miércoles, 8 de octubre de 2014

¿EL CINE O LA VIDA? BOYHOOD O LA SINSORGADA DEL CINEASTA PANIAGUADO


Como el tiempo, nuestro tiempo, da para mucho, y visto la riada de palmaditas en la espalda y buenas sonrisas de condescendencia ante lo ímprobo y arriesgado de su proyecto, nos desmarcamos un poco de la monserga paniaguada que ve en cualquier guiño la señal indiscutible de la genialidad y preferimos referir la última película de Richard Linklater  como un ejercicio tan mastodóntico como inútil. ¿Qué por qué? Resumiendo muy mucho: la razón es que pensamos que tal ejercicio (ese de rodar la película en doce años) más que desvelar la gran capacidad del cineasta norteamericano remite a su indigencia a la hora de hacer valer todo los recursos del cine, sobre todo el principal: la capacidad de que la imagen, ciertas imágenes, atesoren no solo el tiempo de su presentabilidad sino el de su pasado y su futuro, el de su actualidad y su virtualidad.

                                            “No estoy muerto pues mi vida no ha desfilado ante mis ojos”
                                                                           Sauve qui peut (la vie) (Jean Luc Godard)

 

      Tiempo presente y tiempo pasado
      Están ambos quizá presentes en el tiempo futuro,
      Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
      Si todo tiempo es eternamente presente
      Todo tiempo es irredimible.
      Lo que podía haber sido es una abstracción
      Y permanece como posibilidad perpetua
      Sólo en un mundo de especulación.
      Lo que podía haber sido y lo que ha sido
      Apuntan a un fin, que es siempre presente.


Así empieza una de las obras cumbres de la poética del siglo XX, el primero de los Cuatro Cuartetos que T. S. Eliot escribiera entre 1936 y 1942. Su temática remite al gran tema, al único y gran tema: el paso, irremediable, del tiempo. Todo lo que somos, seremos y, sobre todo, aquello que no hemos llegado a ser. ¿Dónde van todos esos instantes proteicos, habitados por una potencialidad eufórica pero que, por una u otra razón, no germinaron? Es decir: ¿a dónde va el tiempo perdido?
Exorcizar lo fantasmático de estos no-acontecimientos, digerir el tiempo olvidado y, sobre todo, condensar y hacer presente ese otro tiempo que, esta vez, ha devenido actual: esa es la función del arte, de la filosofía y de la religión. Pero, sobre todo, del arte. Porque el arte trata de condensar tiempo en ciertas imágenes, imágenes que se salvarán de la quema del olvido y quedarán como tótems de una memoria comunal, heredada de generación y generación, de donde cada una de las civilizaciones logrará sacar (el) tiempo para abrir el futuro. Así las cosas bien puede decirse que lo que define a una civilización es la forma que tiene de experimentar el tiempo y de representarlo, de construir imágenes con la capacidad de atesorar tiempo sin que se pierda.
Y, siendo esto es así, lo nuestro, lo de nuestra civilización, no tiene nombre. Y es que lo nuestro, más que crear imágenes con una gran capacidad de atesorar tiempo, es experimentar la nada del tiempo: el instante, el puro instante. Así, nuestras imágenes han llegado a ser meros dispositivos donde el tiempo implosiona en un puro diferir de la diferencia, en un diluirse, en un vaciarse de tiempo para ser pura inmanencia sin profundidad alguna.
El aura, decía Benjamin, esa condensación de tiempo como lejanía que es el aparecer propio de la obra de arte es, precisamente, y en la época de la reproducibilidad técnica, lo que queda dañado. Así, nuestras imágenes son meros repetidores de instantes donde el tiempo, más que agarrarse a sus paredes, se deshilvana en una secuencia infinita de instantes donde ninguno es más preciado que el anterior. Es ahora que el poder de la mercancía-imagen refulge con el destello aurático capaz de traer para sí todo el caudal mnemotécnico del instante-ahora.

El actor protagonista ante el retablo de sus edades.

