ARTIFICACION. Comisario: Andrés Isaac Santana
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 05/04/14-24/05/14
Quizá, digo yo, es que hayamos tardado en entenderlo, en comprender la propia mecánica del arte y que, herederos –más que nos pese– de la Ilustración, no hagamos sino empeñarnos una y otra vez en reducir tal mecánica a esquemas consensuados afines a la ideología del archivero, de la vitrina, y a, sobre todo, una mala comprensión de la autonomía estética. Como si de una bucólica pantalla alejada del mundanal ruido se tratase, quisimos salvaguardar las promesas que nos hicimos en una encapsulada entelequia a la que, engañándonos, pusimos el nombre de arte.
Pero, como no, las cosas solo suceden para dinamitar la fría cartografía que imponemos a aquello que, aún como producto nuestro, no entendemos del todo. Hegel con aquello del “fin del arte”, Duchamp con sus ready-made o Adorno con su teoría negativa de la desartización, fueron poniendo blanco sobre negro para siquiera intuir poco a poco que aquello que llamamos arte no es nunca lo que creemos que es sino, siempre y en cada caso, otra cosa.
Para la ocasión, la cuarta edición de Jugada a 3 bandas, Andrés Isaac Santana ha comisariado en la galería Cámara Oscura una muy interesante exposición acerca de uno de estos fenómenos donde el arte, hemos de convenir, más a gusto se encuentra: ahí donde entra no solo en diálogo sin en contaminación con otras disciplinas, ahí donde parece disolverse. Tal fenómeno, y que funciona también a título de la propia exposición, es el de artificación. Para no andarnos por las ramas, vayamos al texto que le sirve la propio comisario para plantear su propuesta: según Ossi Naukkarinen “el neologismo ‘artificación’ se refiere a situaciones y procesos en los que algo que no es considerado como arte en el sentido tradicional de la palabra es convertido en algo semejante al arte o en algo que acoge influencias de los modos artísticos de pensar y actuar”. Por su parte, para el comisario, el arte –la noción que de él seguimos teniendo– queda profundamente modificado ya que “se amplía su horizonte de actuación y se restituyen sus cuotas de intervención en el ámbito social y político”.
Tal ampliación viene mediada, a mi modo de ver, por la capacidad del arte de convertirse en estructura de la que emana siempre conocimiento, un conocimiento que no puede ser metido con calzador en las estáticas estructuras ilustradas, sino que está llamado a reventar los estrechos cauces de cada saber particular. En una sociedad como esta llamada ‘sociedad del conocimiento’, donde el conocimiento no es ya una tarea de intelectuales, científicos o filósofos sino que es gestionada por una pluralidad democrática que, de modo genérico, suele tener poco de democrática, el arte no puede ni debe seguir con su retahíla de los lugares comunes sino que ha de saltar a la arena para proponer relaciones inéditas, mediaciones apócrifas, cánones disensuales, todo lo que postule una gestión del conocimiento no subyugada por tecnócratas sino atenta a las brechas, flujos o grietas desde donde todo acontecimiento –de la rama del saber que sea– opera.
Aún con todo lo dicho, la cercanía y aire de familia con otros conceptos como el de estetización y desartización merecen quizá una reflexión. A tal respecto, si en algún punto puede, y sin duda debe, esclarecerse las diferencias entre artificación y estetización es que si el segundo, apalancado en la idea soberana del gusto y la belleza, está llamado a digerir parcelas de potencial disenso ganándolas para la causa acrítica, el primero debe hacer gala de ese caudal emancipador que debe llevar consigo siempre el arte para no solo crear conocimiento sino, sobre todo, conocimiento capaz de modificar nuestra manera de pensar y actuar. Es decir, conocimiento no solo encaminado a comprender la realidad sino, en mayor medida, a reconfigurarla y recrearla.
