RAFAEL LOZANO-HEMMER: ‘VIGILANCIAS MATERIALIZADAS’
GALERÍA MAX ESTRELLA: hasta el 31 de Julio.
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(artículo original publicado en 'arte10.com':
http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=371)
El simulacro postmoderno cifrado en la videocultura de la hipervisibilidad y el control panóptico, tiene en la propia mirada a su más incorruptible de los aliados. Hasta tal punto ha llegado el ejercicio del poder del signo-mercancía que ha conseguido lo inimaginable: conseguir que siempre haya una mirada, la del aterrado sujeto, mirando la pantalla-mediática. Las relaciones entre la mirada y la producción de subjetividades, así como las ulteriores consecuencias que esto tiene para el progreso hipercapitalista, son asuntos de vital importancia para una sociedad en la que el placer infinito de verlo todo coincide con el terror absoluto. Y es que, en la mirada que se pliega a lo hiperreal, se dan la mano la violencia de una sociedad desquiciada y el placer voyeurísta de ‘ser’ solo en la medida en que se deviene hipervisible.
Desde que Foucault en su microfísica del poder teorizase acerca de las relaciones existentes entre poder y subjetividad, apelando a que los dispositivos de poder no se conforman como normalizadores sino que tienden a ser constitutivos, lo cierto es que se ha ido produciendo un plegarse de las individualidades en sí mismas intentando guardar su parcela de fantasmagórica libertad. Aún sabedoras de que no hay salida posible, pues estar dotado de subjetividad es, al mismo tiempo, ejercer un poder y ser sometido a otro, la mónada postmoderna ha intentado plegarse y sellarse aterrada de sí misma y, sobre todo, de los otros. La misma mirada ya no contempla, ni siquiera enjuicia: la mirada ahora controla y, como tal, aterra. Sartre lo sabía: ‘el infierno son los otros’. Toda subjetividad es, como tal, un control panóptico.
Parejo a este proceso ‘la instancia control’ ha ido haciendo ver en la sociedad momentos de inusitada fe en las propuestas más tecnológicas como ‘el nuevo emplazamiento donde todas las subjetividades podrán verse libres y convivir en democracia plena’. La trampa es mortífera: el poder ofrece nuevos canales y nuevos medios al tiempo que los mina con una subjetividad más carcomida e infantilizada. El deleite orgasmático del sujeto actual a la hora de establecer sus relaciones y vínculos dentro de la pantalla telemática y cibernética es prueba de que las tecnologías de control cada vez necesitan menos para moldear una subjetividad.
Lo que en Nietzsche era la vertiente externa del poder la que producía efectos corporales, de manera que podía entenderse la voluntad de poder como una antropología del poder, ahora es una determinada tecnología de poder la que se interioriza como tal en la vida psíquica del sujeto configurándose así es la subjetivación del individuo.
No se trata ya de la superestructura piramidal, ni mucho menos de la coacción estatal. Violencia de Estado, coerción, estado policial, etc. Fantasmas que hace tiempo se apolillaron en manos de la reflexión postestructuralista. Deleuze, en su texto ‘¿Qué es un dispositivo?’, ya lo anunciaba: ‘es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias’. Y es que la sociedad ya no funciona a base de códigos y territorialidades, sino que lo hace sobre el fondo de una descodificación y una desterritorialización masiva. El sujeto postmoderno, el esquizoide actual, no para de desterritorializarse de sí mismo.
La función sujeto es el efecto último de los mecanismos disciplinarios vehiculizados en un primer momento por instituciones y luego por formas más flexibles, e interiorizado por el propio sujeto como subjetividad propia. El sujeto para Foucault consiste en el carácter integral de los mecanismos de sometimiento.
Lo curioso es que, si bien Foucault entiende la sociedad panóptica como conformada por dos tecnologías, la tecnología de sí, y la tecnología de poder, una siempre remitiendo a la otra en su condición de productor/producirse, de manera que el sujeto no se da nunca como tal de una sola vez, sino que es un proceso en el que la relación que en cada caso sea la suya entre tecnologías de poder y tecnologías de sí confiere cierta subjetivación al sujeto, Deleuze sí que privilegia un momento en la formación de subjetividades e incluso del poder mismo.
