“A
veces oyes hablar del glamour de las giras (…) pero eso lo dejas atrás muy
rápido. En muchos aspectos no es tan distinto de levantarse para ir a trabajar
todas las mañanas. De todas formas, o eres un músico o no lo eres. Eso no se me
ocurrió hasta que hicimos esos conciertos con los Grateful Dead. Si solo sales
cada tres años más o menos, como lo hice yo durante un tiempo, pierdes el
contacto. Si vas a ser un intérprete,
tienes que hacerlo con todas tus fuerzas”.
Dylan a Robert Hilburn
de The Angeles Times, al acabar un concierto en 1991.
Antes de que Dylan ganase el Nobel o el Óscar, antes de que fuese reconocido con
Legiones de Honor, Príncipes de Asturias u Honoris Causa, antes incluso de que
diese comienzo su Never Ending Tour o que crease la joya Time Out of Mind, Dylan
llegó, al menos por una noche, a no ser nada. Seguro que entra dentro del mito,
pero dicen que viendo lo que Grateful
Dead le tenía preparado para los ensayos previos a la minigira del 87, Dylan salió despavorido refugiándose en
un local de jazz de San Rafael, California, donde un triste cantante de jazz
cantaba sus tristes canciones.
Todo
parece que empezó en el verano del 86, en los backstages de los conciertos de
Estados Unidos con Tom Petty. Allí Jerry García empezó a ser un asiduo,
manteniendo largas conversaciones con Dylan
acerca de música e influencias. Ante la
invitación del líder de los Dead a que se sumase a una gira que iban a hacer al
verano siguiente Dylan debió de
pensar que nada podía ir ya tan mal como para terminar de arruinar su carrera,
lo poco que quedaba ya de futuro para una carrera que había pasado del todo a
rozar la nada. Así pues, aceptó despidiéndose hasta nuevo aviso.
Y ha decir verdad que las cosas iban
calamitosamente mal. Desde el 82 hasta aquel verano del 87 Dylan había estado parado, sin más giras que las seis semanas del
tour del 84 (la primera vez que vino a España) y otra seis en el 86 con Petty
en la gira True Confessions. Y lo
cierto es que esos en total 88 conciertos era lo único que se podía salvar de
discos tan flojos como Empire Burlesque
o Knocked Out Loaded y de bolos tan
aciagos como el del 13 de julio del 85 donde con medio planeta viendo el Live Aid Dylan salió a escena en estado comatoso con Ron Wood y Keith Richards
en estado más comatoso aún. Entre medias, cosas tan aciagas como la película Hearts of fire solo podían hacer
subrayar el declive.
Pero lo cierto es que Dylan andaba buscando alguna conexión,
algo que le hiciese rememorar las razones por las que se había dedicado a cantar
durante tanto tiempo. Pero no las encontraba. Como noqueado, iba de aquí para
allá buscando, como diría su amigo Ginsberg,
una “primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria de
la noche”. En la primavera de aquel año, al tiempo que daba forma al paupérrimo
disco Down in the Groove, Dylan participó en varios bolos y en los
discos de algunos otros como por ejemplo el Rattle
and Hum de U2. Según comentó, en
ellos veía esa conexión con una determinada música, unas mismas raíces. Pero
por mucho que lo intentaba las ocasiones cada vez eran menos y el hundimiento
era tan generalizado que, según el mismo confesó tiempo después, sintió que
“había llegado, en cierta forma, al final del camino. Tenía pensado retirarme”.
Y es ahí cuando sin otro horizonte más
allá que el ir progresivamente desconectándose de todo aquello que le había
encumbrado, desafectándose de todo un enjambre de conexiones musicales y
vitales que habían hecho de él un artista fundamental para entender la segunda
mitad del siglo XX, Dylan recibe la
llamada de García para sumarse a un
par de conciertos de la mítica banda californiana. Y es ahí donde comienza una
extraña jugada maestra del destino para volver a poner a Dylan en la senda de la carretera. Y esta vez para siempre.
Con la idea de ensayar un par de
canciones, Dylan acude a la cita en el
Club Front San Rafael sin mucha mayor perspectiva que el seguir dejándose ir.
