martes, 6 de octubre de 2009

ESCATOLOGÍAS DEL SILENCIO

LIDÓ RICO: ‘FLAGS
GALERÍA FERNANDO LATORRE: 10/09/09-17/10/09


La carne, sí, pero más que la carne, el rostro. Porque el rostro es, como decía Levinas, “significación, y significación sin contexto”. El rostro, en esa radical hermenéutica de la existencia como lugar del otro que hizo suya el pensador judío, es la apertura de sentido: “el rostro es, en él sólo, sentido". Y eso precisamente, su rostro, es lo que nos da como material estético Lidó Rico. Un rostro, el suyo, como lugar de mediación de la experiencia estética.
Pero no nos confundamos: esta apertura de sentido que nos ofrece el artista es ante todo, al igual que en Levinas, ética. El artista nos ofrece su más radical intimidad para descubrir que es idéntica a la nuestra: representaciones de la banalidad, de la frivolidad imperante y, sobre todo, de lo efímero.
Pero, en último caso, la exigencia estética, al igual que la que pudiera pasar con la ética, no son necesidades ontológicas. Se trata de algo más. Todo código ético se asienta bajo las premisas de que todo, en última instancia, es posible. Así el rostro, al hablar, comienza un discurso y todo se hace posible. ¿Qué mediación entonces solicita un rostro, en qué apertura de sentido necesita situarse? Toda relación mediata con el otro, con el rostro del otro, no exige sino responsabilidad. Responsabilidad para con él y, en cuanto en tanto no somos sino nosotros mismos los que estamos representados, también para nosotros mismos.
Porque el abordaje al rostro del otro no se basa en percepciones ni en intencionalidades de la conciencia, sino que sucede mediante una responsabilidad como estructura fundamental de la subjetividad. Vemos un rostro, descompuesto por la angustia, pero no se trata de ver. Nos adentramos en su interior, pero tampoco es cuestión de tocar las delgadas fibras de la interioridad.
Se trata de algo más extremo y que pensamos es hacia donde va el trabajo de Lido Ricó: se trata de compartir los restos embalsamados de una subjetividad deflagatoria y obstruida por flujos de representaciones caídas en lo más aberrante de la frivolidad y el esperpento postmoderno. Y se trata, en última instancia y como veremos, de crear ahí mismo el paradójico ámbito de la imposibilidad.


La asumida condición ontológica del arte y de la conciencia se deshace aquí en una apertura que trasciende lo limítrofe de unos ámbitos incapaces ya de adecuarse a la necesaria trascendentalidad ética. De esta manera, la experiencia estética se computa como un “hacerse cargo”, como un “contar con uno mismo” que, como no podía ser menos, implosiona en la dejación de principios que el pathos postmoderno ha tomado como praxis globalizada: soy yo quien soporta todo, soy yo el sujeto que se sujeta y que, mediante la apertura en clave de responsabilidad, sujeta también a la radicalidad del otro, no siendo (existiendo) otra cosa sino angustia y nausea, un grito sordo en el descampado de la atrofia hiperreal de la pantalla global. Dostoievski, padre del nihilismo, la profetizó: “todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”.
Así, la investigación fenomenológica a la que el artista presta su propio cuerpo trata ni más ni menos que de descubrir el insondable abismo de nuestra neurosis colectiva. Nosotros, habitantes de la esquizofrenia capitalista, perdemos, al igual que cualquier otro esquizofrénico, el sentido de nuestro propio rostro. El rostro ya no es el telón de ninguna escena o lo es de todas: no hay mediación posible porque el simulacro alcanza todos los órdenes. Ya no es necesario que nos pongamos máscara (y recuérdese que en griego máscara significa persona) porque, de tanto llevarla puesta en el teatro hiperreal en que la realidad se ha convertido, no nos hace ni falta. En este mundo del simulacro global todos los días es carnaval; eso sí, un carnaval donde, de tanto merodear el profundo abismo de horror que se esconde debajo de nuestros descompuestos rostros, sabe que su única baza es agarrarse a lo festivo de lo insignificante y superficial, a la espectacularidad frívola y al más infantiloide de los cinismos.
Pero el mérito de Lidó Rico es que su obra no se estanca en los parabienes de lo archiconocido, en la confusión heideggeriana de una angustia que como modo comprensión existencial se devanea entre lo hermenéutico y lo existencial, ni en la nausea sartreana como lugar común de lo manido hasta el colapso conceptual. El artista sabe que la función del arte no es sólo plasmar ideas sino que ha de ofrecer intuitivamente una salida.
En este sentido el arte de Lidó Rico no está orientado a crear una distancia como pudiera preconizar en su día Marsahll McLuhan, sino en hacer viable un ámbito. Porque el marcado tinte abyecto de su obra, con esos cuerpos que no se sabe muy bien si salen de la pared o se ocultan en ella, poco tiene que ver con la vuelta a lo real (o distancia cero) que delineara Hal Foster.

No se trata de obviar la pantalla-tamiz de Lacan y eludir lo Simbólico para caer en lo Real enfático de cuerpos amputados y miembros sangrantes. Se trata de que, como dice Deleuze en una sentencia que casi parece guiar al propio artista, “deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad”.
Y ahí, justamente ahí, en el desconsolador miedo que supone esa salida, es donde surge el ámbito que Rico crea. Salir de la subjetividad productora tardocapitalista es salir al páramo de un deseo que fustiga por todas partes, que golpea y lacera hasta el extremo. De eso es de lo que se tiene miedo: del deseo. Se teme que el deseo hipostasiado en lo maquínico del signo-mercancía haya conseguido incluso fetichizar lo único que pudiera salvarnos: la mirada del otro.
Lo casi sublime es que Rico encuentra lo que buscaba: en palabras de Levinas “es el hecho de la multiplicidad de los hombres, la presencia del tercero al lado del otro, los que condicionan las leyes e instauran la justicia. Si estoy yo solo con el otro, se lo debo todo a él; pero existe el tercero. ¿Es que sé si el tercero está en complicidad con él o es su víctima?”. Rico se muestra, se metamorfosea y se esculturiza no para crear (o por lo menos no sólo) un doble, una enésima fase del espejo lacaniana sobre la que hacer reverberar la de su ya de por sí fragmentada subjetividad, sino para crear, entre él u su doble, un ámbito a través del cual se cuele, libre de todo fetichismo, la mirada del otro, nuestra mirada.
El artista nos grita y su grito, a pesar de ser inaudible, atruena: miradme, salvadme; porque sólo mirándome me salvareis, porque sólo mirándome os salvareis. Como diría Zizek, no es de extrañar que los dos gritos más famosos de la historia del arte (en referencia al cuadro de Münch y al de la película “El acorazado Potemkim” de Einsenstein) hayan sido gritos inaudibles. Lo único que cambia aquí es que en este caso el grito está construido ‘realmente’ sobre el silencio. Porque solo en el silencio se puede construir el ámbito de toda salvación y el lugar en el que toda ética se levanta para no caer jamás bajo el peso de ningún significado.
Sin duda alguna que el trabajo de Rico hubiese fascinado a Wittgenstein ya que su obra magna, el Tratactus, iba encaminado únicamente a establecer el límite entre lo que se puede decir y lo que no. “De lo que no se puede hablar mejor es callarse”, concluye: sobre aquello que raya lo indecible, solo cabe el silencio; el silencio más expresivo, pero sólo silencio.

1 comentario:

  1. Tus críticas son una pasada! Me he enterado de tu blog por Jorge, de Arte10, donde compartimos "cartel" :)

    Te sigo leyendo,
    Pilar

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