la hipertecnologización actual, se nos antoja del todo insuficiente como para soportar sobre sus espaldas todo el peso que cualquier obra, por mínima que ésta sea, ha de tener. Quizá, después de todo, la culpa sea nuestra por empeñarnos en pedirle todavía algo al arte en estos tiempos de hipertrofia y encefalograma plano en el que el arte suele acampar. Pero una cosa es denunciar la parálisis, cosa que muchas obras hacen compartiendo más de lo que sería conveniente con dicho estado catatónico, y otra, bien distinta, concelebrarse en lo irrisorio de las actitudes con que el arte puede y suele ser producido actualmente.
Y lo curioso es que obras de este tipo intentan salir a la superficie con una aquilatada reflexión teórica detrás: nada de exponerse sin más a la mirada inocentona del espectador, sino que se parapetan, ellas también, en la necesidad que tienen de indicar un camino, una manera de proceder y argumentar. Es decir, aunque denosten el conceptualismo hipertecnologizado tachándole de hipertrofia artística, nadan en sus mismos fangos.
En este sentido, esta pequeña muestra constituida en gran parte por una especie de mosaicos infantiles donde, como ya hemos dicho, brilla con luz propia el carácter artesanal del objeto, pudiera comprenderse como el epílogo (aunque quizá adjetivar de tal modo con los tiempos que corren sea un riesgo innecesario) de muchas cosas, demasiadas para ser claros.
Por un lado, la locura del fetiche ha arrasado de tal manera que después de Murakami todo ámbito puede ser dysneilanizado e infantilizado según a cada uno le pete. Cada vez es más común ver a figurillas pululando por el lienzo, a pequeños monstruitos que habitan la superficie pictórica sin ninguna otra razón que la que el artista le quiera dar: un no tener muy claro qué hacer y optar por el camino del medio: el de la juerga y el desparrame del color y la idioticia subsiguiente.
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 16/04/09-24/05/09
Cuando uno opta por deshacerse de cualquier remanente intelectual con el que pudiera siquiera tropezarse de improviso, cuando uno se faja en el terreno de lo infantiloide de la celebración de formas y colores, cuando uno ve en la teoría simples constricciones que impiden el vuelo en libertad, suelen perpetrarse obras con tan poco que ofrecer como la exposición que se puede ver en la galería Maisterravalbuena actualmente.
Porque ver un alegato a favor de la confusión entre arte y artesanía sin apelar a nada más que a una relación directa con el bolígrafo y el papel, y a un intento de alejarse de la hipertecnologización actual, se nos antoja del todo insuficiente como para soportar sobre sus espaldas todo el peso que cualquier obra, por mínima que ésta sea, ha de tener. Quizá, después de todo, la culpa sea nuestra por empeñarnos en pedirle todavía algo al arte en estos tiempos de hipertrofia y encefalograma plano en el que el arte suele acampar. Pero una cosa es denunciar la parálisis, cosa que muchas obras hacen compartiendo más de lo que sería conveniente con dicho estado catatónico, y otra, bien distinta, concelebrarse en lo irrisorio de las actitudes con que el arte puede y suele ser producido actualmente.
Y lo curioso es que obras de este tipo intentan salir a la superficie con una aquilatada reflexión teórica detrás: nada de exponerse sin más a la mirada inocentona del espectador, sino que se parapetan, ellas también, en la necesidad que tienen de indicar un camino, una manera de proceder y argumentar. Es decir, aunque denosten el conceptualismo hipertecnologizado tachándole de hipertrofia artística, nadan en sus mismos fangos.
En este sentido, esta pequeña muestra constituida en gran parte por una especie de mosaicos infantiles donde, como ya hemos dicho, brilla con luz propia el carácter artesanal del objeto, pudiera comprenderse como el epílogo (aunque quizá adjetivar de tal modo con los tiempos que corren sea un riesgo innecesario) de muchas cosas, demasiadas para ser claros.
Por un lado, la locura del fetiche ha arrasado de tal manera que después de Murakami todo ámbito puede ser dysneilanizado e infantilizado según a cada uno le pete. Cada vez es más común ver a figurillas pululando por el lienzo, a pequeños monstruitos que habitan la superficie pictórica sin ninguna otra razón que la que el artista le quiera dar: un no tener muy claro qué hacer y optar por el camino del medio: el de la juerga y el desparrame del color y la idioticia subsiguiente.
Por otro, este regreso a las fuentes de la niñez, lejos de entenderse como un purgarse las heridas, debe ser entendido como el camino lógico recorrido por gran parte del arte de los años noventa en donde de lo abyecto se saltó, vía excremental y extrañamente pornógrafa y perversa, al mundo de la inocencia y la niñez.
Los dibujos animados, el ambiente del parque infantil, el candor del peluche, etc, empezaron a poblar las galerías y museos a partir de los ochenta. Una vez el mundo maduro se disgregaba en una multiplicidad de experiencias cada vez menos obvias las cuales ya se entendían formaban parte del ajuste mediático que el poder tuviese a bien realizar, lo importante era salvar, como fuese, alguna de nuestras perversiones.
De los conejitos de Jeff Koons a las muñecas de Cindy Sherman, de los ambientes de Mike Kelley a lo perverso-escatológico de Paul McCarthy, todo formaba parte de una misma estrategia: proponer nuevas perversiones al sujeto postmoderno. Perversiones, claro está, que cupieran dentro de la subjetividad chabacada y parásita son que se le estaba formando. Así, el recurso escatológico e infantiloide que el arte proponía tenía bastante más de crítica social e ideológica de lo que pudiera pensarse en un primer momento.
Toda esta amalgama de tradiciones, desnaturalizada de su propia contexto y, sobre todo, renuente a seguir cualquier camino crítico o teórico, existe en el arte actual dentro de la modorra actual sin ser capaz ni de balbucear sus primeras palabras.
En un mundo sobrearchivado y en el que todo tiene rango de hipervisible los recursos que hasta hace poco funcionaban con relativo éxito se han visto mermados de raíz: la sutileza de la ironía ya no funciona, lo perverso es ya demasiado poco visible, la parodia necesita, se quiera o no, cierta originalidad y talento, el fetiche ha quedado implosionado vía Hirst y compañía, y la alegoría se ha fagocitado dentro de un espacio representacional que ya no es que esté barroquizado sino que está encapsulado en el simulacro global.
Únicamente pudiera quedar un ambiguo juego con el código de manera que, mientras unos lo tensan y lo retuercen en una esquizoide sobrecodifiación, otros (como es el caso de nuestro artista) lo desmontan por completo intentando apelar así a un regreso, a una inmediatez y a una pretendida germinalidad que tiene tanto de farsa como de artístico. Este obrar consiste en hacer de la necesidad virtud, de ver en el desesperanzador estado actual del arte la vía perfecta ‘para lo que usted siempre deseó’: lo festivo y el regresar a las tardes del celofán y la cartulina.
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