jueves, 25 de agosto de 2011

LOS GRITOS DEL SILENCIO EN EL MUSAC



EL GRITO (colectiva)
MUSAC: 25/06/11-08/01/12
Comisarias: Sofía Hernández Chong Cuy y María Inés Rodríguez

Uno, a veces sucede, no se informa bien. Intitulándose, como dirían los antiguos, una exposición ‘El grito’, quizá por deformación profesional, por ese lado con tendencia a la decrepitud, a la tragedia, y el desorbitado amor que uno profesa a lo decadente de ciertas estéticas, uno, repito, no hace sino situarse en los terrenos de la angustia y el dolor visceral a esa nada que nos rodea –a pesar de los pesares y de toda remisión a cibernéticas de pacotilla como las que nos seducen actualmente.

A uno ya se le hacía la boca agua con la posibilidad –más que fehaciente- de sacar a la angustia de Kierkegaard a pasear, de decir unas palabras acerca de la angustia existencial como existenciario fundamental del Dasein diseñado por Heidegger.

Uno estaba apuntito de situarse en esos extremos tan comunes hoy en día de lo siniestro freudiano, del famoso unheimlich, para rastrear desde ahí el gesto del grito como un pleonasmo maduro al saber que, en el juego del fort-da, siempre llevamos las de perder: no hay ausencia que podamos restallar habida cuenta de que es esa falta primigenia, esa no-presencia fundamental, lo que nos (des)esencia en nuestra –siempre otra y diferente- subjetividad.

Y es que, el grito, al menos en esta secuencia tan existencial a la que ‘evitamos’ recurrir, remite siempre a esa falta que nos habita, a esa incapacidad de dar cuenta de toda experiencia, de dar por imposible una síntesis que unifique –en terminología kantiana- el libre juego de los entendimientos, o sease, que selle la brecha siempre abierta entre lo experimentado y lo imaginado, entre la libertad y la necesidad, entre lo deseado y lo conseguido.

O, quizá, no sea tanto la experiencia intuitiva de esta imposibilidad cuanto el saberse cercano al lugar predilecto de dicha ausencia, al lugar en el que todo el juego de contradicciones que nos edifican se vendría abajo: hallándonos así cercanos a lo Real –en sentido lacaniano-, el terror nos acongojaría tanto que el grito sería nuestro único gesto. Un grito por supuesto silente, ahogado, porque cercanos ya a quemarnos en la luz abrasadora de lo Real, no hay palabras que den cuenta de dicha experiencia.

No es otro el sentido que da Zizek al comentar que no es de extrañar que los dos gritos más famosos de la historia, el del célebre cuadro de Münch, y aquel que desgarra casi la pantalla en los demoledores primeros planos de ‘El acorazado Potemkim’, sean gritos silenciosos.


 
Pero, como bien decimos, habremos de callarnos. De todo esto, obviamente algo hay, pero ni con mucho es lo fundamental. Aquí, y a pesar incluso de que parece que las comisarias han querido centrar el tiro planteando tres tipografías de gritos -el grito de dolor e ira, el de socorro y ayuda, y el grito que apela al clamor político y a la congregación- es este último el que, sabiamente, es con más ahínco explorado. Como bien explicitan en la web del MUSAC, “el grito silencioso y ahogado, su reverberación en comunidad, pasando por sus repercusiones en el otro, como testigo ineludible de un acontecimiento”.

Para ello, para dar cabida política a la emergencia del grito, han planteado dos tipos de estrategias. Una de ellas, como no, apela a la discursividad que surge en la plaza pública. Tres performances tendrán lugar en un espacio social situado en el centro mismo de la exposición: El Resplandor, el dúo von Calhau, y la artista Loreto Martínez Troncoso serán los encargados de hacer lo posible porque de ahí surja algo parecido, digo yo, a una esfera pública.

A nuestro parecer, y a pesar de lo prodigo de estos planteamientos seguro que aprendidos al socaire de la plaga bienalista que nos aterra y que sigue teniendo en la estética relacional de Bourriaud a su mayor autoridad, estos ejercicios de usurpación de la política para el propio ejercicio del arte no nos parecen que, a ciencia cierta, tengan mucho que ofrecer. Nosotros, siendo más de la cuerda de Rancière, nos aprestamos a sostener que en ningún caso el arte ha de afanarse por sustituir a la política ni en hacer malabarismo para dar por bueno simularos esperpénticos donde quede amparada una socialidad y una esfera pública traída por los pelos.

De lo que se trata más bien, y hacia donde sí que pensamos acierta de lleno la exposición haciendo de ella leitmoitiv de la segunda de las estrategias antes apuntadas, es a valerse de un grito que más que señale la impostura, la silencie; un grito que más que para servir de desahogo emocional o político, sirva para crear una ausencia incómoda.

Y es que el arte, si de verdad quiere apelar a la política desde los regímenes estéticos actuales, más que denunciar, más que hacer planear la sospecha del qué habrá detrás de la realidad que nos enseñan, ha de apuntar a una reconfiguración de ese espacio social mediante una crítica más sutil, más volcada a dar cabida a lo silenciado u olvidado.

Obviamente, para ello, no se puede ejercer un arte desde la denuncia que dice precisamente aquello que el espectador quiere ver –el que malos son los malos y que buenos son los buenos- sino que se ha de ser capaz de poner en jaque las estructuras que alientan una configuración precisa de lo político.



 
Y, para ello, la estrategia que puede comprobarse –en esta exposición como en otras muchas- es la de la subvertir y problematizar el régimen escópico encargado de sufragar unas determinadas relaciones entre lo visible y lo decible como válidas –a efectos de esta exposición, entre lo visible y lo audible.

A este efecto, el grito sordo y silencioso de los silbatos de oro que cuelgan en la obra de Lara Favaretto tiene más poder, más convicción y más denuncia que muchas otras obras de similar tema enfangadas en proponernos el rostro amargo de todos los desaparecidos en una determinada época en un determinado país. El silencio de unos silbatos donde sus iniciales están grabadas consigue que se oiga con más fuerza el clamor de la injusticia cometida y nunca reparada.

A efectos similares, la obra de Christian Marclay, haciendo que una guitarra eléctrica sea tirada en este caso por un vehículo simulando un crimen racial y recorriendo los mismos parajes en los que tuvo lugar, queda comprendida en esa misma lógica de promover una crítica diferente que remita más a lo necesario de un grito diferente que a su verdadera efectualidad.

Así pues y para concluir, no un grito de angustia, no tampoco un grito que nos alerte sobre el sucio juego político y que haga romperse la fina frontera que –según la caústica crítica social sesentayochista y que todavía tiene sus efectos- separa la realidad simulada de la verdadera, sino un grito como operador de reconfiguración, un grito que abra en su silencio la posibilidad de una reorganización diferente. Y es que solo en el silencio, cada uno puede lanzar su grito desesperado sin que la promesa segura de que alguien lo oirá se pierda en el ruido incesante de la injusticia.

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