domingo, 3 de mayo de 2009

DE LA ‘PARADA DE LOS MONSTRUOS’ AL ‘COW PARADE’: METAFÍSICA DEL FRIKI


COW PARADE
MADRID, 16/01/09-21/03/09
Bien pudiera ser que el arte hoy en día no se halle, después de todo, tan replegado en sí mismo como acertadamente teorizó Sloderlijk(1), sino que, como propio reverso de ese mismo pliegue, exponga la negatividad que le es propia mediante recurso a lo trillado y manido del repertorio de estrategias tardo-postmodernistas. Visto con cierto detenimiento, esto no significaría más que una definición de lo artístico mediante una apelación a toda dejación de sus propios principios y asumiendo su propia inoperancia como característica primordial (cosa que, a pesar de lo sugerente que pudiera parecer, no sería sino una salida fácil y cómoda al callejón sin salida en el que se encuentra el arte actualmente). Pero lo cierto es que uno halla, en esos encontronazos con lo aterrador del panorama, ya sea por la repetición que se adecúa ya fácilmente a lo experimentado o por negarse a experimentar ya el desasosiego (aunque lo más seguro sean unas ansias extremas de pertenecer, aunque sea negándose, a la masa), un placer casi sublime en ser testigo directo del desastre de lo artístico.
Si Baudrillard asumió que “la nulidad es una cualidad que no puede ser reivindicada por cualquiera”, que “la insignificancia –la verdadera, el desafío victorioso al sentido, el despojarse de sentido, al arte de la desaparición del sentido- es una cualidad excepcional de unas cuantas obras raras y que nunca aspiran a ella”(2), parece que verdaderamente el arte, como han ido anunciando los diferentes popes de la teoría, desde Hegel a Danto, ha alcanzado su pleno autoconocimiento y sabe por donde tirar para, al menos, “sobrevivir”. Atrincherarse en lo fascinante y espectacular, ser cómplice en la antesala de la narcolepsia generalizada y hacer gala de dicha nulidad, jugar con la misma materia que conforma la realidad y no cejar en la iconoclastia de su empeño: “fabricar una profusión de imágenes donde no hay nada que ver”(3).
Pero quizá, yendo un poco más lejos, no sea mero capricho el hallar ciertas dosis de estética en la decadencia postmoderna. Porque, si cada época es dueña de sí misma, por descontado que la nuestra es la época de lo insignificante, de la banal infantilizado y de la anorexia perceptiva y teórica. Por tanto, tener el arrojo de vérnoslas, cara a cara y en estas circunstancias, con la impostura del arte, no deja de tener cierto grado de dignidad y de experiencia estética: la que se empeña en dar fe de la inadecuación que existe, en relación al arte, entre lo definido y la definición.
Porque, está visto, que ni lugar para la negatividad ni ámbito para el desarrollo de los antagonismos y contradicciones de la razón ilustrada. La teoría estética como negatividad de Adorno, resumida en la sentencia de que “el arte es su propia negación determinada”(4) o “racionalidad que critica a ésta sin sustraeré a ella”(5), se ha dado por completo la vuelta. Más bien ahora el arte redunda en una adoración nada vacilante por lo frívolo y en un plegarse a los dictados de la moda del momento basando toda su actividad en la proclama de que “ninguna teoría puede arruinar el espectáculo”
Para más señas, se trataría de la desarticulación de toda utopía, del enmierdarnos hasta las orejas pero disfrutando del espectáculo sin más razón que el porque sí. Quizá también sería la postura más lógica y prudente visto el escaso eco que tienen ya las propuestas de salvar algo del naufragio. A este respecto, Hal Foster no se ha andado por las ramas al plantear que la estética del archivo, la museografización del esperpento social en vida , será capaz de “convertir el no lugar de los restos del archivo en el no lugar de la posibilidad utópica”(6). Visto lo visto, casi más vale hundirse de lleno en la nadería frívola del espectáculo artístico que tener que vérnoslas aún con semejantes intentos, ya de todo punto desesperado, de querer ver una luz al final del túnel.
Y es que, debajo de ese impulso ya casi hasta libidinal al que hemos hecho referencia de desear, como fuera, pertenecer a la masa, se esconde más antropología de la que se pudiera pensar. Una antropología, por descontado, de lo maquínico, del habitante de la superficie panóptico-mediática tardocapitalista; una antropología de los flujos libidinales fetichizados hasta el simulacro global. Una antropología, en resumen, de la máquina.
