HELENA ALMEIDA: BAÑADA EN LÁGRIMAS
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 30 de Octubre
La elevación de la fotografía a categoría de arte es relativamente reciente. Apenas cuarenta años, cincuenta a lo sumo. Y la trayectoria seguida para ello no nos debe de sorprender en absoluto. Su entrada por la puerta grande del arte vino del progreso efectivo de la herramienta técnica como tal –aquerencia de un lenguaje propio- y, al mismo tiempo, de un cuestionamiento de sus propias condiciones de producción.
Es decir, para un arte heredero de las paradojas trascendentales –en sentido kantiano- de la ilustración, es solo asumiéndose a si misma como producto problemático como todos y cada una de las diferentes técnicas artistas han ido sumándose al mundo del arte.
Este autocuestionamiento que esencia a cada arte se puede realizar, según Brea, de dos maneras: “resolviéndose en la forma de una crítica de su propio lenguaje que como tal se pone en el lugar de la propia obra; o en la forma de la autonegación de sus cualidades enunciativas como alegoría de la ilegibilidad”.
En lo referente a la fotografía, la estrategia seguida ha sido más bien la primera: postularse más que como un medio en connivencia con la representación, como una herramienta para desinstalar todos los presupuestos dogmáticos en torno al mero acto de representar y, con él, de mirar.
La ecuación a la que ha venido a dar todo esto es que la fotografía, más que representar, espacializa el tiempo en una sucesión de diferencias que se proyectan hacia el pasado y el presente. Y la lógica para ello es demoledora: temporalizándose la imagen, la aparente representación de una mismidad siempre efectiva queda diluida en una infinidad de microdiferencias que hacen que aquello que presuntamente hace de soporte al arte –memoria, presente, representación, sujeto- queden trastabillados y derruidos. Como diría Deleuze, es en su devenir-diferencia como la fotografía se topa con la esencia de su arte.
El rito, aquello a lo que Benjamin hacia remitir la función del arte, queda desfundada en una pluralidad temporal de identidades que, y para más inri, lejos de en su globalidad señalar una interpretación o un sentido, permanecen balbuceantes en el exterior de una promesa, en el afuera de una esperanza, en el margen de un lugar que está siempre ausente.
Así, las fotografías artísticas señalan el lugar de un olvido, lo traumático de una perdida o lo fantasmal de una presencia nunca del todo hecha efectiva; lo fotográfico remite a una narratología nómada, que vagabundea en pos de una clausura que la esencialice pero que se ve constantemente lanzada al parpadeo temporal que media en el ínterin de una mirada fustigada en la invisibilidad de unos instantes siempre diferentes entre ellos.
Es por tanto representando lo irrepresentable del cuestionamiento acerca de lo que Benjamin llamaría inconsciente óptico como la fotografía ha conseguido tomar posiciones destacadas en la producción artística.
Helena Almeida es, en este sentido, una de las grandes fotógrafas que en la actualidad, y desde sus primeros pasos allá por los años 70, comprendió mejor que nadie cual debía de ser la orientación metodológica (y política, pues todo mirar es, antes que nada, una cuestión política) a seguir por la fotografía.
Apoyándose en una inventiva multidisciplinar que cogía elementos de lo performativo y el body art, Almeida se adentró por un conceptualismo, muy en boga en aquellos años, pero que dirigía más a cuestionar la mirada que a vérselas de tú a tú con el frío mundo de las ideas acerca del arte.
Si Bruce Nauman, en aquellos ‘absurdas’ andanzas videográficas en su estudio, vino a enfatizar el primado performativo y temporal de un arte que ya sabía que su siguiente destino estaría ligado indisolublemente a las cualidades técnicas de reproducción (¿y cual no lo ha estado?), Almeida parece hacer lo propio pero con la fotografía.
Si para aquellos primeros videoartístas la gracia consistía las más de las veces en generar un cortocircuito en la emisión de imágenes, en provocar una ceguera en lo visionado, poniendo así sobre la mesa que el soporte y el signo no venían a ser lo mismo, Nauman, botando una pelota en su estudio, reveló las secretas estructuras del arte contemporáneo: que el arte sería un arte de los medios, que a la puesta en claro (obviamente previo paso por lo paradójico y problemático) de los términos por ellos usados es hacía donde se debía de dirigir el arte y que, en el límite, y coincidiendo con Debord, “el medio es el mensaje”. Es decir, y también con él, si el arte es una cuestión de distancias, el arte debía de asumir la tarea de borrar los límites haciendo coincidir la reproducción en el medio con el mensaje ahí reproducido: que sólo problematizándose, poniéndose en el lugar de lo emitido, la reproducción así producida podría ser considerada como una obra de arte.
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 30 de Octubre
La elevación de la fotografía a categoría de arte es relativamente reciente. Apenas cuarenta años, cincuenta a lo sumo. Y la trayectoria seguida para ello no nos debe de sorprender en absoluto. Su entrada por la puerta grande del arte vino del progreso efectivo de la herramienta técnica como tal –aquerencia de un lenguaje propio- y, al mismo tiempo, de un cuestionamiento de sus propias condiciones de producción.
Es decir, para un arte heredero de las paradojas trascendentales –en sentido kantiano- de la ilustración, es solo asumiéndose a si misma como producto problemático como todos y cada una de las diferentes técnicas artistas han ido sumándose al mundo del arte.