Para él, un dispositivo de deseo no implica dispositivo de poder. Es más, son los dispositivos de deseo los que distribuyen el poder. El poder únicamente aparece allí donde tienen lugar reterritorializaciones. Lo que sucede es que la reterritorialización es una característica esencial de la sociedad, de manera que, por tanto, el deseo y el poder actúan casi de manera pareja en un movimiento por el cual el deseo desea el poder. La pregunta en Deleuze sería entonces la siguiente: ¿cómo es posible que esto suceda, cómo se puede llegar a desear el poder?
La respuesta es tan simple como aterradora: debido a que, como ya hemos dicho, la sociedad no es otra cosa que una reterritorialización constante. Para Deleuze la sociedad no se contradice a sí misma ni tampoco se la ideologiza ni se la reprime. Simplemente sucede que actúa por estrategias, fugándose constantemente y escapándose por todas partes. E, incardinado en esas líneas de fuga, está el deseo: flujos libidinales intersecan constantemente el campo de inmanencia, todo se define por zonas de intensidades, umbrales, gradientes o flujos.
El dispositivo de poder surge entonces como reflejo de la fuga de la propia sociedad que desea la estrategia siguiente que la reterritorialice. Así, el poder es deseado como garantía de que se efectuará la fuga.
El simulacro postmoderno cifrado en la videocultura de la hipervisibilidad y el control panóptico, tiene en la propia mirada a su más incorruptible de los aliados. Hasta tal punto ha llegado el ejercicio del poder del signo-mercancía que ha conseguido lo inimaginable: conseguir que siempre haya una mirada, la del aterrado sujeto, mirando la pantalla-mediática. Las relaciones entre la mirada y la producción de subjetividades, así como las ulteriores consecuencias que esto tiene para el progreso hipercapitalista, son asuntos de vital importancia para una sociedad en la que el placer infinito de verlo todo coincide con el terror absoluto. Y es que, en la mirada que se pliega a lo hiperreal, se dan la mano la violencia de una sociedad desquiciada y el placer voyeurísta de ‘ser’ solo en la medida en que se deviene hipervisible.
Desde que Foucault en su microfísica del poder teorizase acerca de las relaciones existentes entre poder y subjetividad, apelando a que los dispositivos de poder no se conforman como normalizadores sino que tienden a ser constitutivos, lo cierto es que se ha ido produciendo un plegarse de las individualidades en sí mismas intentando guardar su parcela de fantasmagórica libertad. Aún sabedoras de que no hay salida posible, pues estar dotado de subjetividad es, al mismo tiempo, ejercer un poder y ser sometido a otro, la mónada postmoderna ha intentado plegarse y sellarse aterrada de sí misma y, sobre todo, de los otros. La misma mirada ya no contempla, ni siquiera enjuicia: la mirada ahora controla y, como tal, aterra. Sartre lo sabía: ‘el infierno son los otros’. Toda subjetividad es, como tal, un control panóptico.
Parejo a este proceso ‘la instancia control’ ha ido haciendo ver en la sociedad momentos de inusitada fe en las propuestas más tecnológicas como ‘el nuevo emplazamiento donde todas las subjetividades podrán verse libres y convivir en democracia plena’. La trampa es mortífera: el poder ofrece nuevos canales y nuevos medios al tiempo que los mina con una subjetividad más carcomida e infantilizada. El deleite orgasmático del sujeto actual a la hora de establecer sus relaciones y vínculos dentro de la pantalla telemática y cibernética es prueba de que las tecnologías de control cada vez necesitan menos para moldear una subjetividad.
Lo que en Nietzsche era la vertiente externa del poder la que producía efectos corporales, de manera que podía entenderse la voluntad de poder como una antropología del poder, ahora es una determinada tecnología de poder la que se interioriza como tal en la vida psíquica del sujeto configurándose así es la subjetivación del individuo.
No se trata ya de la superestructura piramidal, ni mucho menos de la coacción estatal. Violencia de Estado, coerción, estado policial, etc. Fantasmas que hace tiempo se apolillaron en manos de la reflexión postestructuralista. Deleuze, en su texto ‘¿Qué es un dispositivo?’, ya lo anunciaba: ‘es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias’. Y es que la sociedad ya no funciona a base de códigos y territorialidades, sino que lo hace sobre el fondo de una descodificación y una desterritorialización masiva. El sujeto postmoderno, el esquizoide actual, no para de desterritorializarse de sí mismo.
La función sujeto es el efecto último de los mecanismos disciplinarios vehiculizados en un primer momento por instituciones y luego por formas más flexibles, e interiorizado por el propio sujeto como subjetividad propia. El sujeto para Foucault consiste en el carácter integral de los mecanismos de sometimiento.
