DIANE ARBUS: SELECTED PHOTOGRAPHS
GALERÍA LA FÁBRICA: 27/05/10-23/07/10
El proceso de culturización llevado a cabo por la perfecta maquínica del simulacro hipercapitalista ha conseguido la machada: reducir el horror, el espanto de la civilización, a un tenue cosquilleo nervioso silenciado por la misma risa nerviosa que ensayamos noche tras noche en frente de la televisión. De esta forma, la ecuación se cierra con ganancia siempre para el signo-mercancía: consumismo y felicidad van, indisolublemente, de la mano.
Jacques Rancière, en un reciente ensayo, ponía el dedo en al yaga: “el imperio de la máquina capitalista es sólo el producto del deseo frenético de esos individuos de consumir todavía más productos, espectáculos y formas de disfrute”. Pero, más lejos todavía, sostiene que “la culpabilidad del sistema se ha convertido en la culpabilidad de los individuos que están sujetos a él”. Es decir, si la maquinaria es perfecta, si el proceso de culturización ha dado lugar a un sublime solapamiento entre la satisfacción libidinal del deseo y la realidad ontológica puesta en marcha para tales satisfacciones, es solo porque “aquellos que se rebelan contra aquellas formas de dominación son los mejores cómplices del sistema”.
Es decir, si el “malestar en la cultura” denunciado por Freud quedaba cifrado en una rebeldía en términos de agresividad como pulsión de muerte que no hallaba modo de resolverse en un mundo donde se nos dice, un tanto absurdamente, que al otro hay que amarle sin vacilación, teniendo por tanto que recaer sobre el propio sujeto toda esa carga negativa transformada en sentimiento de culpabilidad, el proceso llevado a cabo por la economía del signo-mercancía ha conseguido dar la vuelta a la tortilla: es justamente percatándose uno de nuestra cuota de culpabilidad, queriendo denunciarla, no comprendiendo incluso como el mundo puede estar compuesto de tanto idiota, cómo el capital consigue mantener el tanteo a su favor. Sólo así cabe entender el porvenir en que Rancière cifra la verdadera crítica cultural: “si algún tipo de pensamiento crítico es necesario hoy en día, es, en mi opinión, el pensamiento que se sale de la del circuito de ‘ignorancia’ y ‘culpabilidad’”
Sin embargo, la situación contraria, la del resabiado crítico que a duras penas comprende la idioticia que le rodea, la del individuo que sublima sus deseos por encima de los de la masa, siempre fachosa y casposa, son las dos actitudes más comunes en el pueril mundo de la ´cultura’. Así, el cinismo, la coartada que parecía perfecta, queda resuelta en la ideología perfecta del enmascaramiento postmoderno: desear aquello mismo que con más ahínco se rechaza. De ahí ha sostener con Paolo Virno que “el nihilismo, en un primer momento a la sombra de la potencia técnico-productiva, se convierte más tarde en un ingrediente fundamental, en una cualidad muy bien valorada” hay solo un paso. El sistema necesita del nihilismo postmoderno para retroalimentarse precisamente de aquellos que vociferan puño en alto una rebeldía que enmascara el deseo más soterrado: aquel que postula la continucaicón del espectáculo a toda costa.
GALERÍA LA FÁBRICA: 27/05/10-23/07/10
El proceso de culturización llevado a cabo por la perfecta maquínica del simulacro hipercapitalista ha conseguido la machada: reducir el horror, el espanto de la civilización, a un tenue cosquilleo nervioso silenciado por la misma risa nerviosa que ensayamos noche tras noche en frente de la televisión. De esta forma, la ecuación se cierra con ganancia siempre para el signo-mercancía: consumismo y felicidad van, indisolublemente, de la mano.
Jacques Rancière, en un reciente ensayo, ponía el dedo en al yaga: “el imperio de la máquina capitalista es sólo el producto del deseo frenético de esos individuos de consumir todavía más productos, espectáculos y formas de disfrute”. Pero, más lejos todavía, sostiene que “la culpabilidad del sistema se ha convertido en la culpabilidad de los individuos que están sujetos a él”. Es decir, si la maquinaria es perfecta, si el proceso de culturización ha dado lugar a un sublime solapamiento entre la satisfacción libidinal del deseo y la realidad ontológica puesta en marcha para tales satisfacciones, es solo porque “aquellos que se rebelan contra aquellas formas de dominación son los mejores cómplices del sistema”.
