viernes, 9 de julio de 2010

TÁCTICA Y PODER: EL SILENCIO COMO FANTASMA

FERNANDO SÁNCHEZ CASTILLO: ‘EPISODIOS NACIONALES. TÁCTICA’
CÍRCULO DE BELLAS ARTES: 09/06/10-25/08/10
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=372)

Asentado en la validez que le otorga una Historia que ha renunciado a cualquier carga utópica, el poder ha sabido perfeccionarse hasta el punto de crear la coartada ideal con la que enmascarar su consustancial fracaso. Este poder, fantasmal y despótico, ha sabido hacer del terror pathos general para unas sociedades que se resuelven entre la falta de futuro y la utilización del pasado siempre a manos de ese mismo poder. Así, el silencio y el olvido forman parte del enmascaramiento al que todo trauma ideológico remite. Fernando Sánchez Castillo da en esta exposición una vuelta de tuerca más a lo que es la línea argumental de su trabajo: rastrear las sedimentaciones y restos franquistas que pueden aún palparse en la sociedad española actual. Con ello, al tiempo que se denuncia los largos hilos que la anterior instancia de poder ha operado en la sociedad, se pone el acento en la naturaleza de la actual ideología democrática.

En esta carrera frenética en que ha encallado la razón y que parece fagocitarse en una retahíla de conceptos que remiten siempre a un acabamiento definitivo asumido siempre por el prefijo post-, el hacer remitir la postmodernidad a una ideología de la posthistoria es lugar bien conocido por la crítica actual. Tanto es así que, en el decir de Albrecht Wellmer, “el pathos del olvido ocupa el lugar del pathos de la crítica”. Y es que, en un mundo sin Historia, quizá tenga razón Miguel Cereceda al dejar intuir que “acaso entonces haya que hacer un arte no ya más para recordar, sino tal vez para olvidar: un arte venidero como alegoría del olvido”
Y todo porque la maquinaria del capital ha sabido bien desde un principio cual debía de ser la estrategia. Haciendo que el relato ideológico actual de lo postmoderno y su colosal proceso de perdida de sentido subsuma a la propia Historia, se consigue que ésta quede como un guiñapo, como una nadería cosificada y sometida a las inclemencias de cualquier adiestrador de masas. Y, con ello, lo que parecía imposible: que el simulacro llegue incluso a barrenar la densidad escatológica con que la razón ilustrada se armó desde un primer momento. Porque si en Kant la pregunta acerca de qué es la Ilustración, pregunta que puede considerarse como el acta de nacimiento de la propia razón ilustrada, supo ver en lo que hoy llamaríamos la traducción del mesianismo escatológico al concepto laico de progreso el arsenal conceptual al que acudir en busca de contenido semántico para sus intuiciones siempre apriorísticas, si en Max Weber ya no quedaba de aquel primer empujón ‘progresista’ más que sociedades sobreburocratizadas, altamente racionalizadas, a lo que asistimos hoy es a una parodia de ese mismo momento mesiánico merced a la inmediata satisfacción de todos los deseos en un presente que trabaja a escala global y a velocidad límite. Así, en este punto, utopía y distopía se dan la mano en comunión perfecta. El ‘cinismo’ de Baudrillard supo verlo hace ya tiempo: “el futuro ya ha llegado, todo ha llegado ya, todo está ya ahí… creo que no tenemos que esperar ni la realización de una utopía revolucionaria ni una catástrofe atómica. Ya no hay nada que esperar”.
En este ‘estar ya aquí’, en un tiempo siempre presente, habiendo saltado por encima del anhelado cumplimiento utópico en que se basaba todo concepto moderno de Historia, encuentra la economía libidinal del signo-mercancía el lugar abonado para su insuperable triunfo. Así entonces, si todo concepto utópico ha quedado devastado por el propio poder de una razón autorreflexiva hasta la extenuación de sus propios delirios, normal que arte y filosofía convengan en una regresión en busca de aquello que quedó silenciado. De ahí que buena parte del arte contemporáneo indague en procesos de regresión donde ir a buscar aquello que quedó olvidado en el original proyecto emancipatorio que parecía estar destinado al hombre.

