miércoles, 11 de junio de 2014

LÚA CODERCH: LA PARTE QUE FALTA

 
LÚA CODERCH: LA PARTE QUE FALTA
GALERÍA BACELOS: 24/05/14-26/07/14

¿Es el cantar de un ruiseñor música? No respondan de inmediato, esperen a la publicidad. La pregunta tiene trampa, una trampa sobre la que el ser humano ha construido una de sus mayores entelequias: el arte. Porque, si no es música, ¿qué pseuda realidad tan mediocre esa que construimos que ni de lejos se iguala con el cantar del ruiseñor? Y si lo es, más de lo mismo: ¿con qué tipo de actividades perdemos el tiempo llamando música a cosas que tienen ya en el canto del ruiseñor su objeto más preciado?

Pareciera un callejón sin salida pero más bien es todo lo contrario: es tal diferencia irreconciliable, personificada por antonomasia entre aquello que llamamos belleza natural y la belleza artificial, la que inaugura la producción artística como un seguirle la pista a aquello que, por definición, no pude estar sino siempre un paso más allá de nuestra cosificación. El arte, bajo la impronta de la mímesis como regla única, simulaba querer copiar el origen sin percatarse (o percatándose demasiado) que llegar a situarse de igual a igual es imposible: imposible porque toda producción humana es ya cosificación, porque no existe reino virginal alguno y porque, según Adorno, verdadero maestro de ceremonias de todo este asunto, la razón es ya y desde el principio mito.

Solo Cage, con un truco de magia que no admite parangón, nos enfrenta cara a cara con el devenir-cero del arte: ahí donde arte y vida se identifican por completo, llenando especularmente cada uno la brecha que le separa del otro. 4’ 33’’ de silencio que, como marco experimental, permite un trasvase de datos sin indecibilidad alguna. Pero la trampa, como la moneda falsa de Baudelaire, salta la vista: no por hacer lo bello natural (el canto del ruiseñor) y lo bello artificial (su reconversión en música) indiscernibles se produce -fuera de ese marco institucional que es en cada caso una interpretación de 4’33’’- tal igualdad ideal y utópica. Es decir, a lo sumo, la “caja para el pájaro” (birdcage) de Cage es un instante para mirar al otro lado para constatar que el arte, aún en su final, no morirá nunca. Y es que hay siempre una cesura, una falla, un algo de más, un exceso inasimilable. Quizá las uvas de Zeúxis engañen a los pájaros, pero no al hombre.
 
 

                Con razón entonces el bueno de Adorno criticó ese venazo naturalista de los compositores de Darmstadt: y es que para el frankfurtiano la belleza natural no muestra su belleza directamente; la belleza natural es la huella de lo no idéntico bajo el hechizo de la identidad total; la naturaleza va quedando, a través de la cosificación, sepultada en el mito.

Pero sigamos con los pájaros. Lúa Coderch artista peruana (Iquitos, 1982) y residente en Barcelona desde hace años, ha retomado esta problemática para ir, quizá, un pasito más lejos. En la pieza más interesante de su primera exposición en la galería Bacelos, la artista se las ha apañado bastante bien para imitar el trino de los pájaros. Lo ha grabado, ralentizado, decompuesto y, una vez echado un vistazo al interior del canto natural del pájaro cantor, ha encontrado repeticiones, reglas, sucesiones, modos, en definitiva, de aprender de memoria la cancioncilla. Una vez interpretado el trino lo ha vuelto a grabar a velocidad normal para obtener, esta vez sí -¿o no?- la copia perfecta de la naturaleza.  

Por descontado que la intentona de Coderch no va en la onda de lograr, de nuevo, el marco singularísimo donde la operación de copia mimética consigue el éxito, sino más bien todo lo contrario. Toda su exposición, interesantísima, nos enfrenta con esa dualidad del arte y que desde Kant ha accedido a un nuevo status: original y copia pero no ya en relación mimética, sino como realidades separadas cuya diferencia permite ahora una nueva definición del arte. Si, por una parte, el objeto natural se encuentra ordenado a un fin, lo obra de arte ha de evidenciar una carencia total de finalidad.

Y así, ciertamente, sucede: el gorjeo de Lúa Coderch evidencia, después de una atenta escucha, como nosotros, como mucho, llegamos a desvelar lo siniestro: aún en la más perfecta de las imitaciones no podemos por menos que caer en la trampa de las repeticiones, de las reglas, de los mecanismo incoados en el interior de lo que para el pájaro real es pura naturalidad. Toda búsqueda de lo original nos lleva a escarbar en una realidad que se nos desvela como límite fenomenológico más allá de la cual no sabemos nada: lo siniestro como límite de una realidad cotidiana que, en su más pura cercanía, se nos revela extraña.

 
Y es, en definitiva, de “esa parte que siempre falta” de lo que nos quiere hablar la artista; de cómo el arte habita ese emplazamiento donde lo uno no es idéntico a lo otro, donde el intento de copiar el original se da por fracasado. Así, más que cómo segunda realidad, el arte se convierte en dispositivo dialéctico de problematización, de desregularización, de difuminado escópico. La exposición se concentra en, como ella misma dice en el texto de la propia muestra, “como un conjunto de gestos” encaminados a toparse con ese doblez donde la realidad descansa y se esconde al mismo tiempo. Y es que, a fin de cuentas, “la parte que falta es todo”.

                Si Cage, en contra de Messiaen, piensa que el canto de los pájaros no necesita ser compuesto como forma musical, Lúa Cordech reabre la discusión para concluir que ni sí ni no sino todo lo contrario: la paradoja del arte es aquella que, a pesar de saber su incapacidad para la mímesis, no puede dejar de alguna manera reintentarla a cada paso ya que es en la brecha abierta, en el diferir abierto en la propia imposibilidad, donde el arte, como negatividad, irrumpe en el conjunto total de lo dado.

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