Este autocuestionamiento que esencia a cada arte se puede realizar, según Brea, de dos maneras: “resolviéndose en la forma de una crítica de su propio lenguaje que como tal se pone en el lugar de la propia obra; o en la forma de la autonegación de sus cualidades enunciativas como alegoría de la ilegibilidad”.
En lo referente a la fotografía, la estrategia seguida ha sido más bien la primera: postularse más que como un medio en connivencia con la representación, como una herramienta para desinstalar todos los presupuestos dogmáticos en torno al mero acto de representar y, con él, de mirar.
La ecuación a la que ha venido a dar todo esto es que la fotografía, más que representar, espacializa el tiempo en una sucesión de diferencias que se proyectan hacia el pasado y el presente. Y la lógica para ello es demoledora: temporalizándose la imagen, la aparente representación de una mismidad siempre efectiva queda diluida en una infinidad de microdiferencias que hacen que aquello que presuntamente hace de soporte al arte –memoria, presente, representación, sujeto- queden trastabillados y derruidos. Como diría Deleuze, es en su devenir-diferencia como la fotografía se topa con la esencia de su arte.
El rito, aquello a lo que Benjamin hacia remitir la función del arte, queda desfundada en una pluralidad temporal de identidades que, y para más inri, lejos de en su globalidad señalar una interpretación o un sentido, permanecen balbuceantes en el exterior de una promesa, en el afuera de una esperanza, en el margen de un lugar que está siempre ausente.
Así, las fotografías artísticas señalan el lugar de un olvido, lo traumático de una perdida o lo fantasmal de una presencia nunca del todo hecha efectiva; lo fotográfico remite a una narratología nómada, que vagabundea en pos de una clausura que la esencialice pero que se ve constantemente lanzada al parpadeo temporal que media en el ínterin de una mirada fustigada en la invisibilidad de unos instantes siempre diferentes entre ellos.
Es por tanto representando lo irrepresentable del cuestionamiento acerca de lo que Benjamin llamaría inconsciente óptico como la fotografía ha conseguido tomar posiciones destacadas en la producción artística.
Helena Almeida es, en este sentido, una de las grandes fotógrafas que en la actualidad, y desde sus primeros pasos allá por los años 70, comprendió mejor que nadie cual debía de ser la orientación metodológica (y política, pues todo mirar es, antes que nada, una cuestión política) a seguir por la fotografía.
Apoyándose en una inventiva multidisciplinar que cogía elementos de lo performativo y el body art, Almeida se adentró por un conceptualismo, muy en boga en aquellos años, pero que dirigía más a cuestionar la mirada que a vérselas de tú a tú con el frío mundo de las ideas acerca del arte.
Si Bruce Nauman, en aquellos ‘absurdas’ andanzas videográficas en su estudio, vino a enfatizar el primado performativo y temporal de un arte que ya sabía que su siguiente destino estaría ligado indisolublemente a las cualidades técnicas de reproducción (¿y cual no lo ha estado?), Almeida parece hacer lo propio pero con la fotografía.
Si para aquellos primeros videoartístas la gracia consistía las más de las veces en generar un cortocircuito en la emisión de imágenes, en provocar una ceguera en lo visionado, poniendo así sobre la mesa que el soporte y el signo no venían a ser lo mismo, Nauman, botando una pelota en su estudio, reveló las secretas estructuras del arte contemporáneo: que el arte sería un arte de los medios, que a la puesta en claro (obviamente previo paso por lo paradójico y problemático) de los términos por ellos usados es hacía donde se debía de dirigir el arte y que, en el límite, y coincidiendo con Debord, “el medio es el mensaje”. Es decir, y también con él, si el arte es una cuestión de distancias, el arte debía de asumir la tarea de borrar los límites haciendo coincidir la reproducción en el medio con el mensaje ahí reproducido: que sólo problematizándose, poniéndose en el lugar de lo emitido, la reproducción así producida podría ser considerada como una obra de arte.
Si el medio siempre es diferente del mensaje, sustituyendo la señal ideográfica por la propia obra de arte se consigue la cerrazón del círculo: representar los límites reproducibles del medio como autocuestionameintos del mero hecho de producir arte.
Así en su caso, Almeida ha representado siempre la imposible congelación en un instante de una acción, de una duración (en el sentido más bergsoniano del término) que trasciende por mucho la identidad espacio-temporal de un ‘ahora’. En relación con lo más arriba dicho, es sustituyendo la representación por la obra de arte como Almeida consigue diluir la constricción que siempre ha pesado sobre la fotografía como instrumento para captar el presente.
Evidentemente, la fascinación de la paradoja está aquí en su máximo esplendor: es obra de arte porque cuestiona la reproducibilidad técnica al servicio siempre del ‘ahora-presente’, porque, como diría Boris Groys, hace efectiva la sospecha que se esconde detrás de todo símbolo; pero, para ello, ha debido de autocomprenderse previamente como obra de arte y tomar el lugar de las señales reproducidas en dicho medio. Dicho más sencillamente: es obra de arte porque en su reproducirse cuestiona al propio medio de reproducción, pero es sólo capaz de proponerse como tal, de ponerse en el lugar de las imágenes porque tiene el arrojo previo de autocomprenderse como obra de arte.
Pero no hay que alarmarse: en un arte de las diferencias, de la temporalización y del autocuestionamiento, el modo de acceder a este pensamiento ha de ser siempre paralogístico, nómada y voladizo. El fundamento es una gran grieta en el propio sistema epistémico; solo así sabemos que avanzamos en la dirección correcta.
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