viernes, 16 de julio de 2010

LA FOTOGRAFÍA COMO GRAN MENTIRA


JAMES CASEBERE
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta 31/07/10
Sorprende, así de buenas a primeras, la cantidad de fotógrafos, de buenos fotógrafos, de verdaderos artistas fotógrafos, que realizan su obra fotografiando pequeñas maquetas diseñadas previamente por ellos mismos. Y es que, lo que parece estar claro es que es la realidad lo que cada vez parece más infravalorado a la hora de llevar a cabo ejercicios fotográficos.
Bien es cierto que si la fotografía consiguió entrar por la puerta del arte no fue a través de su bien aprendida facilidad para la disección entomóloga, ni por sus virtuosos ejercicios de adecuación hipermimética con la realidad, sino que más bien consistió en postularse como práctica discursiva preeminente para problematizar las hasta entonces homogéneas imágenes que una realidad, ya de por si más que poliédrica, devolvía.
Cansados de la desmaterialización del objeto artístico, soterrados baja toneladas de conceptualismo, la fotografía, allá por mediados de los 70, supo agenciarse de unas estrategias perfectas para entrometerse ahí justo donde al sistema más le duele: en la maquinaria puesta en movimiento para la producción de imágenes a escala global. Marketing, fotógrafos de moda elevados a tótems, la idioticia de Warhol como paso previo para entrar en el ‘star system’. Pero también hirientes ejercicios de apropiacionismo, de deslizamiento semántico, de estratificación.
Así entonces, si la naturaleza artística de la fotografía viene ligada a su capacidad de problematizar la realidad misma que es fotografiada, normal entonces que sean decorados fantasmáticos y desnudas arquitecturas lo que necesite actualmente el arte. Y es que, si la realidad ha devenido simulacro global, fotografiar la actual realidad no sería más que un espeluznante docu-drama, una estrategia para atrincherarse en lo más socorrido de una pulsión de archivo que guarda incluso aquello que ya no-es ni siquiera realidad. Porque el domino hipertecnológico llevado acabo por el poder maquínico del signo ha conseguido que la realidad completa no sea más que un efecto de superficie, un campo de inmanencia donde opere la estrategia del simulacro.




