Artículo original en 'Esfera Pública': http://esferapublica.org/nfblog/?p=10824
Quizá fueron Adorno y Hrkheimer de los primeros, en su célebre libro ‘Dialéctica de la Ilustración’, en poner sobre la mesa la importancia que los medios de comunicación y la incipiente industria cultural tenían a la hora de influir en las industrias del entretenimiento, en la mercantilización del arte y, sobre todo, en la configuración de las subjetividades. Tanto es así que no tuvieron reparos en señalar la situación y definir la cultura como industria.
“Cine, radio y revistas constituyen un sistema. Cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos”[i]: el sujeto es una simple marioneta del capital, “reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos sobre el mapa geográfico de las oficinas de investigación de mercado, que ya no se diferencian prácticamente de las de propaganda, en grupos según ingresos, en campos rojos, verdes y azules”[ii].
Sin embargo, el punto que se nos antoja crucial en su ensayo, no radica en señalar los silenciosos mecanismos del capital-mercancía llenándolo todo, incluidos los entresijos de la cultura y el arte, sino en desvelar la paradoja fundacional del sujeto postmoderno: que no es en contra de su voluntad como operan las diferentes industrias y economías, sino que “las masas tienen lo que desean y se aferran obstinadamente a la ideología mediante la cual se les esclaviza”[iii]. Esta aparente paradoja no es desarrollada hasta el final siendo para ellos una totalidad el ámbito en el que la ideología funcionaba. Todos, consumidores y productores, son comprendidos como esclavos de una totalidad y de una ideología que funciona merced al síntoma producido por la casi ya perfecta economía libidinal del signo-mercancía.
Pese a entonces haber desvelado los mecanismos de una ideología que no es tanto impuesta como deseada, Adorno y Horkheimer comprenden que la totalidad es lo imperante y que pese a que surgen espacios para la diferencia y la resistencia, estos sobreviven “sólo en la medida en que se integra”, de manera que “una vez ya registrado en sus diferencias por la industria cultural, forma ya parte de ésta como el reformador agrario del capitalismo”[iv]. Para ellos, en una palabra, el poder sigue siendo cuestión de control. De esta forma, la función de las fábricas de creatividad son eminentemente dos: por una parte, la fabricación mecanizada de bienes de entretenimiento y, por otra, la fijación y el control de la propia reproducción.
El cambio de óptica vino de manos de Foucault quién, en su genealogía del poder, vino a concluir que el poder no es lo represivo, ni tan siquiera un dispositivo de control, sino que en primer lugar había de comprenderse como una estrategia con visos de producir algo bien determinado. En el sentido de que el poder es coextensivo al cuerpo social, no habiendo lugar entonces para playas de libertad, puede encontrarse un punto de conexión entre Foucault y el texto de Adorno y Horkheimer. Pero la diferencia más crucial es que mientras para los segundos el poder sirve a un determinado estatus económico, en el primero la utilidad del poder radica en poder ser usado en determinadas estrategias que, de antemano, no tienen porqué ser represivas ni castigadoras. Como bien dijo Deleuze, “es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias”[v].
El resto es ya bien conocido por todos: la estrategia fundamental que ha adoptado el poder es aquella que consiste en trazar líneas de tensión libidinal en torno a la fantasmagoría fundacional que nace al abrigo del síntoma de la mercancía para hacer del sujeto un bloque-deseo flagelado por infinitud de síntomas libidinales.
Lo fundamental aquí es que el poder, al no poseerse, al no ser localizado, al comprenderse más como microestructura que como superestructura, al no tener ya nada que ver siquiera con la legalidad imperante, se ha multiplicado en redes discursivas cuya legitimidad viene marcada únicamente por las relaciones de poder que estas puedan atesorar en su multiplicatividad nodular, dejando de lado cualquier referencia a relaciones de sentido que entre ellas pudieran gestarse. En este estado de cosas, la represión a dejado el lugar a unas estrategias hipercapitalistas que basan su triunfo en una gran operatividad a velocidad límite en el marco de una economía de lo libidinal que hace aparecer a la mercancía como lo hipernovedoso y más deseado.
“Cine, radio y revistas constituyen un sistema. Cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos”[i]: el sujeto es una simple marioneta del capital, “reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos sobre el mapa geográfico de las oficinas de investigación de mercado, que ya no se diferencian prácticamente de las de propaganda, en grupos según ingresos, en campos rojos, verdes y azules”[ii].