Lo curioso es que, si bien Foucault entiende la sociedad panóptica como conformada por dos tecnologías, la tecnología de sí, y la tecnología de poder, una siempre remitiendo a la otra en su condición de productor/producirse, de manera que el sujeto no se da nunca como tal de una sola vez, sino que es un proceso en el que la relación que en cada caso sea la suya entre tecnologías de poder y tecnologías de sí confiere cierta subjetivación al sujeto, Deleuze sí que privilegia un momento en la formación de subjetividades e incluso del poder mismo.
Para él, un dispositivo de deseo no implica dispositivo de poder. Es más, son los dispositivos de deseo los que distribuyen el poder. El poder únicamente aparece allí donde tienen lugar reterritorializaciones. Lo que sucede es que la reterritorialización es una característica esencial de la sociedad, de manera que, por tanto, el deseo y el poder actúan casi de manera pareja en un movimiento por el cual el deseo desea el poder. La pregunta en Deleuze sería entonces la siguiente: ¿cómo es posible que esto suceda, cómo se puede llegar a desear el poder?
La respuesta es tan simple como aterradora: debido a que, como ya hemos dicho, la sociedad no es otra cosa que una reterritorialización constante. Para Deleuze la sociedad no se contradice a sí misma ni tampoco se la ideologiza ni se la reprime. Simplemente sucede que actúa por estrategias, fugándose constantemente y escapándose por todas partes. E, incardinado en esas líneas de fuga, está el deseo: flujos libidinales intersecan constantemente el campo de inmanencia, todo se define por zonas de intensidades, umbrales, gradientes o flujos.
El dispositivo de poder surge entonces como reflejo de la fuga de la propia sociedad que desea la estrategia siguiente que la reterritorialice. Así, el poder es deseado como garantía de que se efectuará la fuga.
Siendo esta la teoría, la práctica es que la nueva perfección tardocapitalista con su perfecto y fluido círculo de cargas desiderativas hace que el poder sea máximo, que el control sea máximo, que el deseo del individuo fluya más rápido que nunca, que quede investido una vez tras otra en la vorágine del fetiche, del consumismo impulsivo y de la aceleración del simulacro en el que todo encalla.
Ya la burocracia socialdemócrata surgida allá por los años cincuenta en el incipiente estado del bienestar era clara: hacer que cada categoría profesional ejerciese funciones policiales y de control. Policías, psiquiatras, pedagogos, profesores, todos al servicio de una nueva sociedad a la que vigilar. A partir de entonces el proceso no ha ido (en su misma fuga y reterritorialización) sino creciendo exponencialmente. Tanto es así que ahora el sujeto es su propio instancia de control: incardinado dentro de esta red panóptica que el mismo produce, se le deja solo en su red de producción con el fin de que produzca lo máximo al mismo tiempo que se le subsume dentro de toda la colectividad.
Pero, la consecuencia última de tanta perfección viene al final: si el deseo fluye mejor, el control se ejerce mejor y, como no, el miedo, es también mucho mayor. Miedo, pánico generalizado, sensación de abandono... El sujeto postmoderno desea ser controlado, encerrado, catalogado, masificado. El sujeto desea pertenecer a la masa pero ahora, ésta, no logra estrategizar la fuga perfecta perdiéndose en un flujo constante que no cesa de investir objetos fetichizándolos hasta la paranoia, hasta la esquizofrenia desiderativa postmoderna. El triunfo del capitalismo como estrategia sin fin donde los flujos libidinales no cesan es total.
Como profetiza Virilio es el miedo al Accidente: las relaciones de poder, entendidas como microfísica del poder crean “un incesante feed-back de las actividades humanas (que)engendra la amenaza invisible de un accidente de esta hiperactividad generalizada cuyo síntoma podría ser el crack bursátil”. Nada acontece, todo ocurre. El miedo es latente. El mundo entero queda fagocitado en la implosión esquizoide del fantasma global del simulacro. Todo es, por tanto, fantasmagórico y aterrador.
