“soy el que conoce los rincones de la pérdida”
A.A.
ESPECTROS
DE ARTAUD: LENGUAJE Y ARTE EN LOS AÑOS CINCUENTA
MNCARS:
19/09/12-17/12/12
Es cierto que en algún momento al
idealismo se le dio la vuelta como a un calcetín convirtiéndose en
romanticismo. Incluso que las diferencias que pueden verse entre una primera
etapa de éste y una segunda más sombría y oscura es precisamente la conciencia
de ese reverso tenebroso en que parecía haber encallado el pensamiento: la
imposibilidad de desplegar una conciencia autocreadora, la impotencia ante una
grieta que (des)fundamenta al ‘yo’ y ante la cual no se halla forma humana de
sortearla. Los primeros malditos son los que se sitúan en el abismo de la
grieta y, desde allí, se disponen a dinamitar una razón que ya da sus primeros
síntomas de acabamiento.
La razón, desenmascarada como
deficitaria, no vale de anclaje entre lo finito y lo infinito, entre la
libertad y la necesidad, entre la vida y el pensamiento. Un encallaje, un punto
vacío, no ya una mónada sino una nómada: el ser hace aguas por todas partes y,
más que poner parches, de lo que se trata es de coger una buena posición para
contemplar el espectáculo. Claro que el precio a pagar no es poco: la locura o
la genialidad.
Porque, ¿cómo decir la falla?, ¿cómo
decir lo indecible, lo que no tiene nombre? Solo con un gesto de genialidad o
de locura: ahí donde el pensamiento diverge de sí mismo para proponer lo otro,
lo que al pensarse es arrinconado, lo que al decirse es silenciado.
Precisamente Blanchot, al hablar de Artaud, lo dice con meridiana claridad:
“que el pensamiento se encuentre vinculado a esa imposibilidad de pensar qué es
el pensamiento, he ahí la verdad que no se puede descubrir, pues siempre se
desvía y lo obliga a experimentarlo por debajo del punto en que verdaderamente
la experimentaría”.
Un desnivel, un escalón insalvable: no
hay más pensamiento que el de su propia imposibilidad, el de ir siempre a rebufo
de la vida, el de nunca estar a la altura de la necesidad y ansia de infinito
del ser. Pensar es por tanto sufrir, no dar con la palabra exacta a pesar de
que en su impotencia la huella es esa reverberación del pensamiento consigo
mismo: un intento inagotable.
Y la pregunta viene inmediatamente
después: si el decir dice la nada de lo que no tiene nombre, si la huella de
tal decir es siempre una tachadura, ¿porqué no callar?, ¿porqué, si nada tiene
que decir, no dice, en efecto, nada? Es que es una nulidad tan radical que, por
la desmesura que representa, exige la formación de una palabra inicial por
medio de la cual se aparten las palabras que dicen y representan algo.
La experiencia radical del loco o del
genio es enfrentarse a la tara de no poder decirlo todo y, sin embargo, tampoco
tener nada qué decir, tampoco contentarse con “no tener nada que decir”.
Porque, quien nada tiene que decir, ¿cómo se esforzaría en comenzar a hablar y
expresarse? Decir la nada no es no decir nada: es ingeniárselas –en la
genialidad o la locura- para decir precisamente esa nada primigenia.
Siempre entonces decir o escribir,
comenzar a decir o escribir, es lanzarse al abismo, aceptar el riesgo de una
responsabilidad frente a un decir que no existía antes y que se sabe no llegará
a decir esa nada absoluta. Si escribir es siempre el intento de escribir por
última vez es aquí donde puede comprobarse el calado vital de tal aseveración:
escribir es vérselas cara a cara con la nulidad de nuestra existencia que solo
puede remontar el vuelo diciendo esa nada. Llegar a decir la nada es la
(im)posibilidad misma de nuestra existencia, una existencia que tiene en la
experiencia de la escritura para no-decir-nada su más radical prueba.