Hasta aquí, diría yo, una breve introducción para darle vueltas al asunto de la película que nos ocupa: Boyhood, momentos de una vida. Porque lo siguiente a lo que tendríamos que hacer referencia es al hecho de que, parejo a este diluir de la profundidad temporal atesorada en la obra de arte, la producción artística ha ido conquistando ámbitos e instancias cada vez más amplias hasta hacer del mundo un gran mundo-imagen, una vacuidad escópica donde, sin duda, la vida participa como la que más del festival que supone un tiempo siempre echado a perder, que toma asidero únicamente en la descompresión que media entre el fulgor de un instante y el siguiente.
Y es en esa confabulación del arte con la vida donde el cine ha emergido como la disciplina artística más capaz de representar la temporalidad propia de nuestra época. El cine, de divertimento de barraca de feria a dispositivo que logra la  presentación más directa del tiempo moderno: filmar lo que está antes y lo que esta después pero, sobre todo, lo que está entre, recosido a las costuras de cada instante, lo que se oculta para que la imagen tome presencia y se haga actual; el momento en el que el tiempo-instante se precipita y se hace cero.
Pero… el que sea el arte más capacitado para representar el tiempo no significa que lo consiga. Porque en la misma palabra “representar” está la trampa de todo el asunto. El cine participa de, como dice Rancière, una fábula contrariada: porque aun capacitado para dar cuenta de ese tiempo implosionado en la imagen actual, el cine no deja de referirse a su capacidad de contar historias, de presentar un tiempo como linealidad, como mero soporte para el acontecer de hechos. Siguiendo la separación de regímenes del filósofo francés, el cine goza de una doble pertenencia: al régimen representacional en cuanto reproductor mimético de historias, y al régimen estético en cuanto que en su presentar la imagen como tiempo es capaz de referir cada acontecimiento a su interioridad como anudamiento de varias temporalidades.

La vida es diferente a los libros, pero sobre todo al cine.

Así, el cine siempre escapa a su concepto, a sus posibilidades, de modo que el cine nunca es lo que pretende ser: una presentabilidad absoluta de la vida. El cine entonces se asienta en una paradoja que lo prescribe como “distancia”, como contradicción donde reposa el estatuto dialéctico de la imagen cinematográfica: el cine, –por una parte– entre la imagen como presencia sensible e inmediata, imponiéndose a sí misma, experiencia histórica y subjetiva, y el cine –por otra parte– como universo propio de representación narrativa. En definitiva: es solo traicionándose a sí mismo como existe el cine.
Y es también entre ambos polos que la historia del cine propone sus hitos fundacionales: del cine como sistema anti-representativo (Vertov) a una concepción representativa de la imagen (Hitchcock) y, de ahí, a su régimen estético (Godard). Y es en ese mismo intervalo, pero con un encomio mucho menos rutilante con el que Richard Linklater (Houston, 1960) ha realizado su obra definitiva, y dice que última: Boyhood (momentos de una vida).
La película no dejaría de ser una más de las miles que nos muestran la imposibilidad de apoderarnos de nuestras propias vidas (sensación más fácil de experimentar, como aquí sucede, en la adolescencia) si no fuese por el experimento sobre el que está filmada: y es que ese paso del tiempo sobre el que la vida de los protagonistas discurre no es un efecto trucado del cine que aparece en la pantalla merced al montaje sino que es un paso del tiempo “real”. Es decir: el tiempo, entre secuencia y secuencia, realmente pasó. El tiempo de rodaje entonces, para dar cuenta de un muchacho desde los 6 a los 18 años, fueron realmente los doce años que van de una edad a la otra.
La película está en la misma onda que la trilogía del mismo director formada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, donde se nos presenta a una misma pareja pero en tres momentos diferentes de su relación. También se la ha relacionado con las películas de François Truffaut que giran en torno al personaje de Antoine Doinel. Pero, obviamente, y por mucho que se quiera engolar la supuesta proeza, y estableciendo los parámetros de la reflexión tal y como hemos hecho, este ejercicio de anti-ficción se nos antoja como totalmente inútil e innecesario. Y, por si fuera poco, por dos razones. 


La primera es que a través de esta estrategia el cine se descubre como igualmente incapaz de tomarle el pulso de tú a tú a la realidad. Porque el cine, aunque se nos quiera hacer pensar que sí, no registra de forma pasiva la vida. Así las cosas, la estrategia del director nos enseña algo que todo aficionado al cine sabe: que la vida no es –directamente- eso que pasa delante de la pantalla. Incluso el cinéma verité de Vertov está mediado por la pasividad absoluta del ojo-máquina.
La segunda razón es que las propias mecánicas del cine nos puede ofrecer este “paso del tiempo” sin merma alguna para su dignidad como artificio artístico. Si algo es el montaje es precisamente eso: la ficción de que el tiempo pasa según diferentes temporalidades. Es en este sentido que Tarkovsky habla de “la presión del tiempo en el plano”. Y es que para el genio ruso el tiempo era la materia prima con la que esculpir la historia, y ni por asomo se le ocurriría esta boutade de remitir el tiempo a su realidad extraestética.
Ambas razones remiten a un malentendido del propio Linklater: el querer indagar en el propio intervalo desde el que opera el cine y al que nos hemos referido como su constante traición. Y es que Linklater quiere hacer cine experimental cuando no hace sino narrar una historia lineal, y, por el contrario, quiere contarnos una historia haciéndonos permutar sobre un trompo cuasi filosófico. Es decir, si como dice Rancière, el cine “existe a través de un juego de intervalos e impropiedades”, el director amputa de raíz uno de los intervalos ficcionales desde lo que se modula lo paradójico del cine. Así, la coda final para esta película solo puede ser una: no hacía falta.
Aun así, el único punto de celebración para con esta película es que, basándose en esta confusión, el director intenta tomarle el pulso al ser propio del cine y no “malaprovechar” la ocasión para ofrecernos, como quien dice, una historia cualquiera. Es decir, el director sabe que su intento va en la dirección de mostrarnos qué es el cine, lo tiene claro y –quizá– lo logra aunque sea en su vertiente negativa. Es decir, el señor Linklater, aún en el ejercicio inútil que lleva a cabo, sabe que el experimento va en la dirección de desvelar los postulados del cine y no en quedarse en un mero adorno circense. Para que nos entendamos: no hacía falta, pero dado que el director remite el ejercicio al núcleo duro del arte del cine, algo se saca en limpio. 
Así las cosas, el experimento en cuestión va orientado a reflexionar cómo y de qué manera se asocian y se bifurcan el cine y la vida, la vida y el cine; cómo y de qué manera cada uno, al mismo tiempo, no llega a tocar al otro y, sin embargo, le sobrepasa. 