La estrategia capitalista de investir los flujos libidinales con arreglo al fetiche otorga mayor parcela de subjetividad al que más posee, al que más poder tiene, al que más rápidamente fluye. Esa subjetividad, deudora también del simulacro que la ve nacer y ante la que tiene que dar cuentas en forma de autoexposición publicitaria, ha de bunkerizarse para no ser deglutido en su misma sobrexposición. Así, grados de subjetividad son proporcionales al grado de hipervisibilidad que esa subjetividad adquiera y, por tanto, al grado de bunkerizaión que necesita para no ser devastado por la misma estrategia simulacionista que la vio nacer. La última vuelta de tuerca es obvia: grados de subjetividad van también parejos al grado de miedo que sea capaz de soportar a la hora de hacer fluir sus flujos desiderativos.
Así pues, la estrategización social a la hora de fugarse y reterritorializarse merced a la hipertrofia del simulacro que todo lo fetichiza en la mercancía cuya catexización permite el flujo incesante y a velocidad límite, es ella misma la que impone los condicionantes al poder que la pueda llevar a cabo: hipervigilancia, drástica separación espacio público/espacio privado, bunkerización y aislamiento de las élites haciendo más patentes aún su calidad de pantallas-mediáticas y convirtiéndose en fetiches de la siguiente estratificación social, jerarquía social que permita dicha estrategia, simulacro de las nociones ilustradas de igualdad y libertad, propiedad privada como subjetividad naciente al tiempo que como posibilidad del miedo…
Las cartas son esas y con ellas cada uno realiza el juego: mayor poder remite a una mayor sobrexposición en el campo de hipervisibilidad y, por tanto, una mayor necesidad de vigilancia. Si se es en la medida en que se puede, lo que ha venido a desvelar la realidad óntica del simulacro postmoderno es que ser y poder ser se dan la mano en el hecho de ser vigilado. Solo siendo vigilados existimos. Así, el régimen óntico y el régimen escópico se dan la mano en la hipervisibilidad: ser y ser grabado/ser vigilado remiten el uno al otro en una idealidad solo llevada a cabo por el telesimulacro de la hipervisibilidad.
Rafael Lozano-Hemmer lleva ya un tiempo apostando por un arte que haga tangible el proceso de producción de subjetividades en la actual sociedad postutópica y que hasta aquí hemos tratado de delinear. Si el arte, en su específica negatividad, ha de problematizar los contenidos utópicos heredados de la modernidad, Lozano-Hemmer apunta directamente ahí donde la representación parece toparse con el imposible de una subjetividad procesada como dato en continuo movimiento, en continua vigilancia.
Rastreando un poco las condiciones de representación, el mismo Foucault data en punto de inflexión en “Las Meninas” de Velázquez. A partir de esta obra, el enunciado, que hasta entonces podía ser la interpretación/encarnación de una obra dada como exterioridad absoluta, ya no es simplemente un enunciado sino las condiciones de posibilidad del mismo. En este sentido, “Las Meninas” fue la primera obra en donde el significado de la obra se diluye en un juego de representaciones donde hay un afuera y un adentro, y entre ambos márgenes se van creando relaciones que hacen surgir mas tarde un conglomerado mediante el cual poder, no ya remitir a un enunciado que englobe a la obra por completo, sino dar cuenta de sus condiciones de posibilidad. Es decir, el acceso al sentido de la obra no se da ya de forma abarcadora ni como garantía de un orden entre lenguaje y mundo, sino que ahora el sentido es deudor de las condiciones de posibilidad del enunciado mismo.
Con Velázquez, por tanto, la identidad de la episteme medieval se disuelve en el juego de la representación. Lo que se ve en el cuadro es una representación; su personaje principal, el rey, no está “directamente” representado. Es como si la “verdad” del cuadro residiera en representar la representación. Y no solo representarla, sino también darle un lugar de privilegio, duplicándola y haciéndola surgir en el juego de ese remitirse entre el afuera y el adentro.
Lo que ha venido a suceder ahora es que el afuera y el adentro se han solapado tanto que remitir a las condiciones de posibilidad de la representación conlleva el propio proceso de hacer emerger la subjetividad. Porque, siendo como es la producción de subjetividades un artificio simulacionista operado por las economías del signo-mercancía, una representación en la superficie telemática de un sedimento libidinal constituido por flujos desiderativos a velocidad límite y reorganizados en la instantaneidad de la hipervigilancia, la representación del sujeto no puede sino coincidir con su estatus de recodificación escópica.
El sujeto, produciéndose como el excedente de las economías simulacionistas de la mercancía, no es más que un aleteo en la mirada que vigila y controla a escala global, una simple representación en el juego que el poder maquínico del signo ha sabido instaurar como régimen ontológico omniabarcante. Todo esto, Lozano-Hemmer es el primero en saberlo: “en mis proyectos de arte público, la gente se autorepresenta a través de las tecnologías de control”, ha dicho en una reciente entrevista.