Porque consiguiendo como ha hecho la prerrogativa warholiana del “yo soy una máquina” adquirir calidad de rasgo universal, lo propio sería dejarnos, nosotros también, seducir por la implosión de lo mediático. Sólo existe la máquina: el engranaje perfecto de simulación se ha erigido como poder central de la dromótica postmoderna y nada escapa a ella. Aquello que sorprendió, a pesar de venir de lejos, en la figura fantasmal de Warhol, hoy es el centro configurador, el pathos general.


Pero, es que más aún, transitando esta vaga hipótesis de plegarnos a lo maquínico-impulsivo del esquizoide ciudadano medio, situándonos en el centro del huracán simulacionista, si uno de verdad alcanza cierta experiencia estética (podríamos cifrarla en una estética del derrumbe) la sensación de parálisis es tan honda, llega a causar tal desesperanza, que nuestra misma experiencia llega a ser el replegarse mismo del arte. Conseguiremos devenir entonces máquinas puras, fantasmas a-significativos, pantallas que devuelven la imagen amplificada de Warhol.
No conformándonos con los quince minutos de fama a la que se nos dijo tendremos acceso, ahora “cada cual se museografía en vida”(7) ejerciendo nuestra propia subjetividad como forma de visibilidad, como publicidad de sí mismo. Como si de un readymade se tratase, nos exponemos a la mirada del otro, pero no ya la mirada sartreana de “el infierno son los otros”, sino la mirada del que nos contempla como la pantalla-mediática que también nosotros llegamos a ser. El Gran Hermano global hace que percibamos la mirada del otro no como poder de control panóptico, sino como momento de la economía del simulacro publicitario de nuestra propia vida como mercancía. Solo siendo visible se existe; sólo autopublicitándonos existimos.
Pero la estrategia de nuestra propia simulación acaba al comprobar en nuestro ahogo que hoy todo coincide en su espesura maquinal, en el simulacro que todo acontecimiento es. Hoy, ya por fin, como adelantó Marshall McLuhan, el medio es el mensaje.
A este respecto comenta Susan Sontag que “cuando estaba viendo la retrasmisión televisiva de la llegada de los hombres a la Luna, algunos de los presentes afirmaron que todo aquello no era nada más que una escenificación. Entonces, ella les preguntó: “Pero entonces, ¿qué estáis viendo?” y ellos respondieron: “¡Estamos viendo la tele!””(8). El ahogo de nuestra propia simulación puede venir entonces más del lado de darnos cuenta de la pantalla-mediática en la que también nosotros nos hemos convertido que del remitir, por enésima vez, a “lo mal que están las cosas”; en darnos cuenta que no estamos conquistando ningún planeta sino que somos la escenificación de nuestro propio simulacro.
Tanta hipnótica adecuación, la que se da ya en la pantalla que no diferencia entre medio y mensaje, supone que los signos ya no se desplazan silenciosamente. Antes, el signo tenía que actuar siguiendo una estrategia, tenía que deslizarse por la pantalla mediática con sigilo no fuese a despertar sospechas aterradoras. Para ello, el modus operandi ha sido, a lo largo de la historia múltiple y variado. Tanto como caras haya podido tener la pantalla. Una historiografía de la pantalla semiótica es fácil de articular: “para Platón, el archivo divino de las Ideas eternas resultaba indestructible. Igualmente indestructible es para el cristiano el archivo de la memoria de Dios, donde se custodia el recuerdo de los méritos y los pecados de cada uno. Pero incluso en la Edad Moderna aparecen una y otra vez doctrinas que interpretan el archivo como indestructible. Así, el psicoanálisis freudiano describe el inconsciente como el medio de un archivo indestructible. (…) También muchas teorías estructuralistas describen el lenguaje como archivo indestructible”(9).
Pero hoy en día el signo opera, atrincherado en el poder fáctico de la propia máquina de simulacros que lo eleva a tótem, con total impunidad. Así, no es sólo que desde una “postura metafísica fundamental” se entienda como indestructible, sino que lo mediático y lo submediático (allí donde el signo siempre ha operado anudando y desanudando el nudo lacaniano entre lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico) coinciden merced a una membrana hiperfina que permite que todo fluya al ritmo del tiempo global de la dromótica de la velocidad límite. El tiempo, como sustrato del acontecimiento en la pantalla semiótica, ha sufrido en sus propias carnes la locura del signo en su producirse vertiginoso. Ya no es que “el tiempo esté desquiciado”, como dijo Shakespeare, sino que “el tiempo del mundo finito se extingue”(16).


En la dromótica del signo solo existe como real el instante: el punto de contacto de ambas caras, entre lo mediático y lo submediatico, el significado y el significante, el producirse y el representarse. Y, ese instante, cada vez es más fino, casi tanto que no llega a ser sino nada: “una videosfera omnipresente –nuestra pantalla-mediática del tiempo del simulacro global- tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado”11.