Sin embargo, el punto que se nos antoja crucial en su ensayo, no radica en señalar los silenciosos mecanismos del capital-mercancía llenándolo todo, incluidos los entresijos de la cultura y el arte, sino en desvelar la paradoja fundacional del sujeto postmoderno: que no es en contra de su voluntad como operan las diferentes industrias y economías, sino que “las masas tienen lo que desean y se aferran obstinadamente a la ideología mediante la cual se les esclaviza”[iii]. Esta aparente paradoja no es desarrollada hasta el final siendo para ellos una totalidad el ámbito en el que la ideología funcionaba. Todos, consumidores y productores, son comprendidos como esclavos de una totalidad y de una ideología que funciona merced al síntoma producido por la casi ya perfecta economía libidinal del signo-mercancía.
Pese a entonces haber desvelado los mecanismos de una ideología que no es tanto impuesta como deseada, Adorno y Horkheimer comprenden que la totalidad es lo imperante y que pese a que surgen espacios para la diferencia y la resistencia, estos sobreviven “sólo en la medida en que se integra”, de manera que “una vez ya registrado en sus diferencias por la industria cultural, forma ya parte de ésta como el reformador agrario del capitalismo”[iv]. Para ellos, en una palabra, el poder sigue siendo cuestión de control. De esta forma, la función de las fábricas de creatividad son eminentemente dos: por una parte, la fabricación mecanizada de bienes de entretenimiento y, por otra, la fijación y el control de la propia reproducción.
El cambio de óptica vino de manos de Foucault quién, en su genealogía del poder, vino a concluir que el poder no es lo represivo, ni tan siquiera un dispositivo de control, sino que en primer lugar había de comprenderse como una estrategia con visos de producir algo bien determinado. En el sentido de que el poder es coextensivo al cuerpo social, no habiendo lugar entonces para playas de libertad, puede encontrarse un punto de conexión entre Foucault y el texto de Adorno y Horkheimer. Pero la diferencia más crucial es que mientras para los segundos el poder sirve a un determinado estatus económico, en el primero la utilidad del poder radica en poder ser usado en determinadas estrategias que, de antemano, no tienen porqué ser represivas ni castigadoras. Como bien dijo Deleuze, “es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias”[v].
El resto es ya bien conocido por todos: la estrategia fundamental que ha adoptado el poder es aquella que consiste en trazar líneas de tensión libidinal en torno a la fantasmagoría fundacional que nace al abrigo del síntoma de la mercancía para hacer del sujeto un bloque-deseo flagelado por infinitud de síntomas libidinales.
Lo fundamental aquí es que el poder, al no poseerse, al no ser localizado, al comprenderse más como microestructura que como superestructura, al no tener ya nada que ver siquiera con la legalidad imperante, se ha multiplicado en redes discursivas cuya legitimidad viene marcada únicamente por las relaciones de poder que estas puedan atesorar en su multiplicatividad nodular, dejando de lado cualquier referencia a relaciones de sentido que entre ellas pudieran gestarse. En este estado de cosas, la represión a dejado el lugar a unas estrategias hipercapitalistas que basan su triunfo en una gran operatividad a velocidad límite en el marco de una economía de lo libidinal que hace aparecer a la mercancía como lo hipernovedoso y más deseado.
Sobrecodificación y sobreinfomraicón son las dos estrategias preferidas para un ejercicio discursivo del poder que se perfecciona en la medida en que remite a ámbitos de invisibilidad: convirtiendo a la mercancía en hipervisual y al simulacro en hiperreal, el propio sistema se mantiene en estado de latencia.
La pregunta que queremos hacernos consiste en interrogarnos acerca de las nuevas formas de subjetivación emergentes en las postmodernas industrias creativas y de ocio, y sobre todo, el papel preeminente que ha podido desempeñar el arte en la emergencia de estas subjetividades más flexibles a la dinamización semiótica del capital. Porque el arte, la institución arte, no ha sido ni mucho menos ajena a esta recodificación de las estructuras de poder a las que antes hemos apelado.
Una institución-arte nada resguardada de los vaivenes discursivos del poder, una estetización cada vez más grandilocuente y absurda del mundo y de la vida y, sobre todo, una reformulación de la relación en la que el sujeto es circunscrito en relación a la ideología que lo conforman, vienen a ser los tres pilares básicos sobre los que indagaremos esta cuestión.
