THOMAS BACHLER: PHOTOSHOOTING
LA CASA ENCENDIDA: 08/07/11-11/09/11
Que el arte es una extraña hibridación entre el ver y el no-ver es algo que solo a partir de las consideraciones de Benjamin acerca de la fotografía ha quedado más que clara. Que dicha relación no es otra cosa que una relación política también se la debemos a él. Su noción de inconsciente óptico define por primera vez un entramado de relaciones de poder en absoluto pueril a través de las cueles puede rastrearse un campo político determinado.
La importancia de las reflexiones benjaminianas es que inauguran una forma diferente de enfrentarse a la imagen y que, junto con una consideración más bien laxa y festiva de los peligros de los mass media, han venido a dar como resultado una primacía absoluta del enfoque genealógico a la hora de estudiar las imágenes que dejan de lado toda –o casi toda- divagación Estética.
Como ejes discursivos precisos, esta disciplina –Estudios Visuales- se basa en el hecho –más bien obvio- de que la visualidad nunca es pura y la mirada siempre está ideologizada.
El ver es una máquina inconsciente que se dirige al objeto según las coordenadas que rigen los juegos de poder puestos en funcionamiento. Así, la mirada no deja de ser un dispositivo cuya misión es territorializar topologías para hacerlas sucumbir al imperio del capital. Y si tal capital queda cifrado en la fluidez máxima, el ver, los 'actos de ver' que diría Brea, quedan amparados también en el ejercicio de maximizar la transacción de la imagen.
Así entonces, la mirada consume el tiempo interno de la imagen ayudando así al capital a la hora de arrasar zonas de posible resistencia. Ese tiempo interno de la imagen al que hemos aludido queda ahora remitido a la hiperinstantaneidad. Implosionado el tiempo interno, la imagen, ahora imagen-tiempo, renuncia a su capacidad mnemotécnica, a la potencialidad espacio-temporal de su hinc et nunc siempre traído-a-la-presencia, para caer del lado de la repetición de la hiperdiferencia: toda imagen es diferente a la anterior pero idéntica en su recurrencia a ser ‘cual sea’. En definitiva, mirada, tiempo y poder han ido –al menos desde la emergencia de las estrategias hipercodificadas del Capitalismo Cultural- de la mano.
La actual exposición de Thomas Bachler que puede verse en La Casa Encendida hasta el próximo día 11 de septiembre parece escrutar de modo crítico los modos de producción de la imagen de un modo poco convencional, usando una cámara estenopeica y una pistola de aire comprimido. Sin embargo, como trataré de poner sobre la mesa, sus estrategias son deudoras de unas maneras ya anquilosadas y romas de comprender la relación entre imagen y tiempo. Y es que, no todo lo que se promueva con la etiqueta “invitar a pensar” atiende precisamente a reflexiones de urgente necesidad y actualidad.
En la primera serie de fotografías, “Escenas del crimen”, Bachler nos enseña fotografías tomadas en lugares donde se ha cometido un asesinato. Hasta aquí nada raro a la lógica de la crítica imperante: mostrar la ausencia de una lejanía como fantasmal irrepresentable captado por el ojo-cámara –otra vez aquí, preciso ejemplo de lo que hemos dicho al principio: el arte como modo de tejer lo visto y lo no-visto.
Pero lo reseñable aquí es que el método que usa Bachler para accionar su cámara estenopeica–su máquina de fotografiar-inconsciente: disparando con una pistola de aire comprimido, el papel se rompe, la luz entra en el dispositivo infográfico y, además de quedar grabado el paisaje que haya delante, el agujero que hiciera la bala queda de igual modo imprimido. Así, todas las imágenes tienen registrado el momento –al menos espacial- de su producción.
El juego de las correspondencias que surgen a raíz de esta forma de accionar su modo de producción juega aquí en un doble nivel. Por una parte, el disparo trae a la presencia la ausencia que una vez perteneció al paisaje –el disparo con el que se cometió el asesinato. Pero por otra parte, la sutileza es más precisa: el disparo articula en torno a sí los dos niveles de enunciación de la imagen. Y es que si hemos dicho que el arte remite a una determinada estructuración de lo visible y lo no-visible, dicha articulación se lleva a efecto compaginando una ilación entre la palabra y la imagen, entre un régimen determinado de discurso y otro de visibilidad.
Rancière, comentando la teoría de Barthes desarrollada en la “La chambre claire”, no deja lugar a dudas: si por una parte “el studium hace de la fotografía un material por descifrar y explicar (por otra) el punctum, por su parte, nos golpea con la potencia efectiva del eso-ha–sido”.
El eso-ha-sido es aquí el paisaje, cuya conexión con lo indiscernible de una narración (en este caso lo sido de un crimen) queda imbrincado por la violencia intempestiva del disparo del propio artista. La palabra que dice lo sido, la palabra que articula verbalmente el sentido de la imagen, queda vinculada a la imagen merced a un indiscernible que queda desvelado por la impronta de la ausencia-ahora-presente del disparo criminal.
Pero esta forma de hilar acontecimientos según una correspondencia causal es lo propio de un régimen anterior al actual. Y es que ahora, la vinculación entre palabra e imagen, entre el ver y el no-ver, remite a lo común de una desmedida. Ahora, otra vez Rancière, la vinculación entre palabra e imagen remite a una “relación móvil de la presencia bruta con la historia cifrada”. Implosionando la imagen en su propio interior, el tiempo remite a una instantaneidad donde media la diferencia con su propia mismidad: toda imagen puede ser intercambiable por otra en un tiempo que tiende al límite de su hipertrofia y al cero de sus diferencias.