Toda mercancía es primero objeto; y, como objeto, remite a un significado y a un significante. Es decir, actúa como signo. Como tal, está dispuesto a ejercer su derecho a lo maquinal del simulacro. Y, hoy en día, no es sólo que lo ejerza, sino que el poder absolutista del signo-mercancía ha terminado por drenar las estructuras de lo simbólico hasta enterrarlas en lo esquizoide. Como decimos, no es ya la máquina- Warhol que irrumpe con el poder hipnótico del fantasma del fetiche, sino que es ya el signo el que ha tomado conciencia de sí e impone su ley.
Su poder es el que consigue equiparar medio y mensaje, el que borra el límite entre lo mediático y lo submediático, el que hace de lo nuevo la categoría ontológica en la economía desiderativa tardocapitlasta, el que impone que el arte, como garantía del simulacro, sea archivo o no sea nada en absoluto.
Porque, quizá sin quererlo, la jugada le ha salido doble: en la omnipotencia desnuda del signo, en la fagocitación inmisericorde de todo lo que es expuesto en la pantalla mediática y deglutido al instante por los medios, quizá tenga razón Sloderlijk al proponer el replegarse del arte. Pero, sin tiempo para nada, más bien ha tomado el camino opuesto y el arte se ha apuntado al frenesí de lo espectacular, a lo frivolidad de lo vacuo y al infantilismo que acampa impune detrás de la inoperancia teórica y conceptual de infinidad de artistas.
Prueba de ello es que el esteticismo cotidiano se ha alcanzado merced a dinamitar las fronteras del archivo. Arte y vida, por fin, se dan la mano en su propia disolución: “en ella no se cumple ninguno de los objetivos: ni se transforma el mundo de la vida de manera que propicie el aumento del grado global de emancipación de la humanidad, ni se asegura una intensificación real de las formas de vida, ni se produce reapropiación alguna por el sujeto de la totalidad de su experiencia”12. Es decir, quizá el arte se haya replegado o haya muerto, pero no ha sido sino para hacer patente el más ampuloso de los éxitos: el de hacer ya por fin coincidir, igual que el signo consigo mismo, igual que lo mediático y lo submediático, al arte con la vida.
Ese borrado de límites que ha acontecido gracias al poder absoluto del signo hace que la función que Marshall McLuhan otorgaba al arte, como el agente capaz de “proporcionar una distancia soportable”(13), ya no se pueda sostener. Hoy no hay distancia; “La abolición de la distancia, del pathos de la distancia, hace que todo quede indeterminado. Incluso en el ámbito físico la proximidad excesiva del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen q interfiere e la sonadas. La proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real, genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja de su dimensión histórica y lo sustrae de la memoria”(14).
Si para José Luis Brea “cualquier objeto puede ser empujado hacia su límite, llevado más allá, hasta valer otra cosa”(15), está claro que el territorio semiótico de este posible deslizamiento se ha replegado en una barroquización tan extrema que todo intento de alegoría o de resistencia semiótica queda imposibilitada en el mismo cierre del pliegue. “La barroca semiotización del mundo”(16) tensa tanto el pliegue que ha terminado por colapsar el espacio representacional. El límite se ha alcanzado: “nuestras sociedades, a fuerza de sentido, de información y transparencia, han franqueado el punto límite del éxtasis permanente: el de lo social (la masa), del cuerpo (obesidad), del sexo (la obscenidad), de la violencia (el terror), de la información (simulación). En el fondo, si la era de la transgresión ha terminado es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites”(17).
De esta manera la máquina de generar sentido postestructuralista ha quedado cerrada en sí misma al descubrirse que toda diferencia no era sino también un simulacro generado por el propio signo: la propia labor de deconstrucción logocentrística es imposible, pues es el signo el que habla; la ‘a petit’ de Lacan ya no tiene referencia a lo a-significativo de una ausencia fálica, sino que en la satisfacción inmediata de toda necesidad que la paranoia del simulacro cumplimenta dentro del poder maquínico del signo (en este caso como signo-mercancía), toda ausencia queda subsumida en la compulsiva satisfacción. El lugar del falo queda a-significativo, pero no ya como ausencia, sino como implosión paralítica de la dupla significado/significante que en su ya total adecuación al deseo (en este caso gracias a la máquina capitalista del signo-mercancía), solo tiene que mostrarse para ser deseado.
