IAN WAELDER: AFTER A HIPPIE JUMP
GALERÍA LOUIS21: 11/09/14-11/11/14
Una de las razones, puede que incluso la principal, por las que la función del arte se ha transformado en los últimos siglos ha sido la manifiesta imposibilidad del sujeto moderno de hallar pie en la fugacidad del tiempo propio de las diferentes modernidades que nos ha tocado vivir. El tiempo, pleno y total de la antigüedad, ha ido sufriendo un agujereamiento esponjoso de tal calado que, actualmente, toda experiencia no es sino el rescoldo humeante de un evidente no poder ya vivir nada de forma plena.
Y es que toda forma de vivencia o es un simple plegarse a los dictados de un mundo-imagen saturado o es, por el contario, el intento impotente y frustrado de atravesar la fantasía con la que modulamos nuestra propia realidad. Sea como fuere, la ajenidad temporal y, por ende, el exilio vital, es nuestro hábitat más común. Ser sujeto, por tanto, no es sino ser un recosido de instantes alrededor de un tiempo-pleno que resta como una nada.
No es casual entonces que Baudelaire, padre sin duda de la modernidad estética, entendiese el instante como el rasgo principal de la modernidad: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Pero si para el poeta francés todo dependía de una melancolía por “aquella que pasa”, por una belleza que apenas se roza ya ha desaparecido, si Adorno ve en ese gesto el trasunto aún romántico de una desesperación que solo cabe comprenderla como de negativa, hoy en día estamos al cabo de la calle de que ya no podemos siquiera depender de tales poses que tratan de crear el sortilegio contra el desarraigo de la inmediatez. Hoy está más que claro que el tiempo del dandi o del esteta ha pasado a mejor vida.
Dicho de otra manera: ahora ni siquiera ese tiempo-mínimo es original. Todo instante, por mínimo que sea, no es sino un trasunto –impostasiado ideológicamente– de otra gran narración que, precisamente, necesita purgar antes que nada esos tiempos intersticiales donde aún pudiera habitar un mínimo atisbo de resistencia. Es por ello que el sistema no ha continuado en su labor de derribo de la realidad sino que ha preferido centrarse en los instante que sirven de pegamento, de sutura, ahí donde lo evanescente, lo fugitivo, lo discontinuo –es decir, lo estético baudelairiano– atesoran aún el potencial de subvertir el poder del signo-mercancía.
Toda esta introducción para acentuar el símil sobre el que queremos construir este texto con ocasión de la exposición de Ian Waelder (Madrid, 1993) en la galería Louise21 de Madrid. Y es que si el recurso al instante en Baudelaire está totalmente incardinado dentro de una nueva praxis vital que solo puede ser entendida desde las nuevas prefiguraciones postrománticas de la ciudad, el sujeto y su historia, la estética del fracaso de Waelder también remite a la emergencia de un sujeto insertado en la gran ciudad y construido sobre la necesidad vital de sortear el poder despótico e inmisericorde que se nos ofrece como tegumento de nuestras pseudo experiencias.
Ambos, tanto Waelder como Baudelarie, vinculan su práctica estética con el paseo por la ciudad, con las posibilidades de ser ciudadano en la panosfera consensuada de la gran ciudad. Pero si el francés paseaba, el madrileño usa el patinete; y si el poeta nostálgico se duele de la belleza compulsiva que no puede atrapar ni siquiera contemplar más que un instante, nuestro artista goza esa misma insatisfacción elevándola a única praxis capaz de subvertir el régimen de lo esperable. Es decir, si el París de mediados de siglo XIX todavía atesoraba la posibilidad de experiencias emancipatorias, las ciudades de nuestra tardomodernidad no son sino enclaves disciplinarios, fanegales donde no puede tenerse ninguna otra experiencia que no sea la de la desolación y el exilio.
Concretando: Waelder toma la práctica del skate y uno de sus ejercicios para simular nuestro devaneo diario insertándolo dentro de una estrategia de resistencia disensual con la red de posibilidades dadas como válidas por el constructo social. Un hippie jump (de donde toma el título de la exposición) consiste en saltar un obstáculo mientras que el monopatín prosigue debajo de él para conseguir aterrizar con los pies sobre la tabla y continuar el camino. Pero no se trata sólo de comenzar, sino de ir subiendo el listón reconociendo las huellas dejadas por las experiencias anteriores. Total, un ejercicio donde la caída, el levantarse y volver a intentarlo es destino nada utópico.
El artista nos ofrece, como metáfora perfecta del gesto de resistencia, la documentación de sus experiencias, la colección de sus fracasos. Es así que Waelder señala que la experiencia contemporánea solo puede ser la del fracaso: es solo en la repetición compulsiva y en el intentarlo de nuevo donde se atisba esa negatividad adorniana, donde puede rastrearse la melancolía del dandi, la pose cínica del esteta. Y es que, repetimos, la dialéctica invertida de la ideología actual (la ley del hiperespectáculo mediático) solo permite como distensión en el régimen de lo posible la experiencia del fracaso.
En definitiva, este jovencísimo artista nos enseña que caerse es necesario no solo para aprender sino para resistir, para tratar de mejorar constantemente a través del ensayo y el error y, sobre todo, lejos de los cauces administrativos que distribuyen ese “saber” tan ideológico yu sesgado que es la institucionalización de una competencia.
Porque lo que se descubre debajo de esta performatividad del fracaso es la adquisición disensual de una capacidad que no entra dentro de los cánones bienpensantes del sistema-mundo: aprender a caer, a levantarse, justo eso que, por muchos manuales de autoayuda que leamos, nadie nos enseña jamás. Quizá porque es lo que el sistema necesita: sujetos que sepan de todo menos de aquella herramienta de la que penda su propia sujeción.
Así pues, el tubo de cartón que “preside” la galería no es sino el monumento a la posibilidad que anida en todo acontecimiento pero que se nos niega repetidas veces: la posibilidad de que suceda lo imposible y que, en el estado de la cuestión actual, solo logra representación estética por la vía del fracaso. Waelder, nieto de Bartleby, sabe demasiado bien que toda rebeldía solo descansa en la in-capacitación, en el no-saber, en la fractura yoica entre lo que soy y lo que se espera de mí, de mis competencias, de mis saberes, del puesto al que estoy destinado como sujeto ideológico.
Después de todo lo dicho solo podemos concluir con una cita de Baudelaire: “el gran artista será pues el que una a la condición de la ingenuidad, el mayor romanticismo posible”. Ese pude que sea el propio Waelder: romántico e ingenuo a la vez, nos propone la metáfora perfecta de nuestra atribulada vida: intentarlo para fallar, para, como Beckett, fallar de nuevo, fallar mejor. ¿Cabe mayor romanticismo, mayor ingenuidad?
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