martes, 23 de febrero de 2016

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ARCO?


Para los que hemos dejado de creer en el arte, ARCO es, sin lugar a dudas, una cita imprescindible. Y no, no me estoy refiriendo a la manoseada teoría de la mercadotecnia o a contarme entre aquellos que entienden el arte como un lugar impoluto y éticamente irreprochable. Quiero decir: si es imprescindible no es para salir ufano dándonos la razón –una razón infantil e inocente- y comprobar cómo el arte no es otra cosa que un mercadeo con clase.
Si hay un actor secundario que sobra en la escena artística es el cansino, el pobre diablo que aun sueña día y noche con ver la Verdad del arte llamando a su puerta.
Por el contrario, si es imprescindible es porque es ahí, ofreciendo su verdadera cara sin disimulo alguno, donde el arte, contra todo pronóstico, tiene la libertad de decir quién es y a qué está esperando. Boris Groys, que de esto sabe un rato, sostiene sin que le tiemblen las canillas que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”. Y si hay un régimen de exhibición donde arte y dinero estén más hermanados, esa es la feria de arte.
Y es que lo fundamental es comprender que en el momento actual del desarrollo histórico del arte, conviven en perfecta compañía dos momentos: uno, aquel donde la obra de arte es pensada y realizada aun como objeto, bajo el amparo de unas condiciones bien definidas pero que, para el arte, no conlleva ya interés alguno; y dos, ese otro momento donde la obra es comprendida como una detonación a la espera y el acto artístico como terrorismo mediático. Y si la feria de arte, insistimos, es interesantísima es porque actualmente ambos momentos, como decimos, se superponen: una obra de arte –de buen arte, aclaramos- es ella y su contrario, es una mercancía a la espera de comprador pero también es –debería de ser- un dispositivo de reverberación mediática, un artefacto dialéctico que habla callando y estando a la espera del momento más propicio para revelar su secreto.


¿Recuerdan el vaso medio lleno –o medio vacío- de Wilfredo Prieto?, ¿recuerdan las “informaciones” nihilistas de cada telediario?, ¿recuerdan el periodismo de salón que se practica con esmerada enjundia?, ¿recuerdan las listas que se hacen? Ahí es donde al arte habla: habla para poder expresar cómo el arte, el verdadero arte, nunca da lo de él se espera. Sí, ciertamente merodea como ámbito de producción objetual pero sabe que si se decanta por esa forma es para poder aluna vez decir la verdad, su verdad, la verdad que ninguna otra forma puede llegar a decir. Es decir: su secreto.
En El tercer umbral José Luis Brea señalaba que “la función de la institución-Arte como coleccionista, y en función de ella garante de patrimonialización pública de la mercancía artística, tenderán entonces a desaparecer, tan pronto como las prácticas artísticas abandonen la producción de objetos como instancias de mediación irrevocablemente necesarias para la circulación pública de las ideas y los afectos”. Obviamente, pensamos, que ese momento de desaparición del objeto-arte es un ideal que funciona como polo dialéctico en el desarrollo histórico del arte; pero no es menos cierto que para que opere con solvencia, para que el arte al menos esté a la altura de lo que es su destino, debe de cómo mínimo proponer intentos de disyunción respecto a sus metas más inmediatas en cuanto a simple objeto contemplativo.
En definitiva, si la feria de arte es interesante es porque ahí, entre sus cuatro paredes, el arte escenifica la inadecuación que se da entre su práctica y su destino. Lo que hay que comprender es que tal inadecuación no es algo a lamentar sino un momento efectivo más –y sin duda de los más interesantes– de este ámbito privilegiado llamado arte. La cuestión en definitiva no es seguir creyendo en un arte objetual, como producción de imágenes y de sentidos que, con la llegada de los medios de reproductibilidad cibernética, no tiene futuro ni interés alguno, pero tampoco rasgarse las vestiduras y bramar por lo que un día fue y ahora merodea como mera publicidad y comercio.


La cuestión fundamental es que toda práctica estética está llamada a descentrar el nudo de expectativas sobre las que el arte se construye seguro de sí mismo, sobre las que el espectador queda siempre encantado de haberse conocido. Para ello el arte, actualmente, opera desde un disfraz, el cual le permite pasar inadvertido cómo objeto pero que espera el momento de decir sus cuatro verdades.      
Concluyendo, y de nuevo con Brea: “en las sociedades del siglo XXI, el arte no se expondrá. Se producirá y distribuirá, se difundirá”. Aunque el arte no lo sepa, aunque las ferias de arte no lo sepan, están ayudando a que este cambio se produzca, a que el arte remonte el tiempo perdido y sea fiel a su destino. Y es que sin las ferias de arte la dialéctica que como motor hace avanzar al arte quedaría gripada en una institucionalización burda donde el silencio sería atronador.
Así pues celebremos cómo hay que hacerlo esta edición de ARCO y esperemos a que el arte rumie su destino: una chorrada que se hará viral, la indignación por un precio, la enésima versión de la crisis que asola al sector, etc. El arte está simplemente ahí, dialogando consigo mismo mientras nos permite creer que nos dirige la palabra.

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