lunes, 29 de agosto de 2011

JOVENES COMISARIOS EN LA CASA ENCENDIDA



INÉDITOS 2011
LA CASA ENCENDIDA: 29/06/11-11/09/11


El certamen de Caja Madrid Inéditos para jóvenes comisarios llega a su décima edición y para la ocasión luce un trío de exposiciones –las que han llevado a cabo sus tres ganadores- que solo cabría adjetivar como magistrales.

Obviamente, no quisiéramos pecar de ingenuos. Demasiado sabe uno lo que es el arte y como lucha denodadamente –con toda su negatividad- contra un rival llamado mercado, pero viendo este trío de exposiciones, uno concluye que si el destino del arte es la deserción masiva del ciudadano, no es, ni mucho menos, por las posibilidades que todavía emana de sus dispositivos.

En especial, la exposición, esa entelequia heredada de los salones decimonónicos, esa retahíla de obras traídas por los pelos, ese mastodóndico ejercicio de soflama ególatra, es ahora objeto de debates y discusiones tan profundas que su solo planteamiento remite a la emergencia de unos dispositivos de visibilidad muy diferentes de aquellos que dormían adocenados no hace demasiado tiempo.

Y es que la figura del comisario, denostada por unos y elevado a la categoría de pope del tinglado artístico, goza en nuestros días –y ha de gozar aún mucho más, pensamos- de una posición de privilegio de entre todos los operadores que confluyen en el ámbito de lo artístico.

Porque la función del arte –quizá ya sea un poco obtuso repetirlo una vez más- no es la de mediar entre realidades y copias, entre imágenes y simulacros; no es tampoco disponer del privilegio de dispendiar prebendas en función de la semejanza con aquel gran otro que es la Naturaleza. El trabajo del arte consiste ahora, como diría Rancière, “en jugar con la estabilidad de las semejanzas y la inestabilidad de las desemejanzas, en operar una redisposición local, una reconfiguración singular de las imágenes circulantes”.

Es decir, la ambigüedad que siempre se ha supuesto en el núcleo del arte –ambigüedad que la remitía por una parte al dogmatismo de su autonomía y por otra a su acogida en formas estetizadas de vida-, queda ahora ya por fin cifrada en una política de la estética que se ocupa de estar atento a los deslizamientos que se producen entre los campos de lo visible y lo invisible, lo decible y lo posible.

La imagen, ahora y de la mano de esa “nueva” funcionalidad del arte, ya no se da aisladamente, ya no es un producto acabado en sí mismo. Ahora la imagen es un objeto transaccional, en plena fluidez y cuya sospecha ya no apunta a una “realidad” oculta bajo ellas, sino a procesos epistémicos, de genealogía del imaginario colectivo.

Ahora, ya por fin, la autonomía del arte redunda en un ámbito de investigación social donde lo estético y lo político se aúnan para crear nuevas formas de comunidad y sociabilidad, donde la emergencia de lo ya-dado-a-ver desvele no ya un pensamiento crítico de la verdad oculta, sino que desvele –merced al trabajo propio del arte- los mecanismos político sociales que le hacen gozar de una determinada visibilidad.

Así, en este proceso en el que se ha embarcado el arte, la exposición, como dispositivo medial desde el que poder pensar estos procesos, ya no puede seguir siendo ni una indexación de obras maestras ni la pátina dorada de una biografía artística.

Prueba de ello, no es ya solo como decimos el endiosamiento de una figura que hasta ahora ha estado entre bambalinas, sino la proliferación de aquí a unos años de este tipo de certámenes para comisarios y la posibilidad ya de realizar estudios de postgrado referentes a esta nueva –o no tan nueva- disciplina.

Al hilo de estas reflexiones acerca de la importancia del comisario en el arte contemporáneo, cabría simplemente señalar un doble efecto: si por una parte procesos endogámicos al sistema y ya fagocitados en su propia digestión pesada –bienalismo y feriantismo como eccemas supurosos- tienen en el ejercicio del comisario la prueba fehaciente de su más que necesario cambio de rumbo, por otro, no cabe duda que ha sido el papel del comisario –nos referimos al proyecto Jugada a tres bandas-lo único digno de señalarse en el adormecido panorama del galerismo madrileño de este pasado año.

Volviendo al tema que nos ocupa, estas tres exposiciones, como decimos, son fiel reflejo de la buena salud –pese a quién pese- de la que goza el arte en este país, o que al menos, -poniéndonos más realistas- podría tener. Porque preparación e ideas, hay; artistas y profesionales, también.



Pedro Portellano hace un exquisito trabajo de tesis realizando un viaje temporal que abarca desde 1897 hasta 2011 para poner sobre la mesa la imposibilidad –metafísica y física- del silencio. Y es que su exposición se arma en torno a un doble eje: aquel que denuncia la eliminación paulatina de remansos de silencio a manos del progreso y la civilización, y aquel otro –quizá más presente en la exposición- que atisba la imposibilidad real del silencio. De la mano de Cage, Portellano va dando buena cuenta de todos los aspectos –taxativos y nominativos- a los que nos apela esta sociedad post-silenciosa.

Por su parte, Bárbara Rodríquez Muñoz nos presenta una exposición –Seres inanimados- donde el objeto, su biografía y su historia es el eje argumental. No se trata de crear una historiografía asumiendo las tesis tan populares pero superadas de Baudrillard en cuanto a comprender al objeto dentro de una red semiótica de signos-mercancías ni tampoco de lanzarnos en un juego hipertextual en busca del referente perdido –eso tan estructuralista y francés-, sino casi más atender al juego burlón –cínico e irónico- al que los objetos nos lanzan y que el sociólogo francés presumía entretejía el verdadero simulacro -salvedad única pero precisa de que aquí no se trata de simulacros, sino de una realidad socio-política bien definida y precisa.

La tesis aquí es que el conocimiento viene generado por una biografía y una metamorfosis del propio objeto. Atesorando una densidad genealógica, el objeto traza y delinea unas relaciones entre otros objetos y entre el contexto histórico en el que emerge por el cual transmuta la realidad circundante.



Por último Lorenzo Sandoval acierta de lleno al mostrarnos una exposición donde es la nueva realidad virtual de Google lo que se disecciona con certeza y solvencia. Si el pensamiento crítico ha señalado hasta la saciedad que toda realidad no es más que un ejercicio de poder, un recorte determinado en el entramado de sensibilidades, la realidad que nos aporta Google no se salva de la quema.

Es más: ahora cuando el capitalismo tardío ha tensado tanto las cuerdas que la realidad no es más que una entelequia que surge como efecto maquínico de precisos dispositivos de selección y vigilancia, el que nos vengan con estas a ofrecernos la panacea ciber-tecnológica no puede hacer sino saltar todas las alarmas. Porque, ¿escapa a caso la construcción cibernética de la selección, producción y distribución que tan precisamente ha construido el capitalismo tardío? Obviamente más bien todo lo contrario.

Así pues, y como puede bien comprobarse acudiendo a disfrutarlas, se trata de un certamen este que acrecenta su prestigio edición tras edición proponiendo exposiciones que escrutan con pulso firme y sereno los recovecos por donde ha de transitar el arte del –ya inminente- futuro. El que en este país podamos ya alegrarnos de la existencia de una juventud preparada y con semejante pulso no puede hacer menos que abrigar nuestras esperanzas.

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