Sin embargo, no se trataría, o al menos no ha de tratarse, de seguir la herencia de Adorno y Horkheimer en su “Dialéctica de la Ilustración” de intentar ‘ilustrar a la ilustración’ sino de, más en la línea del Adorno de la “Teoría estética”, pedirle al arte que cargue con toda la esperanza en la reconciliación, con los propios pecados de una razón que ha resultado tan falsa como mediocre. “Al final, el arte es apariencia por ser incapaz de escapar a la sugestión de un sentido en medio de lo insensato”: en este alegato a favor de un postrero intento de ‘salvar las apariencias’ resume Adorno todo el caudal de un arte que debe de producir sentido a la vez que negarlo, que debe, en medio del desconsuelo que produce el sabernos adheridos a una Historia ya finiquitada desde su principio, operar la apariencia estética de redención.
Mucho, por tanto, ha de pedírsele al arte, porque mucho es el dolor causado por una razón que ha hecho dejación de sus principios y que se ha instalado en el simulacro de una felicidad, casi eugenésica, de telerealidad asistida. El arte “ha tomado sobre sí toda la oscuridad y toda la culpa del mundo”, dicta una de las sentencias más escalofriantes que se haya podido escribir sobre arte. Y es que, cuando todos somos víctimas de un mundo que ha implosionado como inoperante en su capacidad de comprensión de sentido, el arte no ha de capitular ante nada.
Fernando Sánchez Castillo lleva ya un tiempo sirviéndose del arte para reabrir posibles sentidos en una Historia que parece sepultada por toneladas de silencio y olvido. Para él el arte no es lo otro de la razón, no es el camino olvidado por donde ensayar una bucólica regresión hasta las fuentes de la verdad y el sentido, sino que es el medio para comprender un presente que se nos escapa de las manos a cada paso y que cabe comprenderse como viciado . Él, en vez de apostar por un arte como resto de locura mítica al abrigo de todavía los últimos rescoldos de la teoría del genio, en vez de dejarse seducir por una inocente capacidad de generar discursos a partir de experiencias regresivas, prefiere sacar el punzón cortante de quien disecciona un presente que siempre hay que comprenderlo como hecho a medida de diferente formaciones discursivas de poder. Para él, por tanto, el arte sigue siendo el lugar de pensar lo impensado y de hacer surgir lo impensable.
Por de pronto, las conclusiones que pueden sacarse de la obra y de su proceso de puesta en marcha es que Historia y Arte, así con mayúsculas, siguen siendo dos ámbitos que despiertan el mayor de los recelos. Que la Historia es eso precisamente que queda como detritus para usar y tirar en caso de necesidad, es algo que se sabe no solo con saberse al dedillo la retahíla de finales con que ha sido sepultada la Historia y que ya más arriba hemos apuntado, sino que basta con estar mínimamente puesto al día para darse cuenta de hasta que punto la Historia ah devenido cosificación absoluta, fetiche con el que intercambiar cotas de poder inimaginables por cualquier otra estrategia. Pero que eso llamado Arte, ese despropósito de calamidades confabuladas las más de las veces con la espectacularización y la transbanalidad de una época que hace sorna de su adoración a lo antiestético, siga provocando en las más altas instituciones un leve cosquilleo de preocupación, es algo que nos provoca cierto nerviosismo no sabemos si de alegría o terror. Aunque lo cierto, una vez más, es que el sistema siempre sabe más de lo que nos quiere hacer creer: que la obra de arte como patrimonio cultural neutro ha dejado de existir hace ya tiempo es algo que cualquier artista, cualquier crítica institucional bien fundada debería asumir casi como axioma fundacional.