Derrida confiesa haber sufrido esa misma
experiencia, la de la imposibilidad de decir, siquiera por única vez, esa nada,
ese nada-que-decir: “durante mi adolescencia (qué duro mucho tiempo, hasta los
32 años) empecé a sentir pasión por la escritura, sin escribir; tenía una
sensación de vacío: sé que es necesario que escriba, sé que quiero escribir,
que tengo cosas qué escribir, pero en el fondo, nada tengo qué decir que no se
parezca a algo que ya ha sido dicho”
La experiencia de Artaud es el enfrentarse con ese pensamiento violentado que no se piensa,
una expropiación que es un sufrimiento y de cuyo clamor queda constancia en el
proceso de escritura y para el cual el problema del lenguaje se torna
fundamental. Porque el lenguaje, la perfecta confrontación y relación con la
realidad, impide ver los hechos y la vida, impide acercarnos a la disyunción
donde vida y pensamiento se alejan para siempre. Un lenguaje que de buena cuanta
de la vida no es más que una calumnia, una cochambrosa mentira tufada de miedo.
La escritura de Artaud pretende
ascender, alzar el vuelo y alejarse de los parámetros de la vida encorsetada
donde él se siente una tasa inferior incapaz de tomarle el pulso al pensamiento.
Artaud dice: “trato de devolver al
lenguaje de la palabra su antigua eficacia mágica, su esencial poder de
encantamiento, pues sus misteriosas posibilidades han sido olvidadas”.
La de Artaud es una terrible lucha contra el lenguaje, contra esta razón
miope y cortoplacista incapaz de seguirle el juego a un pensamiento que sufre
de verse cercenado por la conceptología, por la trabazón epistémica que siempre
supone un juego representacional donde la repetición consigue enajenar a una
mitología inicialmente liberada en una mímica ahora ya prohibida, en una
reverberación fónica ahora ya sin importancia. Contra la repetición del dogma,
contra el decir que converge con un mostrar racionalmente dispuesto, la suya,
la de Artaud, es una búsqueda
demoníaca, irracional, una búsqueda por el lenguaje prohibido y original, por
la invención –siempre por primera vez- fundada en sí mismo y capaz de decir lo
imposible.
Artaud
tensa la cuerda de la
sospecha para desvelar una realidad falseada ante la que solo cabe una
experiencia primigenia de la desposesión: una máxima desesperación (“estoy por
debajo de mí mismo, lo sé y sufro por ello”) pareja a una máxima desposesión:
la del lenguaje, la del cuerpo, la de la razón. Una máxima desposesión porque
entiende que su cuerpo ha sido sustituido por convenciones, porque el ser ha
sido recluido en conceptos, en una gramática presa de mecanismos de repetición
y adecuación. Ese impoder, ese ser experimentado como carencia y por el cual Artaud sufre enormemente, es su propio
poder: abrir la herida, mantenerla sangrante, es la única manera de saberse
cercano a la verdadera vida. Es decir, esa pérdida central, esa imposibilidad
del pensamiento, es al mismo tiempo la certidumbre de ser la única expresión
posible de ese pensamiento. Porque, cuando el pensamiento se pierde, ¿cómo
decir la perdida?
La experiencia enferma de Artaud de ver como su pensamiento es
incapaz de fijarse y concentrarse en nada, es experimentada por él como el robo
por parte de otro de lo que serían sus palabras, las cuales, una vez proferidas
siente como le son arrebatas, robadas por ese Otro. La escritura entonces es el
modo que tiene de fijarla, de fijarlas en el cuerpo. Pero ¿cómo inventar un
lenguaje donde sus palabras no sean sustraídas?, ¿cómo decir el robo del Otro
sin que las palabras sean al mismo tiempo también robadas?, ¿cómo decir, de
nuevo, lo que nunca ha sido dicho? Artaud
descubre que no hay más que una salida: crear un lenguaje que no esté fijado
por los regímenes de representación; un lenguaje donde su cuerpo quede inscrito
siempre por primera vez, no sedimentado y zaherido por capas de significantes
expúreos, que le atenazan y le enfrentan a la experiencia de la alienación de
su propio pensamiento.