Es decir, si el “malestar en la cultura” denunciado por Freud quedaba cifrado en una rebeldía en términos de agresividad como pulsión de muerte que no hallaba modo de resolverse en un mundo donde se nos dice, un tanto absurdamente, que al otro hay que amarle sin vacilación, teniendo por tanto que recaer sobre el propio sujeto toda esa carga negativa transformada en sentimiento de culpabilidad, el proceso llevado a cabo por la economía del signo-mercancía ha conseguido dar la vuelta a la tortilla: es justamente percatándose uno de nuestra cuota de culpabilidad, queriendo denunciarla, no comprendiendo incluso como el mundo puede estar compuesto de tanto idiota, cómo el capital consigue mantener el tanteo a su favor. Sólo así cabe entender el porvenir en que Rancière cifra la verdadera crítica cultural: “si algún tipo de pensamiento crítico es necesario hoy en día, es, en mi opinión, el pensamiento que se sale de la del circuito de ‘ignorancia’ y ‘culpabilidad’”
Sin embargo, la situación contraria, la del resabiado crítico que a duras penas comprende la idioticia que le rodea, la del individuo que sublima sus deseos por encima de los de la masa, siempre fachosa y casposa, son las dos actitudes más comunes en el pueril mundo de la ´cultura’. Así, el cinismo, la coartada que parecía perfecta, queda resuelta en la ideología perfecta del enmascaramiento postmoderno: desear aquello mismo que con más ahínco se rechaza. De ahí ha sostener con Paolo Virno que “el nihilismo, en un primer momento a la sombra de la potencia técnico-productiva, se convierte más tarde en un ingrediente fundamental, en una cualidad muy bien valorada” hay solo un paso. El sistema necesita del nihilismo postmoderno para retroalimentarse precisamente de aquellos que vociferan puño en alto una rebeldía que enmascara el deseo más soterrado: aquel que postula la continucaicón del espectáculo a toda costa.
Llegados a este punto, creemos estar en condiciones de lanzar nuestra ‘ácida’ crítica: comprendemos que la ambivalencia pulsional a la que es sometido el ciudadano (aquella que hemos denunciado arriba y que solapa lo deseado y lo reprimido hasta el punto límite de ser todo ganancias para el capital) tiene su último estadio en la producción del friki, aquel que a pesar de estar sometido al engranaje disciplinario del hiperconsumismo, realiza, sin saberlo, un gesto tan simple como inocente de ‘creer’ permanecer fuera del sistema. El friki realiza el simulacro más perfecto: el de ser capaz de postularse como antisimulacro. Porque, adormecido en la tecnoesclavitud, el friki se salva merced a una superficialidad absoluta. Para él, nada reviste más profundidad que la que le otorga la pantalla telemática a la que está conectado en todo momento. Lo trágico de todo esto, y al hilo de una crítica cultural que corre sin saberlo pareja a los dictados del capital, es que todos estamos llamados, si no lo somos ya, a ser frikis. Baudrillard ya lo predijo hace tiempo con su habitual y serena frialdad: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.
Que estamos irremediablemente cerca de esta distopía radical se ve con solo acudir a ver la excelente muestra de las fotografía de Diane Arbus en la Galería La Fábrica. Fotografías de personajes con ciertas anormalidades, de descatados, de frikis… Y, aún con tantas pistas, todavía no nos reconocemos en ellos: valorar el trabajo de Arbus como el milagro que consigue que ‘gente presuntamente normal aparezca como anormal’ sigue siendo lo común para una crítica que se autoabastece de los mismos procesos rumiantes a los que satisface. Y es que, sin embargo, lo milagroso de Arbus es justo lo contrario: hacer que todas las anormalidades aparezcan como la más impertérrita de las normalidades.