Por tanto, el arte, la fotografía, ha de esperar escondida a que el acontecimiento suceda para captarlo. Plantarse delante de la cotidianidad diáfana que nos circunscribe, documentar “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, no sería más que, y siguiendo la maestría de Antonio Machado, plasmar “lo que pasa en al calle”, algo que ni al más pintado le puede interesar lo más mínimo.
Pero el acontecimiento, el simulacro, es esquivo. A pesar de haber sido elevado a categoría ontológica, el simulacro tiene, en su frenética ambivalencia, la jugada maestra que asegura su triunfo. Y es que es haciendo inviable las separaciones llevadas a cabo a nivel de superficie como el simulacro triunfa: haciendo gala de un hiperrealismo atroz, eclipsa por completo lo real; la membrana que separa lo mediático de lo sub-mediático ha devenido (…) debido a la velocidad instantánea al que remite todo simulacro; cultura de élite y cultura de masas vienen a confundirse en el elitismo de salón de la transbanalidad estética.
En pocas palabras, cuando, como dijo Valery, “el tiempo del mundo finito ha acabado”, el tiempo redunda ya solo en una constante telepresencia de acontecimientos que no se suceden realmente ya que el relieve de la instantaneidad prevalece sobre la profundidad de la sucesión histórica. Ese, y no otro, es su absoluto triunfo: que es en su no-ser-aún pero que simula un constante ya–sido donde cifra la imposibilidad de ser representado. El simulacro, no-siendo, es como es; teniéndolo entre las manos, es como se desliza al instante a otra parte. La memoria es instantánea, la historia está anclada en un fondo abismal, y el sujeto se resuelve como esquizoide en meros efectos de superficie, en simples instantaneidades de donde le es imposible hacer emerger una subjetividad propia.
La realidad entonces, no siendo más que un sustrato a expensas del simulacro de turno, no tiene nada que decir ni nada que hacer en un mundo que se autoproduce en imágenes generadas a velocidad límite. La fábula de Nietzsche se ha convertido en nuestra peor pesadilla: la fábula que predijo se convertiría el mundo real con tan solo llevar a cabo una ‘simple’ inversión del platonismo, es ahora nuestro propio ‘mundo ideal’, ahí donde sucede todo y donde todo es hiperreal. Así, nada sucede ‘realmente’ si no ha sido televisado, nadie es ‘realmente’ si no ha hecho de su hipervisibilidad régimen subjetivo propio. Cuando nada es más que la entelequia simulacionista con que consigue proponerse como hipervisual, la televisión se ha convertido en justo aquello que define lo que somos cuando ya nadie es lo que cree ser.
Tanto es así, tanto es el poder maquínico del signo, tanta es la fuerza libidinal del telesimulacro autogenerándose siempre en tiempo real, tanta la sugestión de la maquinaria de producción de imágenes llevada a cabo por el tardo capitalismo que el fin del mundo coincidirá con el momento televisivo en que el mundo y la imagen del mundo formen un asola y misma realidad.
Retrotrayéndonos entonces al principio, el arte, condenado a cargar, como sentenció Adorno, con toda la culpa del mundo, ha de no solo jugar en campo ajeno deslindándose de las otrora ‘realidades’ y apostando por problematizar aquello que permanece como irrepresentable, el simulacro, sino que ha de ser capaz de proponer otro régimen en el mirar y en el sentir, un régimen escópico que propicie una salida al triunfo omnipresente de la mercancía y que nos despierte de la siesteante panacea de sabernos conectados al simulacro global.
Sólo en este sentido caben entenderse las palabras del gran teórico de la fotografía Geofrrey Batchen: “el final de la fotografía debe conllevar la inscripción de otro modo de ver y de ser”. Por tanto, entender la fotografía como una ámbito de la producción artística capaz de desentrañar los misterios del simulacro en detrimento de una fotografía que permanezca como formato documental clásico, es, al tiempo que el más real de los problemas a los que la fotografía ha de enfrentarse, una esperanzadora salida para hacer saltar el actual régimen escópico de la hipervisibilidad.
De esta manera, como dijimos al principio, normal que sean muchos los fotógrafos que partan de maquetas, recreaciones o simples decorados. Y es que solo así, proponiendo la escenografía donde el propio simulacro acontece, puede éste ser representado en su irrepresentabilidad, ser vaciado de su dogmático poder, ser sometido al imperio de un sinsentido siempre otro y diferente, ser experimentado como un extrañamiento ante el que poder aterrarnos sin necesidad de fingir, como de costumbre, estar encantados con este mundo de plastidecor.
James Casebere es uno de estos fotógrafos. Su trabajo consiste en construir escenarios donde luego plasmar imágenes ambiguas, evocativas y misteriosas, donde el despótico poder del simulacro quede hecho añicos al ser desenmascarado en terreno proprio.
En esta ocasión son dos las series de fotografías que propone. Una de ellas, titulada ‘Tunnels’, parte de su estancia en la ciudad de Bolonia, ciudad atravesada por multitud de túneles de diferentes épocas. La otra serie, “Landscape with Houses”, reproducen paisajes de Dutchess County, enclave cercano a Nueva York donde parece estar más vivop que nunca el tan manido y descoyuntado ‘american way of life’.
Ambas series, sin lugar a dudas, nos ofrecen precisamente lo otro de su estudiada representación, el simulacro hiperreal hacia donde sus recreaciones parecen remitir.. Los túneles, inquietantes y claustrofóbicos, nos remiten de inmediato a las ‘Carcieri’ de Piranesi. Si con el italiano la subjetividad caía rendida a un poder, el suyo, que empezaba a comprenderse más como una fantasmagoría que como una instancia puramente racional, ahora de la subjetividad no queda más que un estercolero, una cloaca pestilente de la que mejor desentenderse.