Para tales fines, la consigna es
volver a un teatro no de la representación, sino que sea capaz de crear mitos y
donde sea la misma vida lo que tenga lugar. Una mímica asignificante, una
prosodia sin discurso, una corporalidad liberada de la traición de la cultura,
un teatro atento a la vibración del eco en la palabra, a ese sentido oculto y
que solo se desvela a través de su aspecto físico y afectivo: es necesario por
tanto que se “vuelva brevemente a las fuentes respiratorias, plásticas, activas
del lenguaje, que se relacionen las palabras con los movimientos físicos que
las han originado, que el aspecto lógico y discursivo de la apalabra
desaparezca ante sus aspecto físico y afectivo, es decir que las palabra sean
oídas como elementos sonoros y no por lo que gramaticalmente quieren expresar”.
El teatro de la crueldad apostaba por
la búsqueda de un lenguaje no original sino originario, no impuesto por ningún
código representacional, un lenguaje no gramatical ni semántico, un teatro de
la no-representación. Porque, más que representar, de lo que se trataría es de
provocar en el espectador un tratamiento emotivo de choque, una libración
emocional respecto del pensamiento lógico y discursivo. Es cruel en un doble
sentido: cruel como el espanto que causa el tedio, la muerte de vida y el
letargo, el espanto ante el mundo petrificado; pero también cruel como síntoma
positivo al tronarse en energía, en actividad. El horror del mundo trabaja como
potenciador, como ejercicio terapéutico para curar la que considera enfermedad
mortal de Occidente: la incapacidad de entrar en contacto con todo lo que no
encuentra palabras para ser nombrado.
No decir ni representar la culpa, sino
revelarla; no decir ni representar el pecado, sino experimentarlo: ética y
estética remiten a un plano único, ahí donde representación y vida convergen,
sin necesidad de conceptualizaciones, sin necesidad de extender el velo de la
razón. Danza, mímica, delirio psicológico, reverberaciones fónicas,
despersonalización, despertar de los automatismos dormidos por la razón
dogmática: retornar al mito, al hogar, ahí donde el lenguaje es uno con el ser.
Si para Brecht el espectador debía tomar distancias, para Artaud se trata de lo contrario, de
eliminarla. En el núcleo de todo su pensamiento está la eliminación de un
espectador como simple contemplador. Todavía quedan unas pocas décadas para que
Débord sentencia con su “sociedad
del espectáculo”, pero lo que Artuad
describe va en la misma onda: si el primero dice que, en el espectáculo, el
espectador “cuanto más contempla, menos es”, el segundo ve la necesidad
inminente de eliminar esa separación de forma radical.
Claro que a donde llegamos por esta
vía es a la paradoja del espectador descrita y ampliada recientemente por Rancière: “no hay teatro sin
espectador”. El arte de Artaud remite
a problemáticas que nos atañen de cerca: ¿cómo convertir la experiencia teatral
en un ritual purificador en el que una comunidad pasa a estar en posesión de sus
propias energías?, ¿cómo establecer nuevas relaciones entre las posiciones de
nuestros cuerpos, nuestros saberes y nuestras competencias?, ¿basta una crítica
convencional a la separación para provocar una ruptura en el tejido de lo
sensible? Es decir, ¿cómo apelar a una verdadera emancipación en estos tiempos
de espectáculo global? Desarrollar estas preguntas nos llevarían a dar buena
cuenta de gran parte de las estrategias del arte contemporáneo; pero basta aquí
con situar a Artaud no como una
enajenación de la propia razón, sino como un teórico que abrió con su locura
vías hasta entonces inexploradas y que hoy en día forman parte de toda práctica
artística verdaderamente disruptiva. Quizá
unas palabras de Peter Brook desvelen
la raíz “infructuosa” del teatro de la crueldad: “Artaud quería del teatro algo que este no podía darle, y cuando
descubrió que no había una forma de expresión que pudiera decir todo lo que él
necesitaba decir, se volvió loco”
Pero queda algo por decir. Ya hemos
aludido pero su importancia hace necesaria un último apunte. Hemos dicho: Artaud busca desesperadamente el afuera
para acceder al núcleo esencial, un retorno al centro del ser pero desde
afuera. Y, ¿cuál es el elemento que, prescindiendo de las palabas, facilitaría
el retorno? El cuerpo. Porque para Artaud
no se trata del yo, de la conciencia, ni de nada parecido, sino de la
materialidad del cuerpo, de la carne, por un lado; y por otro, de las palabras
mismas, también en su corporeidad y su materialidad. Si ya hemos aludido a las
segundas, nos quedaría lo primero: el cuerpo.
