sábado, 14 de junio de 2014

IN THE NAME OF THE FATHER: IS BOB DYLAN THE GHOST OF STEPHEN DEDALUS?

Panizo leyendo el Ulises bajo la mirada de Bob


                    - You pick my curiosity, Haines said amiably. Is it some paradox?
                    - Pooh! Buck Mulligan said. We have grown out of Wilde and paradoxes. It’s quite simple. He proves by algebra that Hamlet’s grandson is Shakespeare’s grandfather and that he himself is the ghost of his own father.”
                                                                  Ulysses, James Joyce

I'm listening to Billy Joe Shaver
And I'm reading James Joyce
Some people they tell me
I got the blood of the land in my voice

                                           I Feel A Change Comin’ On, Bob Dylan

Muchas veces me he repetido que, de escribir algún día una pseudo biografía de Bob Dylan, solo cabría empezar por la –nefasta para muchos– gira con The Grateful Dead. Lo digo porque (creo que fue en el volumen correspondiente de la biografía escrita por Paul Williams donde lo leí en su día) fue en esa época, una de las más bajas de su carrera –y mira que las ha tenido bajas–, pocos meses después de acabar la gira del 87 con Grateful Dead, cuando se percata (mediante una epifanía joyceana) del rumbo que ha de tomar su vida: “un cantante canta”. Tan cierto como sencillo. Ni más ni menos. Ni profeta ni poeta ni príncipe de la canción, ni ángel beatnik ni apologeta de la protesta. Solo, simplemente, un cantante que canta.
Desde ese momento, concretamente desde el 7 de junio de 1988, Dylan se lanza a una carrera sin fin, a una búsqueda sin fin que no puede ser sino la de sí mismo y la de la validez o no de su arte. Desde ese momento, digo, se pone en marcha la Never Ending Tour, la gira de nunca acabar, título lewiscarrolliano para indicar que se había alcanzado el punto de no retorno, la intuición de que mantenerse en la superficie solo puede dar como resultados indigestas mediocridades y que es solo en el no desfallecer en el camino, en el saltar al otro lado del espejo, lo que traerá la salvación.
A más a más, la grave dolencia del 97 le puso sobre la pista de la necesidad inexcusable de salir de su jaula: no es que se haya convertido en un asiduo de los mass media y se haya transformado en agente mediático, pero sin duda que ha mostrado, en estas últimas décadas, una querencia por dar a conocer más su música que su mito. El resultado, para dylanólogos de pura cepa, puede que haya sido más que dudoso, pero cuando un hombre se lanza al vacío del girar sin fin ni finalidad alguna, solo cabe preguntarse por las motivaciones de tal sinsentido, por los posibles descubrimientos en su búsqueda. Porque, si un artista es un artista y no otra cosa, sus descubrimientos serán también los nuestros.


Manuscrito de Nabukov para recorrer el Ulises

En este sentido, después de todo lo dicho –y ya que creo nunca escribiré tal pseudo biografía– solo nos queda una cosa por hacer: sí o no, ¿es casualidad que Dylan, por fin, actúe en Dublín en pleno Bloomsday? Pudiera ser, pero creemos que no. Todo, en esta gira sin fin, tiene un sentido oculto, una razón que no atiende a razones, una intuición más allá de lo discursivo. Así pues, ¿qué diablos está buscando Dylan en Dublín? Solo puede buscar una cosa: a su padre.
Buscar, él también, como Joyce, Bloom y Dedalus, como Hamlet y como Abraham, al padre. Buscarle para obedecerle o para matarle. Buscar al padre para, por fin, saldar cuentas con su propio destino, para representar la escena de un pedir perdón por no haber aceptado su autoridad (o, quizá, por haberla aceptado demasiado). Volver al origen, buscar al padre: tal es el único contenido de todo arte. Y es que la paradoja no es fácil de digerir: el origen es solo aquello que se muestra en cuanto en tanto se busca y, en tanto que se busca, la búsqueda funciona a modo de digresión en torno a un origen que está siempre ausente, que opera desde la ambivalencia que crea. Un retorno al hogar para no tener que volver más; pero al cual, paradójicamente, no dejamos de volver a cada instante.
Joyce es Dedalus lo mismo que Zimmerman es Dylan. Y lo mismo que Dedalus es el fantasma de su padre, Dylan es también el fantasma de su propio padre que, al tiempo, es el propio Dedalus. La búsqueda del padre no es sino la búsqueda de ellos mismos a través de la paradoja de la ley del padre y la aporía del pedir perdón. Y es que, igual que la búsqueda del padre nunca termina, la obediencia al padre nunca es negada del todo; siempre cabe la posibilidad de un pedirle perdón por no obedecer. 