Es decir, lo que para Perniola constituía el problema esencial de la modernidad, “el problema teórico básico de la imagen reside en su relación con el original”, queda silenciado debido a que, siguiendo a Brea, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”.
El trabajo de Lozano-Hemmer trata por tanto de representar aquello precisamente que es ya un imposible, un simple efecto de superficie que se da a una mirada que recae por completo del lado del poder del signo-mercancía; hacer emerger dichas subjetividades y enfrentarlas al último juego simulacionista operado por la telemática de lo hipervisible: que somos nosotros mismos los que, antes que cualquier otra instancia, deseamos ser vigilados, que es nuestra propia mirada la que más dócilmente se pliega a las exigencias de un mirar que necesita siempre un excedente de visibilidad para no ser hipertrofiado en la ceguera que provoca la vorágine del simulacro hiperreal.
Porque el riesgo también es esencial para el hipercapitalismo postmoderno: el riesgo del crack bursátil es ahora el riesgo al Accidente, al hecho de que, de una vez y quizá para siempre ya no haya nada que ver. La sentencia de Baudrillard según la cual el arte contemporáneo tendría como misión “fabricar una profusión de imágenes donde no hay nada que ver”, no es ni mucho menos despectiva para con el arte, al menos en un sentido. Pues, si como hemos ya señalado, el arte debe de vérselas críticamente con los excesos producidos por el hipercapitalismo, es de aplaudir que se haya hecho fuerte ahí justo donde el capitalismo tenía todas las de ganar: yendo cada representación de la mano del poder del signo-mercancía, el arte prefiere problematizar esa misma mirada, devolviendo entonces un lugar vacío ahí donde la mirada del espectador se posa deseoso de algo más que consumir.
Deseamos entonces ser vigilados porque deseamos que el espectáculo continúe. Temerosos de que el juego termine, nos proponemos nosotros mismos como objeto al que mirar, vigilar y controlar. El capitalismo tiene en esta baza su promesa de triunfo perpetuo. Si de nuevo Baudrillard dejó apuntado que “en el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero no hay forzosamente una mirada” para dar cuenta del poder omnipotente de una economía libidinal que ni siquiera necesita ser propuesta como tal para triunfar, nuestros deseos han terminado por sellar la única sutura por donde tal premisa podría hacer temblar al capitalismo: provocando en nosotros el terror al hecho de que no haya nada que mirar, somos nosotros los primeros en llevar el simulacro hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así, que hemos claudicado en nuestra subjetividad, y su producirse tiene la única misión de sellar de continuo la grieta por donde todo vendría a ‘perderse’.
Por lo tanto, una mirada es lo único que necesitamos, tanto nosotros como el hipercapitalismo, para seguir funcionando. Dicha mirada, eso sí, ha de seguir los dictados ya anunciados por Regis Debray al sostener que “una videosfera omnipresente –nuestra pantalla-mediática del tiempo del simulacro global- tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado”. Y es que, si de adjetivar nuestra mirada se trata, tildarla de cínica, conformista y nihilista es poco menos que definirla por completo.
La presente exposición de Lozano-Hemmer en la galería Max Estrella propone un recorrido por este mirar que, al tiempo que nos controla y vigila, nos seduce hasta tal punto que necesitamos de él para seguir a cuestas con nuestra más que inocua existencia. A través de cinco obras, el sujeto queda desfondado en su identidad última al intuir que es sólo el reflejo devuelto por las imágenes producidas por esas obras lo que de verdad le conforman. La inmediatez, la desintermediación y la desterritorialización permiten que el sujeto se contemple representado en un mirar que busca en su desorientación un punto fijo al que agarrarse.
Otras muchas son las inquietudes de un artista que propone hacer del arte un ámbito crítico con aquello que, casi rozando ya lo posthumano, nos prefigura como instancias voyeurísticas de nosotros mismos: la relación entre el humano y la tecnología, el estatus óntico de las imágenes reproducible digital e interactivamente, la deriva de una sociedad que duda si dar carpetazo a sus antiguos modelos de subjetividad, la ética que pueda desprenderse de una comunidad basada en la soledad del terror endémico y el sublime placer de, aún así, no poder dejar de verlo todo.
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