Si los estudios psicoanalíticos de Freud conducían a comprender sus instancias como una personalogía, si con Lacan la psique funcionaba más como una fantasmalogía, siempre a expensas de un vacío fundacional, de un núcleo de lo Real que, en su no querer nunca enfrentarse con él, propiciaba un fantasma como simulacro de la propia subjetividad, ahora ésta no es más que un efecto superficial, una cloaca esquizoide atravesada por flujos maquínicos ante los que ‘simulamos’, en nuestra ajenidad, caer rendidos de satisfacción.
Pero es la segunda serie la que, a nuestro entender, realiza más claramente la labor de desconexión en que hemos cifrado la misión de la fotografía actualmente: hacer que el silencio bienpensante en que todo simulacro parece fagocitarse mediante una serie de instantes que redundan en una nada epistémica y despreocupada, se eleve primero como un leve murmullo y más tarde como un grito atronador experimentado en el sinsentido y en la ajenidad más evidente.
Quizá la obviedad sea aquí más clara, porque, ¿existe algo más trillado que la recurrente crítica a la ideología primera del sistema capitalista? Pero ahora no es que lo intuido se haya hecho obvio, sino que la soflama propagandística se ha convertido en la primera de las mentiras ante las que nadie puede decir que no. Libertad e igualdad, se han convertido, en el simulacro en que el viejo sueño americano se ha trasformado, en ideales urbanizaciones bunkerizadas, en mansiones teledirigidas y controladas, donde nada sucede sin que sea grabado y digitalizado, en pueblecitos donde, detrás de la calma, habita, como en la película “Terciopelo azul” de David Lynch, el crimen y el espanto, la perversión y el sinsentido.
El simulacro opera aquí a nivel socio-político: la ideología del ‘american way of life’ se ha convertido en el mayor de los deseos, en el deseo que opera cualquier otro simulacro: ser rico y vivir en pueblecitos disneylanizados, bunkerizados, alienados en su aburrimiento, donde solo el shopping tiene la capacidad de proponerse como antídoto contra la alienación.
El círculo se ha cerrado y no parece haber salidas: lo que se desea, ante lo que no se pude decir que no, es aquello mismo que nos causaría un displacer absoluta, un terror abismal: ser un excluido en nuestro aparente triunfo. Y es que, cuando la paranoia se ha convertido en instancia preeminente a la hora de producir subjetividades con recargo siempre para el capital, el simulacro opera sin límite y el artificio se convierte en signo de bienestar. Nada por tanto tiene de extraño que sea justo ahora, cuando el ‘american way of life’ no es más que una entelequia del pasado, una proclama tan bien intencionada como mentirosa, cuando éste haya triunfado por completo y, además, a nivel mundial.
Desenmascarar los simulacros en que ha quedado fagocitada la realidad es por tanto la labor que una fotografía, sabedora de la carga utópica que ha de ponerse en juego, ha de llevar a cabo. Que sea mucho o poco, que sus estrategias sean casi nada en comparación con el poder del simulacro, es algo que no nos toca valorar a nosotros: el arte, en el camino propiciado por la específica negatividad de su concepto, ha de vérselas cada vez más con lo imposible de una última posibilidad, con la nada de una última jugada donde todo quede ganado para el sistema. Lo único, y ahí donde el simulacro nunca podrá llegar, es que el arte guarda en su manga el as ganador: es con su muerte, con la fehaciente imposibilidad de cualquier alternativa utópica, cuando el arte habrá triunfado por completo.

1 comentario:

  1. Tío, qué texto más pretencioso... te esmeras demasiado en buscar palabras rimbombantes y te olvidas totalmente del contenido y de enganchar al lector...

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