La Monroe también leía el Ulises

Todo arte, toda literatura y toda canción, es una ficción especular donde, perdonándose a sí mismo por el non serviam, se pide perdón también al padre. La literatura, el arte en general, crea la posibilidad para una solución aparente a la aporía del perdón: porque, ¿cómo pedir perdón si todo perdón supone un perdonarse a uno mismo?, ¿y si, además, el perdón al padre solo puede ser tal desde una identificación especular con él, con el otro, con la víctima, tanto como para tener que hablar en (el) lugar del otro y con la voz del otro? Tal perdón al padre ha de suponer una obediencia al padre, un saberse más culpable que cualquier otro y, por lo tanto, un tener que pedir perdón por perdonar. ¿Cómo en definitiva pedirnos perdón si nos sabemos radicalmente culpables? La literatura, el arte, es la ficción capaz de pedir perdón especularmente: pedirlo y, al mismo tiempo, concedérselo a uno mismo. Es decir, lo imposible.  
Dylan acude, por tanto, al Bloomsday haciendo un guiño a quien quiera leer entre líneas: acude a Dublín para representar él también el vagar más sintomático de toda la literatura moderna, el de Dedalus y Bloom, en busca cada uno de sus filiaciones imposibles, de sus paternidades problemáticas. Incluso, para Bloom, en un recorrido urbano donde no deja de hacerse presente el fracaso de su matrimonio, el no haber valido, efectivamente, para nada; el no ser, en definitiva, nadie, nada más que un cornudo.
Todo el Ulysses es un vagar en busca de una identidad perdida que tiene mucho que ver con la paternidad, con la filiación. Pero, al tiempo, la propia novela es un ejercicio del propio Joyce por saldar las cuentas con su filiación irlandesa. Joyce, en su novela, pide perdón (perdonándose a sí mismo) por dedicarse a escribir, por haber huido de la autoridad irlandesa, por haber lanzado a su familia a una exilio forzoso, por, incluso, no cumplir en la cama. Dylan, en definitiva, igual que Joyce, acude a Dublín para hacerse perdonar.

Dylan lee otras cosas

Joyce construye su novela alrededor de un juego de filiaciones imposibles en las que es él mismo el que se esconde para poder perdonarse: Dedalus es para Joyce el moderno Hamlet, personajes cortados por el patrón de una paternidad problemática, a cuya autoridad duda si hacer o no caso. Joven intelectual, Dedalus intuye claramente que lo suyo no va a ser el casarse y dedicarse a un oficio (cumplir la voluntad –will– del padre) sino que no va a tener más remedio que, dedicándose a escribir, transgredir la ley del padre. Joyce, como buen discípulo de Santo Tomás de Aquino, lo sabía mejor que nadie: “bonum est in quod tendis appetitus”. Lo bueno, lo mejor, es cumplir la voluntad del padre, es tender hacia la apetencia que nos marca el padre; es estar bajo su mirada, bajo su secreto, bajo su autoridad. Lo bueno es ser un buen irlandés, casarse, acudir a la iglesia…
Por su parte, Hamlet sabe que cumplir la ley del padre que clama venganza es reinsertar la lógica de la autoridad, esa lógica que, precisamente, el hijo desea saltarse. Es así entonces, clamando por cumplir una ley que no se desea cómo el hijo se busca a sí mismo. No entrar en confrontación con la ley del padre, con la venganza que su memoria siempre clama, es no devenir hijo, no es ser nada, es ‘no ser’. Esa es la duda de Hamlet: ser o no ser, cumplir la promesa del padre o no hacerlo. ‘Ser’ es cumplir la orden del padre. Casi puede decirse que estamos “obligados” a ser. Pero es en esa mínima no-adecuación del deseo a la obligación lo que abre la duda, lo que abre al sujeto a enfrentarse con su propio destino y no aceptarlo sin más.
             El espectro del padre vuelve “de entre los muertos” para constatar que la ética nunca es suficiente, que, por encima de ella, está la paradójica relación paterno-filial en torno a la ley del padre. La relación filial constituye un núcleo relacional donde se demuestra que la ética nunca es la medida más acorde, que siempre se está precedido y constituido según otra medida para la cual no hay, propiamente, media alguna. El espectro solo le deja un mandato, un imperativo fundamental pero que, al tiempo, es justo lo radicalmente imposible para el hijo: “recuérdame” (I.v.91). O un poco más allá y descansamos en la obediencia ciega, o un poco más allá y nos vemos impelidos a cometer asesinato. Tal es, en definitiva, el más allá del bien y del mal, el emplazamiento donde la medida que se tome (medida ética en definitiva) nunca nos valdrá de nada.

