ERLEA MANEROS ZABALA: SALA
403/UN ARTE PARA EL RÉGIMEN: RUINA Y UTOPÍA
MNCARS: 20/04/16-29/08/16
(texto original publicado en Exit-express: http://exit-express.com/erlea-maneros-zabala-mas-ruina-que-utopia-3/)
El trabajo de Erlea Maneros (Bilbao,
1977) se sitúa dentro de esa gran veta de estrategias preocupadas por la
producción y difusión de imágenes y, por lo que sabemos de su trabajo, por el
dispositivo comúnmente asociado a tales efectos: el Museo. Bajo estas premisas,
normal que un programa de exposiciones que funciona bajo la nomenclatura general
de Fisuras y cuya misión es, como bien
dice su propio nombre, crear una fisura en el entramado museístico, crear una
grieta en ese cierre epistémico e ideológico sobre el que opera toda
exposición, haya elegido el trabajo de Maneros
como una de sus propuestas. Es más: incardinada bajo tales supuestos de
fractura, la exposición no es sino un ejemplo bien preciso.
Así pues, llegados a este punto de
aquiescencia entre Museo y artista, solo podemos hacer dos cosas. Y las dos,
queremos subrayar, igual de válidas. O cantar lo preciso y bien ejecutado de la
exposición, lo bien que se acopla a lo que eran los requerimientos de la
institución-Museo o, por el contrario, clamar –quizá solo susurrar– lo
insustancialmente cansino de la propuesta.
Sí, las dos igualmente válidas
porque, para un arte que está ya para pocos trotes, cierto que pretender
grandes dosis de criticidad es algo ya más que utópico y que lo que mejor
podemos hacer es contentarnos con ejercicios de meta-reflexividad tamizados por
esa capa de estudios de visualidad que tantos y tan buenos réditos están dando
en una época en la que el arte se ve desarbolado y desarmado frente a otras
economías y dispositivos de difusión de imágenes.
Pero, claro está y por el contrario,
como contentarnos con un programa de mínimos no debería ser aspiración para
ningún ejercicio mínimo de crítica, preferimos sortear el impulso conciliador
que todos llevamos dentro y adentrarnos por las cavernosas galerías que supone
el calificar esta exposición como de fiasco.
Erlea
Maneros trampea con
la pregunta romántica e idealista que se cuestiona qué hacen las obras de arte
cuando el museo de arte está vacío y cerrado para, desde ahí, trazar un
supuesto ejercicio de articulación crítica, de cuestionamiento en el ejercicio
del ver y del mirar, de puesta entre paréntesis de la red de narraciones que
han venido a construir una determinada Historia canónica del Arte. Para ello la
artista vasca dispone una escenografía donde por arte de birlibirloque –es
decir, por reglas que solo el propio arte se da a sí mismo– crea el sortilegio
para la asunción de una disyunción, de una falla, de una diferencia entre la
narración institucional y la inferida de la teatralidad con que dota Maneros a las obras en cuestión.
Conectando la sala donde se expone su
obra con la 403, sala titulada precisamente “Un arte para el régimen: ruina y
utopía en el sueño de exaltación nacional”; conectando la propia obra de Maneros, la dramaturgia de 24 horas por
ella ideada, con las obras expuestas en la original sala 403; conectando
también la actualidad de nuestro presente con aquel tiempo posbélico y
dictatorial en el que cabe encuadrar las obra de la susodicha sala 403…
haciendo todo esto, debería emerger una decantación diferencial de la propia
historia del arte español, de las razones que tiene el arte para decir si sí o
si no, esto o aquello, es una obra de arte, si merece un hueco en el archivo
sagrado del arte, etc.
Pero lo cierto es que por muy
entrenados que estemos, por mucho que sepamos los resortes conceptuales de un
arte que se basta y se sobra a sí mismo para pensarse en relación a sus
condiciones de producción, tal diferencia no llega. Una de las razones, pensamos, es que el ejercicio
puramente visual, la propuesta netamente estética, es tan mínima, tan
insustancial, que apenas abre el diafragma de lo pensable y lo posible para que
surja la cuestión silenciada, para que salga a la palestra la historia no
contada, para que la dialéctica ideológica que anima la formación de cualquier
colección museística ensaye un exabrupto con el que sonsacar algún momento de
falsedad.