Lo que para Mario Perniola constituía el problema esencial de la modernidad, “el problema teórico básico de la imagen reside en su relación con el original”(18), queda silenciado debido a que, siguiendo a Brea, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”(19). Es decir, al no temer ya a la sospecha del signo, al coincidir, siguiendo la noción de infrafino de Duchamp, superficie externa e interna, espacio mediático y submediático, al ser deglutido todo acontecimiento por la dromótica de la tecnología cibernética al mismo tiempo que es archivado y museografiado, el poder maquínico del signo se puede dar por cumplimentado.
Así, si por una parte la generación del simulacro en tiempo real requiere de una dromótica de la velocidad límite, por otra parte todo se enfanga en el lodazal de la mismidad a la que llegan significado y significante dentro de la economía maquinal del signo. Nada hay que desear pues lo deseado se nos da con antelación a nuestro propio deseo; nada que ver pues todo es visible en la pantalla global; nada que saber pues a todo se tiene acceso y además de manera inmediata. Si el espectáculo del simulacro es capaz de generar la más espectral de las fascinaciones, “¿qué es la fascinación, si no la neutralidad en su forma más aguda?”(20).
En la parálisis toda realidad es simulacro, y todo simulacro es a-significativo. Nada tiene significado porque la pantalla, dominada por la máquina de significar perfecta, no permite ninguna vacilación, ninguna interferencia que permita la acción o si quiera el gesto de indicar con el dedo que “esto es de lo que estoy hablando”. No habiendo frontera, todo pertenece a lo mediático como a lo sub-mediático, todo es información y acontecimiento a un tiempo, medio y mensaje, espacio público y privado. La sospecha no existe. Todo coincide en su fantasmal mismidad.
Así, todo es legitimado en su mismo antagonismo. Y lo cierto es que, al ser imposible toda subversión, todo está permitido, siendo el disfraz de la tramoya de lo reaccionario una sobrecodificación hermética del sistema que apura los últimos tragos del simulacro: simular aún que hay lago detrás, fingir cierta subversión.
Pero es inútil: ya todo es visible. Y, como tal, desactivado mediante recurso a la estetización en la experiencia de lo naif e infantilismo postmoderno. Desde lo más cotidiano hasta la violencia de la masacre, todo se ha convertido en entretenimiento para la masa. Rendido a los pies del simulacro, de la máquina perfecta del signo, todo se hace hipervisible. La máquina semiótica del simulacro colapsa todo intento de rebelión.
Porque ahora, cuando la brutal mismidad del poder del signo aborta todo intento de oposición a la hora de cargar libidinalmente las intensidades desiderativas del inconsciente, todo intento de fuga está llamado al fracaso. Poder y subjetividad se dan el uno al otro en su plena adecuación. La resistencia semiótica subjetiva queda cercenada debido a que la misma circulación de flujos libidinales queda en manos de la máquina simulacionista del signo.
Deleuze lo intentó desesperadamente: aprovechar la energía libidinal puesta en marcha por el absolutismo del signo para generar otra posibilidad al pensamiento. Oponer a la representación psicoanalítica del deseo (un deseo ya bloqueado en cuanto surgido de la implosión dogmática del signo) un modo diferente, a-representacional y a-significativo, de hacer pensable el deseo y sus flujos libidinales lejos ya del dominio de la esquizofrenia capitalista.
Para ello teoriza acerca de la necesidad de pasar de una semiótica relacional arborificada, a una estructura rizomática que diese cuenta de la energía esquizoide puesta en marcha a la hora de hallar un punto de fuga en el campo semiótico de la pantalla-mediática absoluta. “Continuar siempre el rizona por ruptura, alargar, prolongar, alternar la línea de fuga, variarla hasta producir la línea más abstracta y más tortuosa de n dimensiones, de direcciones quebradas. Conjugar los flujos desterritorializados”(21).
Pero no hay nada que hacer: “Os romperán vuestro rizoma, os dejarán vivir y hablar a condición de bloquearon cualquier salida. Cuando un rizoma está bloqueado, arborificado, ya no hay nada que hacer, el deseo no pasa, pues el deseo siempre se produce y se mueve rizomáticamente“(22). No hay nada que hacer porque el juego de significantes no remite a una subjetividad que asegure el sentido (ni siquiera aún poniéndolo entre paréntesis), ni a una postergación en la diferencia, sino que, habiéndose colapsado el espacio representacional, todo se juega en el reino de lo hipervisible. La violencia es extrema porque ante nada se detiene; el poder es absoluto porque el poder policial se ha convertido en el poder de lo hipervisible; lo mismo que ajusticia a la masa es lo que la protege: “es aquí donde se anuncia un acto de fuerza psicopolítica sin parangón alguno: el intento de proteger a las masas móviles, envidiosas, impulsadas por la reivindicación de sus derechos y enfrascada en la incesante tarea de competir por alcanzar los lugares privilegiados, de caer en las peligrosas depresiones de los perdedores”(23). El showman es el encargado, en la pantalla-mediática, de hacer converger lo despiadado de la dromótica del signo en la velocidad límite del simulacro con la carcajada con la que la masa se autoprotege.