Artaud
descubre que bajo el lenguaje se esconde una lógica de construcción del cuerpo:
el cuerpo no es más que el lugar de inscripción, una superficie donde la marca
del significante queda siempre como huella. De ahí que aniquilar el lenguaje
signifique otro modo de cuerpo: un cuerpo que ya no cabe comprenderlo como
superficie orgánica capaz de dar cumplido sentido a los significantes, sino un
cuerpo como fragmentación ante lo real, ante una gramática sin referencias a
ninguna realidad.
Aquí, nuestro autor se desvela como un
prolífico heredero de Nietzsche,
quizá el eslabón perdido entre el impulso vitalista del alemán y los
desarrollos post-estructuralistas en torno al cuerpo. Y es que para Nietzsche el cuerpo no se reduce a un
conjunto de condiciones biológicas ni a un simple catálogo de impulsos, sino
que más bien es a partir de él cómo hay que comprender la lógica de crecimiento
y decadencia de la voluntad de poder: el cuerpo es una ficción, una creación
conceptual simplificadora para designar la fuerza –voluntad de poder- que
inventa, que piensa y que quiere. Cuerpo como efecto de un querer, de un
espasmo creativo llamado Vida. Lo importante –y que marcará tesis como la de Foucault- es que existe una relación
genética entre cuerpo y cultura, ya que el cuerpo evidencia –como superficie
mediática donde ese inscriben todos los signos- todas las interpretaciones de
la realidad engendradas por la actividad de la voluntad de poder que da forma y
constituye a una determinada cultura.
Así, el cuerpo actúa como represión de
algo más oculto que denominamos cuerpo.
Sedimentado bajo una opaca capa de discursos, es imposible decir el cuerpo. El
cuerpo siempre es otra cosa, está en otra parte. Para decir el cuerpo habría
que romper todos los discursos, deconstruir el decir, situarse en ese afuera al
que trata de llegar Artaud. Porque el cuerpo es la ausencia de cuerpo, el
cuerpo solo se escribe a través de la falta. Pero, de nuevo, la locura, ¿cómo
abandonarse al afuera del cuerpo?, ¿cómo pensar el cuerpo de modo no inclusivo,
fuera de los andamiajes que propone el pensamiento de la subjetividad?
La respuesta es clara: enfrentándolo a
lo real, vaciándolo de significaciones e interpretaciones, negándolo a la
pluralidad de discursos que tratan de darle forma, haciendo de él el nicho de la
desposesión.
Así por tanto, un cuerpo que nazca
cada vez por primera vez, un cuerpo libre de las cadenas del discurso, es
siempre un cuerpo renacido, un cuerpo para el que ya no cabe culpa ni deuda
ninguna. ¿Tendrá algo que ver sus experiencias de haber sufrido más de 50
electroshocks? Un cuerpo hecho jirones, un cuerpo capaz de fluir: un cuerpo de
real puro. La mierda, el semen, la sangre: el ser huele a heces: “todo lo que
huela a mierda huele a ser”. El cuerpo que surge ante ese radical de un
lenguaje a-significante es un cuerpo puro y real, un cuerpo sin órganos, como
un catálogo de fragmentos, no adscrito a la totalidad de ningún organismo, sino
implosionado ante el enfrentamiento que supone plantarle cara lo real: “el
cuerpo es el cuerpo, está solo y no necesita órganos, el cuerpo nunca es un
organismo, los organismos son los enemigos del cuerpo”.