La primera causa remite a comprender la institución-arte como un ámbito profesional donde, más que la creatividad o la genialidad, es la precariedad laboral y salarial la que sirve de germen motriz para una producción, la artística, más preocupada con guiños a la moda que en conformarse como lo que de verdad debería ser. Lo grave, y en donde puede hallarse ya una pequeña meta en nuestra labor, es que este atropello a la dignidad y autonomía de toda subjetividad, ha terminado por eliminar cualquier sesgo emancipatorio a la producción de subjetividades. A este respecto, Isabell Lorey habla de “precariedad de sí”[vi] como un asentimiento respecto de la explotación cotidiana a la que todos y cada uno de nuestros ámbitos de vida son sometidos.
La senda inaugurada tímidamente por Adorno y Horkheimer según la cual la ideología no es tanto sufrida como asentida, tiene aquí su último eslabón. Estando como están las formas de subjetivación de la servidumbre maquínica tan unidas al deseo como a la adaptación, normal que el sujeto haya visto como necesario un paréntesis en su autoproducción, una dejación voluntaria en su ejercicio fundamental de constituirse como tal. A este respecto, la única meta a la que estarían encaminadas las subjetividades sería a flexibilizarse tanto como exija el mercado de trabajo del momento. Porque, como sostiene Paolo Virno, “el nihilismo, en un primer momento a la sombra de la potencia técnico-productiva, se convierte más tarde en un ingrediente fundamental, en una cualidad muy bien valorada en el mercado de trabajo”[vii]. Como el capital, la producción de subjetividades ha de dinamizarse y flexibilizarse. Para ello, la mezcla fratricida de nihilismo y cinismo tan característica de nuestro tiempo, no hace sino plegarse a los últimos dictados del signo-mercancía. Vaciarse, atrofiarse en la nadería omnipresente: esa, y no otra, parece ser la proclama del momento a la que el arte como institución se pliega con asombrosa displicencia.
Así, partiendo de la “precarización de sí” que pueden hallarse en el ejercicio profesional del arte, y ampliándolos a la sociedad entera, se termina remitiendo al tercer pilar sobre el que nos hemos elevado: la readaptación en cuanto a distancias en referencia a la ideología del hipercapital. En este punto, y retomando la problemática con los medios de masas y la industria cultural, la hiperconectividad como reclamo pulsional de las estructuras libidinales del sujeto tienen cada vez mayor importancia a la hora de readaptar los síntomas que respecto al núcleo duro de la ideología dominante pudiera sufrir el sujeto.
Porque, remitiéndonos a lo ya apuntado acerca de la relación que guarda el sujeto con la ideología, lo fundamental aquí es comprender la labor de los diferentes agentes artísticos como cómplices la mayor parte de las veces de los dictados propios de la economía libidinal del signo. Siguiendo las teorías de la ideología de Zizek, para quien “la ideología es el sueño imposible no solo en términos de superación de la imposibilidad, sino en términos de mantener esa imposibilidad de un modo aceptable”[viii], la institución-arte se incardinaría con frecuencia dentro de las estrategias cuya misión no sería otra que la de evitar a cualquier precio el desvelamiento de lo Real. Canalizar los síntomas libidinales hacia la panacea de la felicidad: hacia allí es donde se dirige un arte que coquetea con lo subversivo y lo rebelde pero que sabe bien a las claras que su tiempo ya pasó.
Así, un sujeto zaherido por las inclemencias de la vida postmoderna, un sujeto que se comprende solo bajo los síntomas de la “precarización de sí”, asume a la perfección el ‘riesgo’ cortoplacista que le ofrece un arte grandilocuente y fantasmagórico en su ampulosidad que, bajo la promesa de autonomía, le encierra si cabe aún más en su nihilidad, al tiempo que satisface por completo sus ansias de rebeldía.
Llegados hasta aquí, este breve texto vendrá a aclarar los puntos de contacto que existe entre el actual estado del arte contemporáneo (sus estridencias, y sus dejaciones) con la conformación de la subjetividad que parece construida como ámbito de la última de las dejaciones/resistencias: la del friki. El arte, como producto de la otrora razón ilustrada, también tiene (y da) que hablar en relación a la conformación de las instancias subjetivas más precisas para un poder que, deflagrado, sabe bien que una mayora capacidad de flexibilidad viene únicamente de la mano de una mayor puerilidad en los contenidos.
A este respecto, comprendemos que la ambivalencia pulsional a la que es sometido el ciudadano tiene su último estadio en la producción del friki, aquel que a pesar de estar sometido al engranaje disciplinario del hiperconsumismo, realiza, sin saberlo, un gesto tan simple como inocente de permanecer fuera del sistema. El friki, como iremos viendo realiza el simulacro más perfecto: el de ser capaz de postularse como antisimulacro. Porque, adormecido en la tecnoesclavitud, el friki se salva merced a una superficialidad absoluta. Para él, nada reviste más profundidad que la que le otorga la pantalla telemática a la que está conectado en todo momento.