De esta manera, una vez visto el recorrido de nuestra inocente postura inicial, se puede decir que el arte camina dubitativo entre dos sendas. O se mantiene firme en lo cínico de ejercer aún el gesto reaccionario o díscolo, para lo cual se sirve de una serie de trucos basados en un gran hermetismo conceptual, o, tomando el camino del medio, se deja seducir hasta lo más profundo de la paranoia del espectáculo.
La primera de ellas apela a una pasión por el código tratando de exprimirle hasta la última gota fingiendo sumarse a la confianza pretérita en el potencial del arte. En lo candoroso de su tergiversación, pues bien sabe que no queda nada a lo que apelar, exhibe una sobrecodificación hermética que no hace sino hacer patente la comodidad del manierismo del arte contemporáneo. Adheridos a la pose contestataria, a la neo-utopía de la estética del quinceañero en la puerilidad dominante, el arte crea monumentos a lo frívolo.
Se las da de capaz, pero, en el bricolaje compulsivo que nada entre el neo-apropiacionismo ya caído en la estanflación de lo burdo y la recodificación del momento traumático haciendo gala de una abyección infantilizada como momento de choque con lo real, no hace sino sumarse al nihilismo postmoderno: el que nace de lo difuso de ciertas fronteras antes remarcadas (principalmente entre el espacio mediático y el submediático).



Y es que, deglutidos en la vorágine del signo y del simulacro, el arte también ejerce su poder simulacionista: el que no hace otra cosa sino acumularlo todo ya que es consciente de que nada hay ya que guardar y que valga la pena. La pulsión de archivo hace las veces de la pulsión de muerte freudiana: toda sociedad tienen en su seno la capacidad de progresar al igual que la de autodestruirse. Y el actual y vano intento de guardarlo todo cuando se sabe que nunca hará falta ni siquiera el buscarlo, no es otra cosa que la constatación última de que la negatividad inscrita en el seno de la racionalidad moderna y capitalista ha llegado a desquiciarse en su propio simulacro: el que apuesta por la arqueología museografiada de la mercancía absoluta.
La otra senda es, retomando nuestra original posición de esforzados espectadores del arte contemporáneo y apostando por un disfrute en su degradación y decadencia, la más interesante. Montados a toda velocidad en la apoteosis del arte como espectáculo de ocio, se permite el lujo de hundirse hasta lo más visceral: sabedor de que sufrimos un irresoluble síndrome de Medusa que nos hace estar catalépticos ante la pantalla disfrutando de cualquier horror, nos ofrece todo lo que le pidamos.
Este arte es la vuelta ya definitiva de tuerca al culto kitsch. Es la parodia del simulacro del propio kitsch como objeto huérfano de toda sensación. Para Umberto Eco el kitsch “llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste”(24).
Pero ahora ya incluso lo kitsch “significa” demasiado: demasiado para unos sentidos abotargados y erosionados en la superficie lisa del mero coincidir de todo signo con su objeto-mercancía merced a la implosión maquínica del simulacro y del signo; demasiado para el mundo del simulacro global capaz de amputar de raíz toda reacción.
Ni siquiera hace falta que “llegue a las masas”. Está ahí, visible en su absoluto poder: es el objeto de la brutal a-significancia. Es el objeto, mercancía igualmente al tratarse de objeto artístico, al que le sobra ya todo etiquetarse según viejas concepciones anteriores al triunfo del signo. En él no se realiza ningún deslizamiento de significado, ninguna diferencia habita en él; tampoco es necesaria la recurrencia al sentido. Es la realidad más absoluta porque su realidad es ya a-significativa.
Es, como condensación de la fascinación y neutralidad a la que antes aludíamos, la vacuidad absoluta; la ejemplificación de lo real postmoderno: el objeto que encierra en sí mismo lo real, el trauma y su solución. Es decir, lo puro a-significativo. Es la mordaz pantomima de la ‘distancia cero’ absoluta: entre arte y vida, entre ocio y cultura, entre masa y espectador.
Este arte es el último reducto, en sentido negativo por supuesto, de la representación: la que viene a acabar, en su pura a-significatividad, con el ronroneo que se escucha aún detrás de la pantalla-mediática. Porque, como comenta Boris Groys, “la sospecha mediático-ontológica no se deja apagar o desactivar a voluntad: uno se siente secretamente observado también –y sobre todo- cuando se le dice explícitamente que no hay ningún sujeto que temer al otro lado de la superficie mediática”(25).