Todo
es tan recatadamente conceptual, tan analgésicamente formal, que a duras penas
se logra extraer algo que no sea, eso sí, la felicidad de haber asistido a otra
vuelta de tuerca en ese ejercicio testosterónico de pensarse a sí mismo y que
el arte realiza con singular destreza. O, dicho de otra manera, es mucho
suponer que de la ficcionalización teatralizada donde los actores son obras de
arte, por mucha descontextualización y deconstrucción con que sazonemos la
propuesta, se llegue, cómo señala la hojita de sala, al cuestionamiento e
interrogación “sobre sus condiciones históricas y el contexto en el que fueron
creadas”.
Pero también hay otra razón vinculada
a la propia motivación del programa Fisuras:
invertir la mirada con que el espectador viene adoctrinado de casa. Y es que en
este momento en el que el arte se ha convertido en potente motor de una cultura
devenida industria de masas, el espectador deambula como narcotizado por
museos, salas y obras de arte en busca de algo que llevarse a la boca con
verdadero gusto hasta que, en esa espera infinita, termina por renunciar e irse
a su casa con una conclusión amarga pero feliz: un museo visto, un museo menos.
Dicho esto, y si es cierto que invertir los modos de mirar es labor principal
del propio arte, no es menos cierto que tal inversión se asienta en una
paradoja fundacional: sólo son susceptibles de ser modificados en su
apreciación del arte aquellos espectadores que ya sabían previamente cómo mirar. Así pues, el arte, al menos este
arte enclavado en estrategias de ramplona metareflexividad, realiza un
movimiento necesario pero de todo punto inalcanzable.
En definitiva, insistimos, pretender
el surgimiento de una cuestión en relación al arte por mor únicamente de una
supuesta danza a varias manos, es un subterfugio estético que esconde la propia
fatiga con que carga el arte: que de tanto ejercer de dispositivo de reflexión
ha terminado por pensarse a sí mismo en un gran ejercicio onanístico de placer
autosatisfactorio pero que solo consigue los réditos de los que partía. O,
dicho de otro modo, el arte como reducto de placer para quien, previamente,
adivina que aquello le va a causar placer. ¿No es el arte contemporáneo, a
veces, como un gran ensayo de Paulov
que nos hace salivar a alguno con la esperanza de que nos alimentará con un
sabroso hueso, un hueso único, solo a disposición de un pequeño grupo selecto
que sí saben?
Sin embargo, hay un resquicio, una
puerta entreabierta por donde podemos contemplar esta obra de Maneros Zabala con verdadera potencia:
en un mundo administrado por la hipervisión cibernética, el arte es usado, dice
Boris Groys, “de la misma
manera en que él o ella usan la información de las demás cosas en el mundo. Es
como si todos nos hubiéramos convertido en el personal de un museo o una
galería –el arte documentado explícitamente como una toma de lugar en el
espacio unificado de actividades profanas”. Es decir, añado yo: no hay arte
sino información sobre arte. En este sentido, la propuesta de la artista supondría
una reconsideración dionisiaca y festiva del arte, un arte que se celebra y se
conmemora, que sigue hablando, dialogando si se lo deja a sus anchas, si nos
quitamos el velo sagrado de los ojos y dejamos que la obra de arte hable sin
finalidad alguna.
Así pues, ¿nos estamos desdiciendo?
No: simplemente estamos poniendo encima de la mesa que si se dejase al arte
operar más a sus anchas, no tan encima del juego resultadista de encontrar una finalidad
inmediata para sus propuestos (en este caso el servir de acicate para pensar la
colección, el museo, la institución, el arte, desde las ya manidas herramientas
postconceptuales de la autoreflexividad crítica) quizá sacásemos todos, y en primer
lugar el arte, mayor capacidad crítica.
Pero claro está, eso supondría dejar
libre al arte. Y, a las pruebas me remito, cualquier cosa menos eso.
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