Pero, sin embargo, los Dead estaban deseosos de tocar todo el cancionero del de
Minessota. Tanto las más conocidas como las menos, los himnos generacionales y
las que mecían olvidadas en el fondo de cualquier disco. El impacto fue brutal:
Dylan se encontraba tan alejado de
sus propias canciones que no podía enfrentarse a ellas. “Si hubiese sabido esto
al empezar, no hubiese cogido las fechas”, apunta en Chronicles. Así que, después de un primer conato de ensayo, decide
marcharse sin darse muchas explicaciones.
Y es ahí, de acuerdo siempre con el
halo mitológico que recubre la vida y obra de Dylan, que acede a la epifanía definitiva: un cantante canta, un intérprete
interpreta canciones. No hay más. “(El cantante) estaba relajado pero cantaba
con un poder natural. De repente y sin aviso, fue como si el tipo tuviese una
ventana abierta a mi alma. Era como si estuviese diciendo ‘Deberías hacerlo de
esta manera’. De repente, comprendí algo mucho más rápido de lo que nunca antes
lo había hecho” (escribe en sus Chronicles).
Es decir, no hay música más allá de su interpretación y esa fina y delgada
línea que la une con un origen, con un compromiso, con una raíz; se canta, se
interpreta porque hay una poderosa razón para hacerlo, un compromiso con ellas
y contigo mismo, un lugar al que volver y que rememorar, una implicación entre
personas, gestos, historias, lugares y tiempos.
En algunas ruedas de prensa dadas más
tarde el propio Dylan relata lo
sucedido pero sin entrar en demasiados detalles: “En la época de aquella gira
ni siquiera podía cantar mis propias canciones”, para añadir que “tocar con los
Dead me enseñó a mirar el interior de esas canciones que yo cantaba (…). Me costaba
captar su significado, aunque a los Dead no”. Oyendo los conciertos y los ensayos
bien puede decirse que no es del todo cierto o que la menos no es toda la
verdad. Oyendo lo mal que sonaban, lo arrastrado del fraseo dylaniano, las
entradas a destiempo y el dejar yéndose la canción como un globo desinflándose,
no creemos que la razón del resurgir esté sin más en la fuerza entrópica y
ligérsica de los Dead. Pero tampoco es mentira: los Grateful Dead, con su modo
de operar como una gran familia y con unos seguidores fieles hasta el final,
fue la escuela perfecta donde Dylan terminó de aprender todo lo que había
desaprendido. Y de eso, como el propio Dylan ha apuntado varias veces, Jerry García tuvo mucha culpa: “para mí
no fue solo un músico y un amigo; fue en realidad como un hermano mayor que me enseñó y me mostró más que lo que él
mismo llegó a saber”, declaró tras la muerte del carismático líder.
Aunque la gira con los Dead fue un
desastre (“fascinante por las expectativas que plantea y frustrante por la
forma con que sigue perdiendo la marca”, decía la crónica de Rolling Stone con ocasión de la publicación
del disco Dylan & The Dead) a
partir de ahí todo cambió. Terminó en el otoño su gira con Tom Petty and the Heartbreakers y después llamó a su agente para
que le programase una media de doscientos conciertos por año, dando comienzo a
la Never Ending Tour. A partir de ahí
Dylan se reencontró con sus
canciones, siendo ahora capaz de cambiar el setlist de concierto en concierto,
de modificar los arreglos de gira en gira, de sentirse, otra vez, cantante.
Pero la moraleja de esta historia no
puede quedar aquí. La moraleja apunta a aquel que sin llenar estadios, sin ser
famoso ni reconocido, sin ser saludado con los vítores de quien removió
conciencias o cambió la música popular para siempre, lo sabía todo: ese viejo
cantante de jazz que reveló a Dylan
la verdad intrínseca al ser humano y al artista. Que no hay ídolos ni mitos,
que simplemente cada uno debe hacer lo que debe hacer, que el mundo está hecho
de compromisos y fidelidades, para consigo mismo y para demás. Que si se hace
así no hay mucha diferencia entre aquel que coge todas las mañanas un autobús para
ir a trabajar y aquel que coge otro autobús para llegar a la siguiente ciudad y
cantar allí, en un estadio, polideportivo, festival, en las fiestas del condado
o, como ha llegado a hacer Dylan, en la feria de ganado de la comarca. Es una
verdad incómoda –pues nos sigue molando la fascinación del genio– pero es la
única manera. En el cantante de jazz, y
no en Dylan, está la lección: que la vida trata de, hagamos lo que hagamos, “cargar”,
de día en día, de ciudad en ciudad, con nuestra verdad.
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She knows there's no success like failure
ResponderEliminarAnd that failure's no success at all