Hace falta, por tanto, abotargados en el espectáculo del horror de lo hipervisible, el tiro de gracia que impida incluso toda referencia a una posible reacción. Hace falta el tótem que represente la esquizofrenia brutal que, tras la disgregación del ‘yo’ en la catalepsia de la vorágine telemática, consiga que el ‘yo’ esté ausente. Ese tótem, pura a-significatividad, vendrá a silenciar la neurosis del horror que el simulacro global conlleva. Porque la máquina semiótica perfecta conlleva la hipervisibilidad de absolutamente todo: el horror como material de distracción, la memez elevada a cuestión de estado, lo aberrante y escandaloso como discurso televisivo propio. El signo impone su dominio y el ‘yo’ queda pertrechado en la idioticia más ramplona que consigue que ni se le pase por la imaginación el reaccionar.
Este arte, por tanto, sería el que efectúa el último desanclaje del signo en la pantalla-mediática del simulacro global: el del signo como posibilidad de generar lo traumático en el choque violento con lo real. La figura totémica, ejecutada a la distancia cero del simulacro perfecto, a la que no se la puede tildar ya de mercancía ni de objeto en sí mismo, amputa de raíz los últimos rescoldos de la injerencia subjetiva en los procesos de significación.
Pero, sólo queda entonces una pregunta: ¿cómo se las compone el poder maquínico del signo para simular incluso una subjetividad, una subjetividad deforme y paralítica, pero subjetividad al fin y al cabo? La única forma de fundamentar una subjetividad neurótica como la del espectador de la pantalla-mediática puesta en marcha por lo maquinal del signo es aquella que desasista ya definitivamente cualquier injerencia de una subjetividad en su dimensión transformadora: es aquella que desee el eterno retorno del objeto a-significativo para investirlo constantemente con el último hálito de energía puesta en marcha en la pasividad del espectador.
Así, saturado de horror, el yo se disgrega en la repetición de gestos con los que apaciguar y hacer dormitar la reacción: se trata de la risa nerviosa del esquizoide que teme ante todo aburrirse ante la pantalla. Es, en último término y como gestualidad a-significativa, la risa del friki.
La risa boba del friki que se relame ante el horror de lo hipervisible es la risa como gesto impotente, como gesto del querer desconectar lo maquinal del signo pero que sabe es imposible y por ello no trata sino de hallar placer en su angustia. “Un rasgo intensivo se pone a actuar por su cuenta, una percepción alucinatoria, una sinestesia, una mutación perversa, un juego de imágenes se liberan, y la hegemonía del significante queda puesta en entre dicho”(26). El único problema es que ya no hay intensidades libidinales recorriendo topología alguna. Todo queda enclaustrado en la similitud espectral de la pantalla maquínica del signo y la risa como repetición ya no funda ni recompone ninguna subjetividad.
El friki, la figura para la que está construida la obra de arte como pura a-significatividad, es el último eslabón: después del idealismo romántico, del desdén del dandy, de la nostalgia decadente, del rebelde sin causa y del cínico postmoderno, es ahora el friki el que de verdad conoce las habilidades de la máquina del simulacro total. Sloterdijk ya intuía que lo que se nos avecinaba traía ya detrás de sí un largo recorrido: “los ominosos años veinte inician la época de la cosmética de las masas. En ella surge como psicológico tipo conductor el sonriente y distraído esquizoide, el “simpático”, en el peor sentido de la palabra”(27).
En la película “La parada de los monstruos”, aglutinante del espíritu freak, el espanto está ya aletargado y lo terrible se soporta e incluso causa placer. Hoy el friki, en su risa boba, todo lo soporta. Ya no se siente como monstruoso porque hasta lo monstruoso, y sobre todo ello, ha alcanzado el rango de hipervisibilidad. Con él el signo sí que puede acelerar lo maquinal de su poder: todo lo aguantará. Su risa bobalicona es el espejo invertido de la ironía desplegada por el objeto en su triunfo absoluto. El nihilismo friki es la estrategia para soportar el horror de lo hipervisible en la maquinaria representacional del signo devenido perfecto simulacro.


El friki es el entendido, el enrollado, el que está a la última de la bobada de hoy mismo, de la anécdota anestesiante del momento, de la frivolidad que le soluciona el último espasmo ante la pantalla. Adolece de “buenrollismo” y enfatiza lo anecdotario elevándolo a categoría de evento mediante la bobada y el divertimento que encuentra en todo. Es la plasmación de la idiotez como categoría estética. El frikismo es la nueva ética de la era del tele-simulacro global.