Deleuze a punto de traspasar el espejo...y el sentido

Porque si por una parte ya hemos dicho que el cine es siempre menos que la vida en el sentido de que, aún en la pasividad absoluta del ojo-máquina, todo está ya filtrado por la tecnología de un ojo que registra superficies y bloques de tiempos pero que es incapaz de ser permeable a las vibraciones propias de la vida (de ahí que necesite valerse de una trama narrativa para ser sacudido por una profundidad temporal), por otra parte el cine es siempre más que al vida. Y es que el cine, aunque se haga trampas con él, aunque se le adscriban posicionamientos inútiles, siempre muestra una única verdad: que, él sí, puede mostrar la imagen absoluta, la imagen-cristal de Deleuze, ahí donde lo actual y lo virtual son idénticos, ahí donde el instante-presente condensa la esponjosidad de todo el pasado y la incertidumbre de todo el futuro. El cine, y no la vida, sí puede presentar esa temporalidad-toda, esa promesa de omnipotencia, de poder volver a contar de otro modo todas las historias.
La clave para referir este desfase estaría en la penúltima y última escena. En la penúltima escena, la madre, después de todos los afanes de la vida, después de todas las idas y las venidas, se siente desesperar porque pensaba habría algo más: habría el instante en el que todos los pasados no se pierdan, donde todas las vidas no-vividas aparezcan en la superficie, donde todas las pérdidas fuesen restituidas. Ese instante, lo sabemos, no existe en la vida: la vida, sus acontecimientos, adolecen de faltarle esa mitad nunca actualizada. 
La última escena...o la imagen-cristal

Y justo después de esta escena, después de que nos dejen claro que la película trata de llegar justo ahí donde la vida fracasa, la última escena señala el lugar donde la verdad del cine aparece: no como captación directa –y verdadera– de la vida, sino como imagen donde actual y virtual converjan, el instante donde todo el pasado y todo el futuro de una vida intersecan. Esa imagen es, como ya hemos indicado, la imagen-cristal: la unidad indisoluble de una imagen actual y ‘su’ imagen virtual, la intersección del presente actual con su ya-no o su todavía-no, la virtualidad de su futuro pero, también, la de su pasado.
Es ahí por tanto, en la última escena, cuando el protagonista va con los nuevos compañeros al monte, después de haberse tomado una “pastillita”, que logra verlo todo: donde todos los recuerdos puros, hayan o no sido actualizados, acceden al mismo tiempo a la conciencia, ahí donde percepción y recuerdo es solo uno, ahí donde todos los momentos de su vida –los pasados y los futuros- se salvan y son guardados, en un instante que es idéntico al siguiente, y al siguiente, y al siguiente… 

Marienband o la memoria involuntaria

Es esa última escena muy parecida al final de Ciudadano Kane, cuando se desvela el secreto: rosebund; y es también lo que también sucede con todo el hotel de Marienband en El año pasado en Marienband. Ambos, el trineo y el hotel, son objetos que han atesorado y guardado todo el tiempo –pasado y futuro, actual y virtual- y que el cine, en ese esculpir en el tiempo en el que se basa, es capaz de hacer aparecer en toda su profunda temporalidad.
Todo entonces en la película de Linklater, sobre todo ese truco que se saca de la manga, va en la honda de subrayar esa última secuencia, de hacerla referir a una temporalidad absoluta. Y es ahí donde descansa su no saber que se trae entre manos. Porque es precisamente esa capacidad de la imagen lo que el cine, el buen cine, logra sin recursos extra de ningún tipo.
            El hombre, con tanto Después de…, veía que no lograba coger a la vida, que ésta se le escapaba siempre entre los dedos y que, si no hacer un documental, sí que podría estirar un poco más la semejanza del cine con la vida para tomarle mejor el pulso a ambos. El resultado es una película muy buena salvo donde se piensa que descansa toda su bondad.

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