Joyce no lee, camina.

Esto ha de saberlo Dylan: “God said Abraham kill me a son”. Dios, el padre, puede pedir (sobre todo) lo más absurdo: pero es siempre la promesa en torno a un cumplir/no-cumplir la ley, guardar/no-guardar el secreto, lo que nos constituye en hijos. Y, cómo hemos dicho, el padre ha de pedir perdón por exigir lo imposible, y el hijo ha de también pedir perdón por obedecer ciegamente, por casi cometer una locura. Es de eso, en definitiva, de lo que va el arte, de lo que va la literatura y de lo que trata toda canción: de ir a la Highway 61 en busca de la posibilidad más imposible: la de pedirse perdón por no querer cumplir.
La literatura entonces debe pedir perdón por no querer decir el secreto que le vincula con el padre: el tomar mujer, el matrimonio, el entrar en el mundo de la eticidad. La voz del padre mandando ser autónomo, casarse y ganarse la vida es lo que el hijo no hace, y por lo que debe de pedir perdón. Como dice Derrida, “escribir o casarse, esa es la alternativa, pero asimismo escribir para no volverse loco al casarse. A menos que uno se case para no volverse loco al escribir”.
Siguiendo con Derrida, sin duda alguna que en la historia de las filiaciones imposibles que él mismo traza (“la de Isaac a quien su padre estuvo a punto de matar; la de Hamlet –que rechaza el nombre de hijo propuesto por el rey, su suegro, el esposo de su madre; la de Kierkegaard que tuvo tantos problemas con el apellido y la paternidad de su padre; la de Kafka, finalmente, cuya literatura, en suma, no instruye sino el proceso de su padre”) puede sumarse a Joyce y a su espectro Dedalus, a Zimmerman y a su espectro Dylan: de lo que se trata es de un buscar al padre para poderse hacer perdonar, de lo que se trata no es de la meta imposible sino del camino, del guardar siempre el secreto de la filiación que, en última instancia, nos abre a la necesidad de la literatura y de un tener que hacer hablar al padre.   

Zimmerman-Bloom??

Y, para esclarecer esta locura de las filiaciones dylanianas, ¿no es sintomático que entre la epifanía joyceana y la puesta en marcha de la Never Ending Tour Bob Dylan iniciase su última gira, “Temples in flames”, con sendos conciertos históricos en Tel Aviv y Jerusalén, lugares de su origen judío (5 y 8 de septiembre de 1987), y que Bruce Springsteen –en una de esas declamaciones que solo un inoperante puede proferir– declarase ante la multitud del Rock & Roll Hall Of Fame (20 de enero de 1988) “eres el hermano que nunca tuve”? En este sentido, la diferencia radical entre uno y otro es que mientras que unos se contentan con descubrir una estupenda genealogía, los otros –el otro, el que es siempre el otro– acepta y reniega al mismo tiempo de su filiación descubriendo que la propia tarea artística es descubrir al padre, obedecer sus órdenes y, también, hacerse perdonar.
Hay, en definitiva, quien se contenta con conocer a su hermano mayor, y hay quien se lanza al ejercicio paradójico de no dejar de buscar al padre, quizá para pedirle perdón por renegar de su autoridad, quizá también, con ello, perdonarse a sí mismo. Bruce no busca nada porque ya ha encontrado, desde el principio, todo. Él solo quería ser una estrella del rock y, sin duda, lo ha conseguido. Dylan por el contrario, es un artista: puede tener, quizá, muchos hermanos e hijos. Pero de lo que se trata, de lo que siempre trata el arte, es del padre. Esa es la clave.
Al final de todo, lo mismo que Joyce en el Ulysses nos deja a Stephen vagando sin rumbo, Zimmerman ha dejado  a su personaje, Dylan, girando sin rumbo en una Never Ending Tour para la que ya no hay razón alguna por la que continuar. Pero, sin duda, esa es la clave de todo el tinglado: saber que la única razón es la falta de razones, que siempre es buen momento para pedirse perdón por no obedecer…y continuar un poco más. Quizá, en una de estas, nos topemos con el padre.

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