KARIN SANDER: KITCHEN PIECES
GALERÍA HELGA DE
ALVEAR: 21/04/16-15/07/16
El trabajo de Karin Sander se sitúa en esa idealista
falla que creíamos ya fagocitada ante su irresoluble situación pero que, parece
ser, aún goza de una, diríamos, mala salud de hierro: la polarización que va de
un arte que trabaja para él mismo desde la premisa aquella del l'art pour l'art hasta, en el otro
extremo, el sueño dorado de un arte que se implicase en la vida cotidiana hasta
su eventual disolución.
Si decimos que tal
cuestión se nos antoja como obsoleta es porque de un tiempo a esta parte el
acento político del arte, así como la ya imparable reproductibilidad técnica de
la imagen, ha trocado esta pregunta propia de la estética idealista en otras
con mayor capacidad de adentrarse en las estructuras de nuestra
contemporaneidad. Tales preguntas harían referencia a la episteme escópica, a
los actos de ver, a la necesidad de poner sobre el tapete un saber diferente
que irrumpa como novedad disensual dentro de una lógica hiperracional del
capitalismo. Cómo abrir fallas de futuro dentro de este presente desesperanzado
que nos ofrece el capital: buena pregunta esta que, aun encontrándose gestada
en la estética idealista, el acerbo político y medial del arte actual han
terminado por poner en primera línea de batalla.
Parecerían, las una y
las otras, cuestiones simulares; pero la entrada hace ya un par de décadas de,
por ejemplo, los Estudios Visuales hacen pertinente esta separación epocal
entre una estética idealista deudora aún del sueño romántico de la disolución
del arte en los mundos de la vida, de otra estética contemporánea empleada en
proporcionar un conocimiento estético que poco tiene que ver ya con el gusto o
la belleza sino con la pregunta, más humilde y realista, de no ya hallar una
total emancipación sino, al menos, momentos de eficiente disenso.
Todo esto para
señalar que, a pesar de que sus hortalizas estuvieran el año pasado en la
galería Barbara Gross y este año
recaigan en Helga de Alvear –con
semejante palmarés, el logro estético de esta artista debe ser, como poco,
colosal–, el actual trabajo de Sander
(si no todo) nos parece ciertamente arcaico, desfasado y conseguido merced a
estrategias ya ensayadas con profundidad en tiempos pasados.
Sander está empeñada en caminar aún sobre esa fina
línea que, como decimos, separa arte y vida, para darnos a contemplar lo bien
que camina sobre ella: y es que si el truco estaba en hacerlo en épocas
pretéritas en las que aún no existía una fuerte institucionalización del
tinglado artístico, hacerlo ahora, con una red que salva de cualquier tropezón
que pudiera significar la muerte, no tiene, hablando en plata, ningún otro
riesgo que el que el propio arte-institución le otorgue.
En este sentido, la
actual exposición en Helga de Alvear, la acción de clavar hortalizas y verduras
en las paredes de semejante galería –como hace un año, decímos, fue en Barbara
Gross– está perfectamente hilvanada con el resto de su producción artística. Así
por ejemplo, en “Call Shots” fotografiaba con su Smartphone el lugar en el que
se encontraba en cada uno de los momentos en los que recibía una llamada; en “Reisebilder / Travel Pictures” nos
deleita con imágenes de paisajes tomadas desde la ventanilla de un tren
tamizadas por una red de puntos que impide la visión; en “Mailed
Paintings” expone los lienzos que, sin envolver ni tapar, fueron enviados a la
galería a través de algún servicio de correos, siendo perfectamente visible las
pegatinas que fueron necesarias colocar para su catalogación, localización y correcto
envío; por último, en su
trabajo quizá más celebrado, realizado para la Trienal de
Escultura de Stuttgart, colocó figuras hiperrealistas a pequeña escala, de
sí misma y de sus allegados, en pedestales dentro de una urna de cristal.
Dentro de esta concatenación
de hitos donde el arte devuelve la imagen de la vida, normal que el meter hortalizas dentro de la
galería para ver qué pasa sea un escalón más, inútil pero necesario, en su
fulgurante carrera. Porque eso es lo que se puede ver en esta exposición: hortalizas
y verduras, primero en su frescor más radiante y que nos guiñan un ojo de
complicidad –¿son de verdad, son réplicas, son casi figuras abstractas?– para,
poco después, debatirse moribundas entre la vida y la más ascética de las
muertes.
Sentadas las premisas
desde donde parte su trabajo, señalar que poco o más bien nada tienen que ver
estas hortalizas con la sempiterna remisión a Duchamp. Y eso que, aun por muy manido que este sacar al padre del
arte contemporáneo a la palestra, lo cierto es que su sombra es cada vez menos
alargada y que ejercicios con algún tufillo a duchampiano tienen ya el calificativo
de, como poco, caduco. Pero, aun sin tener mucho que ver, sin duda que una fina
línea de conexión vincula a la artista alemán con el genio francés. Una línea
que, a pesar de la primera sorpresa ante lo visto, ahonda en la falta de riesgo
de esta exposición: si el gesto de Duchamp
esclareció que aquello que sea arte lo es antes que nada debido a su mediación
con lo que es no-arte, ahora, cuando semejante proposición es elevado a axioma,
el gesto de reiterar de alguna manera el gesto incisivo y desgarrador del
francés solo puede reportar en un anacronismo y una candidez que, de no resultar
hiriente con el espectador, haría emocionarme.
Y sí, claro que hemos
pillado el guiño de Sander: porque más
que objet trouvé –objetos que en su
día sacudieron las bases de lo que, en ese momento, se entendía por arte– se
trata de vue trouvée: deja
vu que, descontextualizados dentro de una exposición de arte, juegan a crear un
despiste en el espectador, en alterar su sentido de lo visto para preguntarse
por esos objetos cotidianos con los que trajinamos. Pero es que, repetimos,
semejante distorsión vida/arte, semejante estrategia afanada en un inmiscuirse
más de la cuenta simulando una problemática que, según cualquiera de las teorías
que estudian la relación realidad/ficción, no es tal, es lo que por muy teórico
que nos pongamos, no cuela.
Pero aún con todo, y
como lo suyo es sacar de la necesidad virtud, la exposición seguro que tiene –si
no lo está teniendo ya– su momento de gloria: la mancha que dejará la hortaliza
al ser desclavada, los líquidos acuosos que sin duda estarán humedeciendo la pared
de la galería. Igual que las boñigas de los caballos de la histórica exposición
de Kounellis, la mancha de las
hortalizas de Sander serán el punctum
barthesiano, el coladero por donde toda interpretación deberá pasar para señalar,
sin duda, ahí a donde quería llegar la artista: que es imposible llegar a una
convergencia arte/vida, que siempre hay un exceso de la primera irreductible a
simbolización.
Que eso se sepa hace ya un siglo, que las motivaciones del arte
sean actualmente otras muy diferentes, parece que es algo que ni a Sander
ni a la galería le importa demasiado. Si por lo menos le
hubiese puesto un poco de semiótica a la cocina… Quizá
con todo es que nuestra única contemporaneidad es la de ser unos perfectos
anacrónicos.
una y otra vez termino en este blog, que me contradice y me reafirma. felicidades por tu labor crítica en el buen sentido
ResponderEliminarMuchas gracias! En eso andamos también nosotros, contradiciéndonos y reafirmándonos!!
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