Claro que, ante esta experiencia de la
desposesión, se hace imposible decir el cuerpo. Porque decirlo será darle la
razón a alguna forma de discurso, a alguna interpretación que venga en nuestra
ayuda; una interpretación que fije lo decible y lo haga expresable y
comunicable. El cuerpo nunca tiene historia, nunca puede ser fijado. De ahí la
animadversión que a Artaud le
produce la psicología clínica de corte freudiano. “Estoy asqueado del
psicoanálisis, de ese ‘freudismo’ que se las sabe todas”, llega a decir en uno
de sus últimos textos.
Porque el psicoanálisis trata de
reunir lo disperso, curar lo enfermo, reorganizar funcionalmente a un cuerpo que no puede hacer converger sus
grietas. En definitiva, crearse una historia, una coartada cuya interpretación
convenga con una narración significativamente aprovechable por el sujeto. El
esquizoanálisis de Deleuze,
claramente, tomó esta postura de Artaud como fundacional.
Pero entonces, ¿cómo poner diques a lo
fragmentario de una multiplicidad orgánica?, ¿se puede, si no decir, sí al
menos señalar al cuerpo?, ¿escarbar debajo de ese entramado de pliegues y
repliegues llamado cuerpo?, ¿no será ese escarbar una condena sisífica donde
arribar a la nada? Ciertamente que sí. Pero es una condena por la cual podemos
tratar de decir lo aún-no-dicho, decir ese no-tener-nada-que-decir, justo el
instante antes de sumirnos en el más pavoroso de los silencios. Derrida, corrigiendo –o, mejor dicho,
completando- a Wittgenstein, lo dice
con claridad: Aquello de lo que no
se puede hablar, tampoco
se puede callar: hay que escribirlo”. Escribirlo para enfrentarse al afuera
de lo nunca-dicho, para deshilvanar los hilos de lo discursivo y proponer, como
la escritura blanca de Blanchot, una
escritura que en su llevarse a efecto vaya dejando el hueco de su propia
ausencia. Una escritura que deshaga los hilos de su propio poder y deje tan
solo la huella tachada, el emborranamiento de su emplazamiento.
La escritura abre el espacio donde el
cuerpo acontecerá. Lo mismo que el ser en Heidegger
se oculta y solo es desvelado en su ausencia, el cuerpo es la ausencia que
queda después de que, una vez dichos todos los discursos que se apoderan de él,
queda una falla, una ausencia, un impensable. Jorge Fernández Gonzalo –en un libro esclarecedor, “La muerte de Acteón”- lo dice de manera
notable: “el problema del cuerpo representa, en este punto, un problema de
escritura, es decir, un problema sobre cómo escribir para dejar de escribir,
cómo ausentarse de la literatura, abrir la palabra a su propio vacío, hacer
emerger la nada en el corazón de la presencia, el silencio en el centro
parlante del discurso”.
Una escritura sin poder alguno, que no
sedimente, que no territorialice. Una escritura sin nada que decir, que diga la
nada de un decir ya no preso de la repetición del discurso, del poder de ningún
saber que lo valide. Una escritura que inaugure a cada intento el lenguaje capaz
de abrir el cuerpo aún en la seguridad de un imposible. Porque, como bien supo Artaud, nunca puede decirse el cuerpo: sólo
se llega a sus desechos, a las huellas, al esqueleto de su falta, a una tachadura.
En definitiva, la experiencia de Artaud es la de saber que no hay
lenguaje para decir el cuerpo pero tampoco para decir su imposibilidad: su
lenguaje, el lenguaje del paranoico, es incapaz de adscribir ningún régimen
simbólico ni libidinal. El cuerpo es una pantalla-desagüe capaz de filtrar
todos los espasmos y las pasiones produciendo así un cuerpo-sin-órganos, un
cuerpo cuya imposibilidad remite a la imposibilidad misma de lo real. Y la experiencia
es esa, no el trazo ni la huella, sino la implosión fragmentada: el tartamudeo
fónico igual que la mierda, la mímica ancestral como la sangre, la danza
onírica como el semen. Su crueldad, la crueldad del despedazamiento, es la de
no hallar medicación simbólica ni real, la de fluir persiguiendo una nada.
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