En este hipersimulacro, la risa hace de conector. La risa, la risa bobalicona del friki, es el gesto que, al tiempo que le esclaviza, le redime por completo. Umberto Eco, en ‘El nombre de la rosa’ lo deja bien claro: “la risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne”. Pero, si en la Edad Media la seriedad del dogma comprendía la risa como la deformación del envilecido, ahora la risa es saberse conectado al tiempo que aliviado de la profundidad que se pudiera adivinar bajo la superficie.
La risa es el gesto ambivalente por antonomasia en nuestra época. Si por una parte remite a la atrofia epistémica del sujeto postmoderno, si Lipovetsky caracteriza a la actual sociedad como el “desarrollo generalizado del código humorístico”, para continuar diciendo que “el neo-nihilismo que se va configurando no es ni ateo ni mortífero, sino que se ha vuelto humorístico”[ix], no menos cierto es que la risa libera de los restos que un poder aún no perfeccionado puede dejar en la producción de subjetividades. Porque la risa es el gesto que evita el encuentro con lo abiótico de un medio que lo disuelvo todo en una liquidez instantánea. Así, si la vida postmoderna definida por Bauman como vida líquida en cuanto en tanto es “una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante”[x], la risa alivia el toparse con el horror en que de veras estamos sumidos.
Gracias a la risa, el friki deja atrás una alienación que pudiera restarle cuotas de placer frente a la pantalla. Sin saber que la felicidad que pudiera hallar en la conectividad descansa en reducir la sospecha a cero, en evitar todo encuentro con el trauma del horror al que está siendo conducida su vida, el friki es el destino de una humanidad que ha decidido disolver toda la realidad en simulacros de autocomplacencia y esterilidad.
El friki es el sujeto que se basta y se sobra a sí mismo; como el envés tenebroso del superhombre, el friki se sabe sometido a un flujo incesante de imágenes y de bienes de consumo que, bajo la marca de ‘bienes culturales’, conforman su subjetividad dejando de lado cualquier posibilidad de agonística rebeldía.
De esta manera el friki es la constatación precisa del radical triunfo de la economía libidinal del signo-mercancía. Bajo el poder maquínico del signo, éste, metamorfoseado en ‘bienes culturales’, otorga al sujeto un espacio, un ámbito preeminentemente superficial, donde todo es flexibilidad, risa y embobamiento. El friki está en un estado de catatonia tal que ni siquiera toma los bienes como una posibilidad de atesoramiento en remisión a un posible estado social. Lipovetsky vuelve a acertar: “que el Yo se convierta en un espacio ‘flotante’, sin fijación ni referencia, una disponibilidad pura, adaptada a la aceleración de las combinaciones, a la fluidez de nuestros sistemas, esa es la función del narcisismo, instrumento flexible de ese reciclaje psi permanente, necesario para la experimentación moderna”[xi]. Todo, para el friki, comienza y termina consigo mismo. En esto se puede diferenciar del anterior estadio del desarrollo económico: el del yuppie. Porque el friki, en su no-pertenencia al entramado jerárquico de la sociedad, se sabe fuera de la sociedad. El círculo, por tanto, se cierra: el excluido termina por ser el principal sujeto dinámico del entramado creado por las instancias libidinales de poder.
[i] Adorno, Th. y Horkheimer, M., Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1994, p. 165.
[ii] Ibidem, p. 168.
[iii] Ibidem, p. 178.
[iv] Ibidem, p.176.
[v] Deleuze, G. "¿Qué es un dispositivo?" en Michel Foucault filosofo, Gedisa editorial, Barcelona, 1990, p. 10.
[vi] Lorey, I,. “Gubernamentalidad y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y productoras culturales”, en revista Brumaria, nº 7 (http://brumaria.net/publicacionbru7.htm)
[vii] Virno, P., Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, Traficantes de sueños, Madrid, 2003, p.48.
[viii] Zizek, S., Arriesgar lo imposible, Trotta, Madrid, 2006, p. 60.
[ix] Lipovetsky, G., La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 58.
[x] Bauman, Z,. Vida líquida, Paidós, Barcelona, 2006, p. 136.
[xi] Lipovetsky, G., op. cit., p.58.
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