Arbus fotografiaba monstruos porque sabía muy bien que lo verdaderamente terrorífico anidaba en su propio interior, y que solo yendo al encuentro de lo terrorífico-real podría acallar momentáneamente esa sed masoquista de cercenar su propia subjetividad. Ahora sin embargo, lo friki, habiéndose elevado a categoría subjetiva preeminente, remite a un no-enfrentamirento, a una clausura y una cerrazón en torno a un mundo construido a golpe de bobalicada y banalidad, pero que realiza a la perfección la tarea para la que se la dispuso: mantener el dolor a raya y lo terrorífico de la existencia bien alejado de nosotros mismos.
Psicoanalíticamente, si las fotografías de Arbus, su vida artística completa, significan un revuelo contra los dictados del superyó, un no plegarse al placer que pudiera emanar de la autoridad del “padre” (a Diane se le prohibió, dicen, mirar todo lo que fuera “anormal”), y un dejarse inundar por la intuición de que es solo el encuentro con lo fantasmal de nuestros traumas lo que nos conforma en, como sostenía Freud, nuestro seguir siendo perversos, hoy, el privilegio del friki consuma lo terrorífico devenido simulacro hiperreal: todo trauma se enmascara, toda ausencia queda flotante en un mundo que de por sí ya es flotante, y todo deseo redunda en un principio que va más allá siempre del placer, pero de un placer, esta vez, para el que siempre hay una satisfacción inmediata al otro lado de la pantalla telemática.
De este modo, el arte de Arbus nos muestra aquello precisamente que hoy se nos invita a silenciar: “los freaks nacieron con su trauma. Ellos ya han pasado su prueba en vida. Son aristócratas”, decía la propia artista. Hoy, cuando todo intento de cargar uno con su propio trauma es denunciado por la ‘inteligenzia’ bien pensante como un gesto cínico y arrogante de desmembrarse de la turba y así caer en el topicazo del frikismo, o, incluso peor, ser catalogado así de buenas a primeras, es el silencio de nuestro propio trauma la marca que hemos de llevar siempre para poder ser incluidos en la cultura. Simbolizar nuestro trauma, nuestro innato frikismo, y resignificarlo a cada momento como siesteante rebeldía en frente de cualquier pantalla. El trauma ya no duele, la pulsión de muerte se renegocia como divertimento
Y es que, en resumidas cuentas, el poderío del simulacro en que queda cifrado la actual sociedad del espectáculo sabe que para que el show continúe solo una cosa es necesaria: que el trauma quede olvidado. Guy Debord, en este sentido, es desasosegadamente actual: “el espectáculo organiza con destreza la ignorancia de todo lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo, ha llegado a conocerse”.
Y, claro está, silenciado el trauma, estamos ya en la senda de permanecer anestesiados ante el dolor en que toda vida queda, de una u otra manera, vinculado. Así, si en la película “La parada de los monstruos”, aglutinante del espíritu freak, el espanto está ya aletargado y lo terrible se soporta e incluso causa placer, hoy el friki, en su risa boba, todo lo soporta. Ya no se siente como monstruoso porque hasta lo monstruoso, y sobre todo ello, ha alcanzado el rango de hipervisibilidad. Con él, el signo sí que puede acelerar lo maquinal de su poder: todo lo aguantará. Su risa bobalicona es el espejo invertido de la ironía desplegada por el objeto en su triunfo absoluto. El nihilismo friki es la estrategia para soportar el horror de lo hipervisible en la maquinaria representacional del signo devenido perfecto simulacro.
Aún así, después de todo lo dicho, hemos caído en la crítica que Rancière desenmascaraba en su ensayo: no hemos hecho más que describir un mundo contemporáneo como el reino de una pequeña burguesía global de individualidades narcisistas. Y es que el arte, en el límite de sus posibilidades, irrumpe con desacostumbrada negatividad: no postular ninguna salida, no describir ninguna utopía; sólo mostrar el destierro al que estamos llamados todos nosotros. Señalarnos con el dedo y, como mucho, hurgar en nuestro silente trauma. Salir del círculo, operar una apertura en el cierre ontológico-estético del simulacro telemático: esa y no otra sería la radicalidad de un arte que emergiese por encima de sus propias capacidades.
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