LÚA CODERCH: LA VIDA EN LOS BOSQUES
GALERÍA BACELOS:
28/11/15-09/01/16
Esta crítica, este
texto que me dispongo a empezar, solo puede ser un intento de narración, un
narrar que quizá diga lo callado y silenciado en cada una de las películas aquí
mostradas, que señale como las imágenes se encadenan unas a otras no tanto en
relación a lo que el texto dice sino a lo que simplemente muestran. Pero eso,
como poco, es imposible. ¿Cómo decir lo que sirve para recortar el espacio de
la realidad si ya el simple nombrar lo convierte en sustrato real, en arcilla de
la que están hechas nuestras realidades? Toda narración simula un empezar que
es puro simulacro ya que no es más que un seguir la pista a lo ya dicho o,
quizá, a lo que está por decirse. Para ser novedosos, para desvelar el misterio
de lo no-dicho, deberíamos situarnos entre ambas series, entre el pasado y el
futuro, entre lo ya-dicho y lo aún-por-decir. Quizá eso sea ser contemporáneo:
habitar un tiempo igual pero diferente, un presente donde cabe el pasado y
futuro. Quizá nuestro mayor contemporáneo sea ese pasajero venido del futuro en
La
Jetée y que está presente en esta exposición de múltiples maneras.
Pero, ¿cómo situarse
a la distancia precisa donde lo dicho y lo por decir se anuden a la perfección?
No se puede: semejante pasajero del tiempo no
existe. Y es que no es tanto que se fracase en su intento sino que solo al
intentarlo la secuencia del pasado y del presente se bifurcan en dos series
divergentes. Lo curioso –o lo paradójico o lo trágico– es que no podemos dejar
de intentarlo. Todo, en definitiva, empieza por una narración pero la narración
no es nunca ningún origen ni ningún final: es simplemente el camino que tenemos
para comprendernos en nuestra extemporánea contemporaneidad.
Y de eso trata el
arte de Lúa Coderch: de mostrarnos
como la presencia de todos nuestros días no está hecha sino de remiendos de
vacío y soledad, de una temporalidad que nunca es la nuestra, de mostrarnos
cómo vivimos siempre de prestado. ¿Acercarnos? Sí, todo lo que queramos: y es
que el fuego está, siempre, en otra parte. O un poquito más allá o un paso más
acá. Siempre el pasado y el futuro tomándonos el pelo y haciéndonos creer que
están perfectamente engarzados en un presente absoluto.
El instante memorable
–instante del que habla la artista en otra película (Arkadi. Guía para los perplejos) no presente en esta exposición
pero que atraviesa toda su obra– no existe: es un cruce de caminos entre el
pasado y el futuro sin emplazamiento alguno, un efecto de la propia búsqueda de
sentido construido según una alquimia donde entra en juego el secreto y el
deseo, la memoria y la sospecha.
De este modo, si algo
nos dice el trabajo de esta artista es que la realidad está poco menos que
agujereada, que el sentido está siempre a la espera de ser construido. Y quien
dice el sentido dice un refugio, una ciudad, una sociedad. Corrigiendo a Kafka, si hay esperanza –y de hecho la
hay– está solo puede ser para nosotros: solo hemos de atrevernos a habitar en
los remiendos de la realidad y construirla.
Una construcción que
es una tarea que es una vida que es una narración: aquí, más que Descartes y el sesgo idealista de todo la
filosofía a la hora de crear la realidad con el pensamiento (un pensar que
confunde la cosa pensada con el pensamiento) cabe referirnos a la fenomenología
hermenéutica de Ricoeur donde la realidad
es desde el principio un dato objetivo atravesado de una subjetividad que lo
interpreta a través de un texto: “la comprensión de sí es una interpretación;
la interpretación de sí, a su vez, encuentra en el relato (...) una mediación
privilegiada”.
Dicho con mayor
profundidad: si la hermenéutica en cuanto que interpretación y comprensión ha
de ser, por una parte, ontológica (Gadamer,
Heidegger) por otra parte ha de
quedar circunscrito a un poso de objetividad donde la subjetividad del ser-ahí
pueda afianzarse. Y es en el texto donde Ricoeur
encuentra la tabla de salvación perfecta ya que le permite tomar distancia
respecto de una hermenéutica romántica (Schleimacher)
que se sitúa en la mente del autor y de una hermenéutica ontológica que
privilegia la intención del lector. No es, así, ni una cosa ni la otra sino una
conjunción de ambas: no se trata de interpretar un texto –ni como autor ni como
lector– sino de la comprensión de sí delante del texto.
Ser sujeto –sujeto
capaz de comprenderse a sí– es un ejercicio hermenéutico que no puede quedar al
socaire de una existencia donde yo mismo encuentro no sé sabe de dónde una
vocación a la que responder sino que ha de encontrar un basamento, una mediación
por la que nos comprendemos a nosotros mismos: el texto, la narración, la serie
de relatos que dan cuenta de un nosotros colectivo donde quedamos emplazados.