Y, en lo que respecta a la distinción entre artificación y desartización, si este último concepto remite a la dialéctica interna por la que el arte da cuanta de su historicidad, debido a que su desarrollo epocal es siempre un deslizarse en la frontera que separa el arte del no-arte para irse a cada poco desustancializando, el concepto de artificación apunta a estrategias estéticas usurpadas por otras disciplinas para llevar a cabo su programa. En el fondo, alienta una comprensión del arte muy pertinente para estos tiempos que corren: el arte como ámbito determinado de creación de conocimiento. El arte, lejos de su burguesa adscripción a la exclusividad del gusto, apartado de las perversas renegociaciones para cifrar batallas políticas que tiene ya –vía mediación del espectáculo– perdidas de antemano, se erige como instancia desde donde alentar conocimiento.
De esta manera, la estrategia artificadora se desvela como un potente revulsivo para un arte contemporáneo que se sabe llamado para mayores logros que no el mero y simplón ejercicio de contemplación del objeto-arte. Lo podemos decir de muchas maneras, pero lo cierto es que el arte solo interesa, solo empieza a generar conocimiento, cuando deja de ser arte, es decir, cuando se propone como otra cosa, cuando entra en contaminación con otra cosa, no por el mero hecho de entablar un diálogo –muchas veces de sordos– sino por sobrepotenciar esas cualidades que anidan en el seno del arte: recreación crítica de la realidad circundante.
Como muestras de estrategias artificadoras, Andrés Isaac Santana nos propone el trabajo de dos “artificadores”, dos artistas que parten de una mirada extra-estética, referida el primero, Pep Vidal, al mundo de la física-matemática y, para Henry Eric Hernández, volcada en el ámbito de la arqueología-exhumación. En ambos alienta una misma pregunta: ¿cómo conoce la ciencia, cómo conoce la historia? Quizá sea un simple antojo mío, pero creo que el concepto de artificación evidencia los rodeos que hemos tenido que dar desde que Dilthey, viendo la paupérrimo del saber de las ciencias sociales frente al dios-ciencia, se hiciese la misma pregunta. No se trata en ningún caso de copiar el modelo científico-matemático (cosa que no supone sino una recaída en el positivismo) ni de tampoco inferir ciencias de primer y de segundo nivel respecto al estatuto epistémico de la verdad que promueve. Se trata, simplemente, de percatarse de que el tipo de conocimiento ofrecido por las ciencias humanas es de otro tipo, basado en una metodología hermenéutica. Y, refiriéndonos concretamente a la artificación, se basa en que el modelo estético no es en ningún caso un plus desde el que admirar bellamente el mundo, sino que es un modelo de conocimiento de gran valía que debe ser contaminado por otras ciencias para proponer cartografías del conocimiento ajenas a aquellas otras que se nos ofrecen como cosmovisiones ideológicas, como necesidades impuestas, como narraciones culturales con las que hemos de tragar sí o sí.
Pep Vidal, matemático de formación (cosa que sin duda nos congratula con el mundo al ver a un colega por estos mismo mundos), ofrece una instalación donde lo macro y lo micro se relacionan alejados de esa ortopedia del saber que tiene en la analogía la muleta perfecta para conquistar mundos fronterizos. Lo micro, por mucho que se date, se conceptualice o que se mida, por mucho que se hagan inferencias analógicas respecto de su hermano mayor, lo macro, será siempre un paraíso perdido, un aquí evanescente, invisible, inasible. Tomando las imágenes a microscopio de un simple portaobjetos, Pep Vidal hace un ejercicio de apropiación estética para dar cuenta de otra mediación epistémica de muy alto contenido abstracto y subjetivo pero que, sin duda, opera como conocimiento válido.