Ambos, Arte e Historia, vienen a confabularse en un presente que, pese a lo siesteante del panorama intelectual, hace emerger una conclusión casi difícil de creer: “aún tenemos un grave problema con nuestra historia: no sabemos qué hacer con ella”, concluye el propio artista. Conclusión ésta que, a nuestro entender, quedaría minusvalorada si se comprendiese como un alegato a favor de la victimología como deporte nacional y no hacer de ella un punto desde donde empezar a reflexionar la relación que aquí nos parece importante: la que cabe desprenderse de unas sociedades desprovistas de futuro pero que creen hallar en el pasado la carga pulsional necesaria para dotar de sentido una ideología enmascaradora como siempre del mayor de los terrores, el de la imposibilidad absoluta para abrigar cualquier posibilidad de futuro.
Porque sería demasiado fácil ver en la obra artística de Sánchez Castillo un continuismo con la siempre inoperante actividad política española, que tan pronto como puede hace saltar el nombre de Franco a la arena política para, desde la cutrez conceptual que raya en el político medio, lanzarse los unos a los otros la suficiente mierda con la que poder arengar a sus seguidores.
La labor suya es más bien otra diferente y que no cabe cifrar en la mediocridad de un tomar partido por alguna de las bandas de compadreo y que tan bien llevan a cabo el arte del medrar. Sánchez Castillo toma la figura de Franco como punto de partida desde donde empezar ha comprender la actual situación socio-política española, no en aras de arribar ningún estandarte, sino con el propósito de poner sobre el tapete las complejas estructuras por las que cualquier formación de poder se cuela. Así, la puesta en limpio de un revisionismo artístico ha de llevarnos a realizar una especie de arqueología del poder a nivel local, a volver a hacer presentes las representaciones de un poder que, pese a su acabamiento hace ya mas de treinta años, sigue llenando grandes espacios públicos.
Porque, si como hemos dicho al principio, el arte se ve en la necesidad las más de la veces de llevar su tarea de regresión hasta algún punto neutro desde donde poder comenzar a re-construir y re-presentar el olvido manifiesto de una razón fragmentada y de un poder que ha resultado despótico justo ahí donde parecía haber sido liberado, Sánchez Castillo prefiere hacer pie en la larga figura de Franco para desde ahí redefinir los miedos, los olvidos y tabúes de una sociedad que aún hoy sigue teniendo en el dictador el núcleo duro de su trauma ideológico.
Así, la labor de Sánchez Castillo parece seguir al dictado una de las sentencias de Marcuse: “el pasado redescubierto proporciona niveles críticos que han sido convertidos en tabúes por el presente”. Redescubrir las causas, representar (en el sentido de volver a presentar) la imaginería del poder, redescribir las líneas de tensión de una praxeología que entiende el poder como una instancia siempre en continuo perfeccionamiento , es el mejor método para sacar a la luz las sedimentaciones que en forma de olvidos y silencios, conforman los tabúes del presente.
Y es que, en esto como en todo, no hay más ciego que el que no quiere ver: “este trabajo es una crítica al estado de la democracia en España”, dijo el propio artista. Porque, el problema, el problema que pueda tener una sociedad con su propia Historia, el problema de no dejar a unos ciegos tocar unos monumentos, el problema de silenciar y hacer del olvido una presencia siempre fantasmal y traumática, son todos ellos problemas que se dan en el aquí y ahora mas inminente para un poder, el que emana de una democracia siempre deficitaria y robotizada en sus instituciones.




Así las cosas, el redescubrimiento del pasado llevado a cabo por Sánchez Castillo nos pone sobre la pista del terrorífico ejercicio del poder ‘democrático’ actual. Y es que, la ideología postmoderna ha elegido bien qué situar en el centro de sus pretensiones. Franco, el fantasma siempre ausente de Franco que, en su ausencia, no hace sino señalar la presencia de su propio olvido, realiza en la actual sociedad la labor conformadora de la ideología de base para una sociedad, la española, que poco o nada sabe que todo olvido supone la presencia contante del mayor de los traumas, la del cara a cara con lo Real.
Y es que, si seguimos las acertadas intuiciones de Zizek con referencia a la ideología, Franco es para la sociedad española lo Real sobre el que mediar la distancia ideológica precisa. Es sobre la figura de Franco sobre lo que la ideología regula la distancia precisa para hacer evitable el trauma que supondría exponerse a su encuentro, al tiempo que se hace necesario para erigirlo en obstáculo histórico necesario. Toda ideología en su misión de evitar y sostener el posible encuentro, necesita de un fantasma Real, labor que la sociedad española hace redundar en la figura de Franco: Franco, en su olvido siempre recordado, es el posible-imposible sobre el que regular una distancia ideológica con el trauma que supondría todo encuentro con él.
De ahí que sea inasible, que un busto suyo girando a gran velocidad sea la obra que nos reciba al ir a ver el vídeo central de la exposición; de ahí también que a unos ciegos no se les permita tocar lo que, como alegorías fantasmales del olvido, vendrían a ser los monumentos franquistas; y de ahí también, si se quiere, que pedir el acta de defunción de Francisco Franco, sea una injerencia inapropiada para un poder, el actual, que tiene en la figura de Franco a su gran otro, a su fantasma preferido. Dejarse atrapar, dejarse tocar, o certificar su muerte, sería para el poder democrático actual tanto como vérselas cara a cara con lo imposible de su realidad, con lo noúmeno-terrorífico que forma el núcleo de su impropiedad: sin mediar la distancia con el propio fantasma de Franco, el poder actual descubriría que no es más que una sombra, un discurso hueco y despótico que trabaja silenciando sus propios fracasos, una rémora ilustrada que ni de lejos se cree sus propias mentiras.

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