En suma, la interpretación es una tarea, una producción colectiva.
Es por esto que los
refugios construidos tienen poco que ver con el Ereignis heideggeriano, con ese emplazamiento donde el ser acontece
como espera de sí mismo: los refugios –como las cartas– son la excusa para
entrar en comunicación, para empezar –o mejor dicho, para continuar– con la
narración. Son, como dice una carta escrita desde un refugio, una “excusa para
pensar en el tiempo y en la técnica, en las tecnologías de inscripción, en los
modos que tenemos de habitar el mundo y orientarnos en él”. Pero tampoco es eso
cierto del todo: de lo que se trata es de “producir un lugar donde
encontrarnos”.
El acontecimiento no
es la espera de ese ser que se resiste a venir –en tanto que su venida es un
constante diferimiento– sino que es una construcción, una tarea, un quehacer,
un ponerse a la labor conjunta unos con otros, interpretando un texto que no
está fuera ni dentro de mí sino a esa distancia infinitesimalmente lejana donde
pasado, presente y futuro quedan engarzados en una narración que avanza según
la construimos. Lo importante, en definitiva, no es el refugio en sí mismo sino
la posibilidad que me da de ponerme en comunicación con el otro, de enviarle
una carta.
Más aún: ese
quehacer, esa interpretación como labor, depende de que el envío de cartas no
se detenga, de que siempre exista una carta que no haya llegado aún a su
destino. Y es que, mientras estamos en envío, la narración está hilvanándose,
construyéndose. Que toda carta llegue a su destino o que, en su defecto, no
haya más cartas que enviar significa que la narración está completa, que no
cabe ya nada más que decir. O lo que es lo mismo: que nuestra interpretación de
sí ha acabado: que estamos muertos. ¿Será aquí donde Ricoeur estaría más cerca de Derrida
y de paso también con Lacan? No hay
interpretación sin narración, no hay deconstrucción sin un sentido siempre
diferido.
Ejemplificación perfecta de esto que decimos
es una de las exposiciones de Coderch
más singulares, la que tuvo lugar el año pasado en Barcelona en el Espai 13 titulada La montaña mágica: una exposición que no queda cerrada en círculo
–como una carta que no encuentra destinatario– más que al final de los 72 días
que duró la muestra. Pero no porque sea un simple work in progress sino porque cada día se sumaba una obra cerrada en
sí misma pero con la capacidad de repercutir en ese todo difuso que es –que era–
la exposición. Una exposición, en suma, como una narración sin fin: en parte
vacía en parte llena, en parte acabada en parte solo iniciada.
Y, para acabar este
intento de continuar la narración, de desear que me llegue –a mi también–
alguna carta, un dato: es en una de las películas, en Night in a Remote Cabin Lit by a
Kerosene Lamp (2015) donde aparece brevemente, en un recorrido visual
donde todo es naturaleza, un pájaro artificial. La sorpresa no puede quedar
referida a mero accidente sino que nos remite a esa obra suya de la anterior
exposición en la galería Bacelos
donde la artista ralentizaba el trino de un pájaro, lo imitaba y después lo
ponía en sincronía con la velocidad de canto del pájaro original. Y es que
quizá ese sea el tema único de esta gran artista que es Lúa Coderch que siempre existe un desfase, un diferencia entre ese
original que somos –¿o que seremos?– y el accidente artificial y defectuoso que
como mucho llegamos a ser.
¿Por qué existe
siempre una brecha entre el canto de la naturaleza y la imitación?, ¿por qué
existe una diferencia entre mi vida y la narración que de ella hago?, ¿por qué
el presente no me anticipa como debiera el futuro?, ¿por qué el presente no me
garantiza la memoria del pasado?
Estamos, sí, a la
intemperie y lo único que nos queda es seguir narrando nuestros acontecimientos
mínimos –entre ellos cómo nos guarecemos del frío en una naturaleza que no nos
quiere–, enviar nuestros desvelos a algún otro. Y es que la clave está en el otro:
de ser mero autor –¿autor de cartas?– corro el riego de confundir mi vida con
su pensamiento; de ser mero lector –¿lector de cartas?– corro el riesgo de hacer
de mi interpretación sesgada una vocación tan ineludible como falsa.
Así las cosas el arte
no es sino el lugar donde artista y espectador quedan emplazados a intercambiarse
sus cartas para así, tanto uno como otro, continuar con una narración donde
puedan seguir interpretándose, interpretándose cada sí mismo como un otro. El arte
es ahí donde la narración trata de dar cuenta de la pregunta más íntima de cada
sí mismo: ¿por qué necesito del otro?, ¿por qué no puedo habitar sin más en el
bosque?, ¿por qué he de estar constantemente construyéndome?, ¿por qué nunca
llego a ese yo mismo original que alguien me prometió?
Crítica de su anterior exposición en la galería Bacelos:
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