Así las cosas, el ejercicio de Bachler debe ser comprendido más en términos auráticos. Traer a la presencia la ausencia del fogonazo criminal remite igualmente a la presencia de una lejanía, es decir -y no hace falta ser aquí muy suspicaz-, a la presencia del aura benjaminiano. Bachler se niega por tanto dejar hacer al arte, se niega a dar la voz a las imágenes. Y es que si Mitchell predijo hace ya tiempo que “lo que las imágenes quieren no es que se las interprete sino ser preguntadas por lo que quieren”, Bachler parece seguir atrapado en la dialéctica de las políticas de la narración vía un ejercicio de interpretosis al cual le damos el valor singular de usar una técnica extraña –una pistola de aire comprimido y una cámara estenopeica - pero poco más.
En sentido diferente pero creemos que pertinente, cabría aquí aludir a la interpretación que dio Hal Foster a las serigrafías de accidentes de Warhol. Para aquel mucha de estas serigrafías estaban marcadas con una especie de destello luminoso: el punctum. Pero este punctum, además de remitirnos a la violencia catastrofista del esto-ha-sido, es la representación de lo irrepresentable: el punto de contacto con lo Real. Toda imagen supone un encuentro fallido con lo Real habida cuenta de que el tiempo –aún adelgazándose lo máximo- no coincide con el tiempo cronológico.
Así, la repetición gélida de Warhol, esa fina pátina helada como marca de la casa, alude más que a una reproducción en el sentido de representación o simulación, a un tamizado de lo Real, a una protección de la pantalla-tamiz de Lacan. El punctum warholiano sería entonces el punto en el que la repetición consigue romper dicha pantalla y dejar que el trauma se instaure en la lógica de la imagen.
¿Cómo hacer entonces? Muy sencillo: más imágenes, siempre una repetición más en la economía de la imagen para que, aun a pesar de que nuestros deseos es llegar a lo Real nouménico, nunca nos aproximemos tanto que nos quememos.
En un tour de force más, bien pudiéramos decir, al hilo de la interpretación del campo ideológico que hace Zizek, que nuestra ideología, ese deseo de proximidad con lo Real, queda cifrado ahora más que nunca en la imagen: la imagen logra ella sola distribuir distancias, repartir competencias, articular la construcción de una realidad política.
Pero, sea dicho de paso, eso era –en todo caso- Warhol, mago incomparable de las imágenes que tuvo la suerte –o la desgracia- de pertenecer a una época en la cual se estaba llevando a cabo la descomposición radical de la vinculación representacional en el seno de la imagen. Sus trabajos en pos de la desjerarquización de las imágenes, de su nivelación en el pop con las altas esferas de la cultura van en ese sentido. “Quiero ser una máquina”, leitmotiv existencial del neoyorquino, puede y debe ahora ser interpretado en su radicalidad: quiero verlo todo, quiero convertirme en campo ideológico y político.
Somos máquinas, sujetos de repetición compulsiva y nuestra angustia neurótica es alcanzar la mismidad perpetua: el tiempo cero en el seno de la imágen, la utopía del intercambio absoluto entre imágenes. “No quiero que sea esencialmente lo mismo, sino exactamente lo mismo”: nada de planos ontológicos, solo un tiempo, el de la imagen-tiempo, devorándolo todo en su perfecta mismidad. Es decir, nada de traer a la presencia el fogonazo de lo ausente, del pasado.
Si nos acordamos aquí de Warhol es porque pensamos que el segundo trabajo de Bachler puede entenderse, además de obviamente en la misma onda que el trabajo arriba comentado, siguiendo también las indicaciones que Foster hace con ocasión del trabajo warholiano. Durante la primera semana de exposición, el artista llevó a cabo una perfomance en la cual quien quisiera podía ser fotografiado siguiendo el mismo procedimiento. El disparo de la pistolita rasgaba el papel y permitía la impresión fotográfica del rostro del aludido. Ahora ese rostro era el que estaba traspasado –manchado- por la huella de un disparo.
Obviamente ese disparo asesino puede ser interpretado en relación con ese nouménico que destila toda representación de cualquier rostro. Todavía más lacanianamente, el sujeto no es más que una mancha, un campo ciego en el entrecruce de dos miradas, la del sujeto al objeto y viceversa. Solo construyendo una pantalla-tamiz en el punto de intersección de ambos campos escópicos, podemos mirar sin quemarnos en lo nouménico de lo Real. Ese disparo entonces es la firma de nuestra “yoidad” evanescente, de nuestra mancha.
En definitiva, que la fotografía construye por remisión a la técnica un campo escópico nuevo absorbido para sí por el Capitalismo Cultural es algo ya sabido desde, como hemos dicho al principio, las tesis de Benjamin. Pero ni este trabajo ni el anterior suponen nada nuevo a la hora de elaborar una estrategia artística con la que dar cuenta de los procesos políticos de resignificación y construcción de la mirada.
Y si el arte, pensamos, debe de dirigirse a desvelar las condiciones de producción y distribución del imaginario colectivo en la época del Capitalismo cultural –época en la que la vinculación antes referida que media entre imagen, mirada y poder y que construye una determinado ideologización de los actos de ver- ha alcanzado su máximo de precisión, poco o nada pueden hacer propuestas artísticas que se vayan por los cerros de Úbeda de la autoproducción técnica, y menos aún si siguen aún los dictados de la lógica representacional.
Dicho sea en pocas palabras, repetir problemáticas ya auspiciadas por el arte hace décadas no es la mejor manera de atinar el tiro.
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