Adorno ya lo adelantó: “lo nuevo no es una categoría subjetiva sino que lo impone la cosa“(28). Sabedores por tanto que nuestra posición en la pantalla-mediática del simulacro global queda relegada a la de mero efecto de superficie de los objetos en su hipervisibilidad, no nos queda otra que recurrir a lo metonímico de un gesto, una risa de memo, que nos haga tranquilizarnos en nuestra angustia. Una risa enlatada ante la última sit-com o ante el último chiste del showman de turno y hallaremos la fuerza necesaria en nuestra aletargada idiotez para soportarlo todo un poco más, un día más.
Como ya hemos expuesto, la aceleración en la máquina de significar, y que en su último estado ha llevado al repliegue del espacio de representación (en la mismidad del signo, no habiendo diferencia, no hay lugar para la representación), no es sino un momento, quizá el epilogal, en el proceso de racionalidad capitalista. Porque, basándose como se basa en la paradoja de investir al objeto como significatividad pura en el que valor de cambio y valor de uso hacen las veces de significante y significado, ha sido precisamente el campo del signo- mercancía donde se ha dejado sentir con mayor velocidad el poder del signo.
Por tanto, el friki también hunde sus raíces en los procesos capitalistas del mercado y su relación con el mundo del producir capitalista viene ya haciéndose patente desde los años sesenta sobre todo en Estados Unidos. Y es que, como pathos existencial, el friki se ha basado siempre en una guerra constante al horror de lo hipervisible y también al aburrimiento.
El aburrimiento es entendido, desde el punto de vista de la sociedad del bienestar que irrumpe ya en los años cincuenta, como aquello contra lo que hay que luchar pero, igualmente, aquello que garantiza la conveniente de sostener la dupla sociedad del bienestar-sociedad del espectáculo. El confort desmedido de la sociedad hipertecnologizada no trae consigo sino un endógeno aburrimiento que solo haya distracción en el espectáculo y el ocio. Deseado como garantía del estado del bienestar, odiado como su consecuencia más nefasta, el aburrimiento se convierte, al mismo tiempo, en el tótem y tabú de la sociedad hipercapitalizada.
Es el friki aquel que no se deja seducir por las garantías del mainstream bienpensante y que, no queriendo tampoco tomar el camino de la exclusión rebelde, pone todos sus esfuerzos en combatir el aburrimiento mediante el recurso a elevar a rango de acontecimiento cualquier sandez o idiotez. En la mecánica por él puesta en marcha también en un primer momento fue un excluido pero, habiendo tomado parte por el signo en su más brutal irrupción en la pantalla-mediática, ha terminado engullendo todo lo que se ponía a su paso y su triunfo, junto con el del signo, es incuestionable. Hoy, o se es un excluido, un friki, o no se es. En un mundo en el que todo es hipervisible, no hay lugar para nada que no asuma esas mismas directrices y no se atreva a convertirse en su misma pantalla, para nadie que no se entienda como una pantalla simulacional más.
El pacto social roussoniano, como buen hijo de la debacle ilustrada, queda fagocitado y deglutido en la misma maquinaria del signo: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”(29). El friki es aquel que da fe de la esperanza de tal disutopía.
Y en este punto, precisamente, todo viene a coincidir. Poco después de que Le Monde, en febrero de 1968, expusiese que “Francia se aburre”, Danny el Rojo concluye la aventura sesentayochista con un lacónico y profético “fuimos la primer generación televisiva”.
Aburrimiento y rebelión, bienestar y contracultura. La máquina semiótica de la pantalla-mediática se perfecciona y ya todo empieza a ser comprendido como efecto de superficie gracias a la implosión del signo.
Conclusión: el friki es hijo del yuppi y nieto del hippie: la misma sonrisa boba solo diferenciada por aquello que la hace emerger. Paralizados en la marihuana maoísta y hippiosa que simulaba una rebeldía de niños de papá, esclerotizados en la anfeta nihilizadora cuyo espectáculo era el de la pulsión por la mercancía y la escala social, o abotargados ante la pantalla que nos promete cada día un espectáculo diferente y cada vez más perfecto y entretenido, poco les diferencia.
Todo este camino para constatar que debajo de los adoquines, debajo de la pantalla-mediática, nunca estuvo la playa, sino hierba para las vacas, para las vacas del Cow Parade, la hecatombe del frikismo. Porque esos objetos “artísticos” son la constatación más precisa del objeto a-significativo con el que hemos tratado de caracterizar buena parte del arte actual. En ellos queda resumido la victoria anestesiante del signo: el ocio se mezcla con el arte, el espacio público con el privado, el espectador es la masa entera, el turista se deleita y se fotografía junto a ellas.