Por su parte, el artista cubano Henry Eric Hernández, se afana en una ardua tarea llamada a exhumar los restos de la historia de aquellos relatos hegemónicos que enfatizan un discurso determinado con el fin de digerir grandes masas de tiempo e historia destinándolos, las más de las veces, al olvido y el oprobio. En este caso, de nuevo, la misma estrategia: las ciencias sociales hablan y tienen mucho que decir desde los ámbitos de la arqueología, antropología, sociología, etc. Pero, sin duda, artificando las observaciones, ingresándolas en dinámicas estéticas, el conocimiento irrumpe de lleno en ese ámbito fronterizo, entre lo real y la ficción, donde la propia realidad es recosida, reeditada, rehecha a cada instante. Es decir, no hay narraciones verdadera y otra falsas; solo hay discursos hegemónicos que trazan los cauces desde donde construir la realidad pero que son, en esencia, tan ficciones como cualquier otro. Trabajando desde la estética, los discursos olvidados tiene la capacidad de ser tenidos en cuenta, susceptibles de ser reconocidos como conocimiento en sí mismo, como alteridad respecto a lo hegemónico con la misma, sino mayor, capacidad de resolver la deuda que todo presente tiene con un pasado al que nunca se es fiel.
La excavación arqueológica en los cimientos de la escuela San José de las Lajas (2000-2001) le sirve al artista-artificador para, como dice Kevin Power en un texto clarificador, “cuestionar la historia oficial, a discutir el derecho de ésta a imponer la autoridad de su narración a toda costa”. Desde la original iglesia de San José de las Lajas construida en 1788 hasta su actual función como patio de la escuela primaria Manuel Ascunce Domenech, la procelosa historia del emplazamiento da cuenta de una historia que nunca es objetividad pura sino entrecosido de claros y oscuros, de fragmentos de historia, como en esta ocasión la trata de negros y la esclavitud, que son, en la decantación que todo discurso hegemónico opera, silenciados. Así, desde las ciencias sociales, desde la datación historiográfica de restos, bien se puede armar una ficción, la otra antagónica por lo general a aquella otra que conforma nuestra realidad, desde donde, desde la artificación, promover microrresistencias y micolibertades.
En definitiva, una exposición la que se nos brinda donde el arte salta por encima de su esencia cosificadora, por encima de su malinterpretada autonomía, para dar cuenta de cómo es en el actual paradigma del conocimiento –quizá cuando menos se le tiene en cuenta– cuando tiene más que decir. Y es que es sobretodo a la hora de desterrar esa idea dogmática que ecualiza realidad y verdad la que ha de ser demolida. La realidad, como ficción en sí misma, no es nunca algo susceptible de ser conocida y asimilada, sino que ya el mero hecho de acercarse a ella es ya una actitud estética encaminada a reconfigurar siempre los marcos de la mera observación, de la propia cartografía desde la que se pretende operar. Siempre, en cada intento de aproximación, hay un afuera, un resto excesivo que solo operando estéticamente puede ser renegociado.
Quizá sea en el núcleo de esta propuesta donde se percate uno del potencial emancipador del arte, muy lejos del paseo del dominguero, muy lejos incluso de los ejercicios retóricos de emancipación utópica, muy lejos también de las soflamas revolucionarias y críticas con el sistema: el potencial del arte reside en ser contaminación eficiente para cada disciplina a la hora de poder proponerse como saber alternativo, como conocimiento disensual de un ‘aquí y ahora’ que nunca es el que se nos dice ser.
La única pregunta que nos queda es esta: ¿está el arte a la altura de lo que se le pide?, ¿no será que el propio arte está cómodo en su condición de hermano pequeño, de displicente actividad para recreo del turista? Obviamente que no, que somos nosotros quienes nos sentimos muy cómodos con una realidad que se nos ofrece heredada, la cual, tanto respondamos afirmativa o negativamente, no modificará un ápice sus mecanismos disciplinarios (entre ellos, el más exclusivo, el de proponer modelos de aproximación teórico-prácticas). Que el arte, en definitiva, esté a la altura de sus circunstancias depende en último punto de nosotros, que dejemos de minusvalorar nuestra realidad y nuestra historia, y que nos atrevamos a descubrir que el conocimiento no es tanto cuestión de conceptos como de trasvase, contaminación y de recreación estética. Funcionar no tanto como artistas sino como artificadores; atreverse a fabular, como decía Nietzsche, eso que tanto nos cuesta hacer…
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