Todo, claro está, sufragado por las instituciones cuyo simulacro es el más encantador de todos: aparecer en la pantalla-mediática (ya sea el periódico, la televisión o internet) con la misma sonrisa de friki simulando ser del todo necesarios ‘para el buen funcionamiento de la sociedad’.
Hoy, lo fugitivo, la belleza que Baudelaire pretendía vislumbrar en sus paseos por París, se hace patente en vacas tuneadas, patrocinadas por multinacionales (de manera que cada empresa tiene “su” vaca) y que luego serán subastadas de manera que el dinero que se saque irá a parar a los más necesitados: aquellos que no tienen acceso a lo pantalla-mediática y que por tanto no pueden realizar su propio simulacro y hacerse visibles (sidosos, enfermos de cáncer, huérfanos, pobreza extrema, mutilados de guerra... la maquinaria del signo les devuelve o que les quita). El círculo de la máquina perfecta del signo queda cerrado.
Quizá, después de todo, ese intento, al que hemos aludido al comenzar, de gozar estéticamente del simulacro de lo artístico y de su innata esterilidad fagocitada en lo espectacular, lo frívolo y lo infantiloide, no sea sino una treta a la hora de querer conjurar la risa bobalicona del friki. De esta forma, quizá también haya que corregir a Zizek diciendo que no sólo hay que comprobar curiosamente que los dos gritos más famosos de la historia han sido inaudibles (en referencia al cuadro de Münch y a la película “El acorazado Potemkin” de Eisenstein”), sino que toda experiencia estética actual acaba en un grito también ahogado al comprobar, nosotros también, haber devenido puras pantallas-mediáticas, puro efecto de la hipervisiblidad de nuestro propio simulacro.
Aterra saberse como perteneciente a la “alucinación consensuada”(30), pero, nos pese o no, el espectáculo debe continuar.


1- “Replegarse en sí mismas y no entrar en la historia del arte en la forma más elevada, es la treta para la que menos preparadas estaban las obras de arte hambrientas de reconocimiento” en http://www.observacionesfilosoficas.net/elarteserepliega.html
2- Baudrillard, J. El complot del arte, Ed Amorrortu, Buenos Aires, 2006.
3- Baudrillard, J. “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed Monte Ávila, Caracas, 1997, pág. 21.
4- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 42.
5- Ibid, pág. 79.
6- VV.AA. Arte desde 1900. Modernidad, Antimodernidad y Posmodernidad, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 669.
7- Debray, R., El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, ed. Manantial, Buenos Aires, 1995.
8- Baudrillard, J., La agonía del poder, ed. Circulo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pág. 66.
9- Groys, B., Bajo sospecha. Una fenomenología de los medios, ed. Pre-textos, Valencia, 2008, pág. 24.
10- Virilio, P., La bomba informática, Cátedra, Madrid, 1999.
11- Debray, R., Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, ed. Paidós, Barcelona, 1994, pág. 307.
12- Brea, J. L., “Distancia zero” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 235.
13- Mcluhan, M., y Powers, B. R., La aldea global, ed Gedisa, Barcelona, 1994.
14- Baudrillard, J., La agonía del poder, ed. Circulo de Bellas Artes, Madrid, 2006.
15- Brea, J. L., “Por una economía barroca de la representación” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 228.
16- Ibid, pág. 227.
17- Baudrillard, J., El otro por sí mimo, ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pág. 69.
18- Perniola, M., La sociedad del simulacro, Roma, 1980
19- Brea, J. L., “Por una economía barroca de la representación” en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 225.
20- Nittve, L., “Implosión. Una perspectiva postmoderna.”, en Los manifiestos del arte postmoderno, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 205.
21- Deleuze, G., Rizoma, ed. Pre-textos, Valencia, 2008.
22- Ibid, pág. 32.
23- Sloterdijk, P: El desprecio de las masas. Pre-textos, Madrid, 2002, pág. 95.
24- Eco, U., Apocalípticos e integrados, ed. Lumen, Barcelona, 1968.
25- Groys, B., Bajo sospecha. Una fenomenología de los medios, ed. Pre-textos, Valencia, 2008, pág. 53.
26- Deleuze, G., Rizoma, ed. Pre-textos, Valencia, 2008.
27- Sloterdijk, P., Critica razón cínica, Ed. Siruela, Madrid, 2007, pág. 706.
28- Adorno, Th. W., Teoría estética, ed. Akal, Madrid, 2006, pág. 37.
29- Baudrillard, J. El complot del arte, Ed Amorrortu, Buenos Aires, 2006, pág. 101.
30- Así caracterizó Williams Gibson al ciberespacio en su novela Neuromancer.

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